San Rafael, Mendoza viernes 19 de abril de 2024

Secretos del sexo en la Antigua Roma (Parte 2/2). Por:.Beatriz Genchi

¿Cómo vivían las relaciones íntimas las clases inferiores? Se esperaba de los esclavos que fueran promiscuos, pero a veces se les permitía vivir en contubernio, literalmente “compartir tienda”. Algo parecido sucedía con los soldados, que tenían prohibido el matrimonio mientras durara el servicio militar, pero solían mantener a compañeras e hijos, cuya situación regularizaban una vez licenciados.

Un caso curioso es el de la liberta Allia Potestas, que convivía con dos hombres a la vez. Sus dos viudos le dedicaron un emotivo epitafio, en el que alaban sus habilidades domésticas y describen sus encantos con minucioso desparpajo, desde el color de su cabello hasta el tamaño de sus pezones. El matrimonio romano no permitía la poligamia, pero era una institución hecha a medida de los ricos. A nadie le importaba cómo vivieran quienes no tuvieran un rancio linaje que preservar.

A pesar de la relativa tolerancia de la que disfrutaban los hombres de las clases privilegiadas, los magistrados de la República predicaban moderación en las costumbres. No porque el sexo fuera malo en sí, sino porque podía distraer a un ciudadano de sus obligaciones e incitarle a derrochar su fortuna. Enamorarse era insensato e irresponsable.

Venus protegía a los romanos, sí, pero también podía hacerles perder la cabeza. No convenía irritarla, pero era mejor mantenerla a raya. De la misma manera que los cristianos adoran a la Virgen María bajo distintas advocaciones, en Roma se rendía culto a Venus Genetrix, una discreta versión de la diosa que subrayaba su carácter maternal, como honorable tatarabuela de los romanos. Pero estos, al final, se verían obligados a recurrir a otra Venus mucho más explosiva. Aníbal tuvo la culpa. En el año 215 a. C. el Senado, aterrado ante la idea de vérselas con el cartaginés ante las puertas de Roma, decidió implorar la ayuda de su protectora y erigió en el monte Capitolio un templo a la poderosa Venus Ericina, responsable de las pasiones desatadas y patrona de las prostitutas. Cartago fue vencida, pero la pícara diosa conquistó para siempre el corazón de los romanos.

Tras el fin de la segunda guerra púnica, una intensa sensualidad se adueñó de Roma. Con Cartago fuera de combate, ya no había obstáculo para apoderarse de todo el Mediterráneo. A medida que las legiones se adentraban en Grecia y Asia Menor, los soldados quedaron deslumbrados por el lujo de sus ciudades y palacios. Con cada nueva conquista, un chorro de oro llovía sobre las clases dirigentes en forma de tributos, posesiones y cargos en el extranjero. La ciudad se llenó de mercancías exóticas, dioses desconocidos, esclavos de extrañas facciones y filósofos griegos que predicaban nuevos valores.

Los jóvenes patricios, seducidos por la nueva Roma cosmopolita, mandaron al cuerno la proverbial austeridad romana, para consternación de moralistas como Catón el Viejo, que veía en aquella actitud el fin de la “virtus y la dignit”. “El Estado va por mal camino cuando se paga más dinero por un esclavo guapo que por un campo de cultivo”, se quejó amargamente en un discurso. En efecto, estaban de moda los “delicati”, jovencitos destinados a complacer sexualmente a sus amos. Sin embargo, no era el homoerotismo lo que irritaba al severo orador, sino la intemperancia. Un pueblo que lo gastaba todo en placeres solo podía conducir a la República a su ruina. La lujuria no era peor que la pereza o la glotonería. Eso sí, todo tenía un límite. En 186 a. C., más de siete mil hombres y mujeres, algunos de familia noble, fueron arrestados por participar en unas bacanales que iban más allá de lo que los romanos entendían por un culto razonable a Dionisio. Además de las clásicas danzas bajo los efectos del vino, se decía que esta secta practicaba orgías multitudinarias, abusos sexuales contra muchachos libres e incluso sacrificios humanos.

La nueva juventud romana no está para sermones. “Todos los que puedan pagar tienen derecho a hacer el amor”, grita un personaje de Plauto, haciéndose eco del sentir de su generación. Ciertamente, sus padres y abuelos ya echaban canas al aire con prostitutas, pero ellos van más allá: se enamoran de cortesanas, las colman de regalos, compiten por sus favores y les dedican poemas. En sus versos, Catulo, Tibulo y Virgilio ya no se comportan como el macho omnipotente de los viejos tiempos. Al contrario, se declaran subyugados por la amada, imploran sus favores y se quejan de sus traiciones, una falta de hombría que hubiera sonrojado a sus antepasados. Ellas, por su parte, emplean la seducción para obtener concesiones o acumular un patrimonio que les permita jubilarse holgadamente.

La prosperidad económica también ha cambiado la vida a las mujeres respetables. El matrimonio ya no es lo que era. Ahora las bodas se celebran sin “manus”: la esposa sigue bajo la tutela paterna en lugar de pasar a depender del marido. De este modo, las grandes familias se aseguran de mantener su fortuna a buen recaudo, ya que las novias patricias conservan la propiedad de sus bienes y el derecho a heredar. En teoría no pueden vivir a su antojo, ya que dependen de la autoridad paterna. Pero en la práctica gozan de una gran libertad de movimientos: a fin de cuentas, no viven bajo el mismo techo que su padre. Si quedan huérfanas, enviudan o se divorcian, se les asigna un tutor a quien deben consultar para determinadas transacciones. Sin embargo, con el tiempo, el permiso de estos tutores se volverá una mera formalidad.

Ya nadie ofrece sacrificios a Juno Viriplaca para resolver crisis conyugales. El divorcio está a la orden del día, los clanes hacen y deshacen matrimonios en función de las conveniencias políticas del momento, alianzas orientadas a obtener cargos públicos que beneficien a ambas familias. Y las romanas desempeñan un papel crucial en estas redes políticas. Lejos de quedarse en casa tejiendo túnicas, como manda la tradición, se convierten en profesionales de las relaciones públicas. Acompañan a sus maridos a fiestas y banquetes, ejercen de mediadoras entre su familia y la de su esposo, intrigan para impulsar la carrera de hijos y parientes, emprenden negocios con el dinero de su dote e incluso reciben a sus propios clientes, hombres y mujeres de rango inferior que le prestan apoyo incondicional a cambio de favores.

Las nuevas libertades de las matronas no incluyen el derecho de amar a quien deseen. El tabú del adulterio sigue intacto. Incluso las viudas deben guardar las formas. El gran escándalo del siglo I a. C. lo protagonizó Clodia Metelli, una opulenta viuda patricia que se vio envuelta en una intrincada trama judicial de tintes políticos. Al acusado, Marco Caelio Rufo, se le imputaba un asesinato, varios disturbios y un intento de envenenar a Clodia. Pero Caelio contaba con un abogado de lujo, Cicerón, cuya táctica consistió en desprestigiar a la demandante, vertiendo sobre ella un sinfín de reproches morales –adulterio, incesto, alcoholismo…hasta convertir a la presunta víctima en una malévola femme fatale, a la que no dudó en apodar “la Medea del Palatino”. Por fortuna para ella, este ataque a su reputación no tuvo consecuencias legales. Durante la República, la conducta de una viuda emancipada era un asunto privado. Pero eso estaba a punto de cambiar.

Si durante la República las matronas seguían siendo intocables y las aventuras galantes las protagonizaban cortesanas, en tiempos de Julio César el adulterio era ya el deporte nacional. Al mismo César lo llaman, jocosamente, “marido de todas las mujeres y mujer de todos los maridos”. Por primera vez se tiene en cuenta el placer mutuo. Es en esta época cuando Ovidio publica El arte de amar, un completísimo manual para seducir a mujeres casadas que, entre otros consejos, indica a los jóvenes los mejores sitios de Roma donde ir a cazar conquistas, entre ellos el circo y el teatro.

Las mujeres se perdían por aurigas, actores y luchadores. Una patricia llamada Epia fue la comidilla de sus contemporáneos por fugarse con un gladiador de mediana edad. “Es la espada que las mujeres aman”, comentaría, entre burlón y resignado, Juvenal. Si damos crédito a los grafitis de Pompeya, el sex-appeal de los gladiadores era, ciertamente, irresistible: “Las chicas suspiran por Celadus el Tracio” o “Crescens el reciario, médico de las chicas de noche, de día y a otras horas” son algunas de las bravuconadas que pintaban en las paredes estos guerreros del espectáculo.

Entre los romanos, el ocio siempre se consideró una fuente de inmoralidad, y jamás hubo tanto ocio ni tan variado como durante las primeras dinastías del Imperio. Roma seguía siendo una ciudad rica, y sus ciudadanos, despojados de casi todo poder político, no tenían nada que hacer. Bañarse, charlar, asistir a espectáculos, cultivar las artes y enredarse en amoríos eran sus únicas ocupaciones. Las matronas habían aparcado la tradicional stola y vestían modelos más vistosos y provocativos. En la aristocracia, los celos entre esposos no eran de buen tono, y tener hijos había dejado de ser una prioridad.

Octavio Augusto daría un brusco golpe de timón a las costumbres con dos leyes concebidas para interferir directamente en la vida íntima de los ciudadanos. La Lex Iulia de maritandis ordinibus penalizaba a los solteros y a los casados sin hijos, impidiéndoles heredar. Además, obligaba a viudos y divorciados de ambos sexos a casarse de nuevo, en plazos que oscilaban de los cien días a los diez meses. A las matronas que hubieran dado más de tres hijos a la patria se las premiaba liberándolas de cualquier tutela masculina. Por su parte, la Lex Iulia adulteriis convertía el adulterio en un crimen penado por la ley. Hasta entonces, los trapos sucios de la infidelidad se lavaban en casa, con la ayuda de un consejo familiar que negociaba las condiciones del repudio y con alguna que otra paliza al amante de turno. A partir de ahora, denunciar un adulterio sería obligatorio. Si el esposo no acusaba públicamente a la infiel, se exponía a ser condenado por proxeneta. Cualquier testigo de un adulterio, real o imaginario, podía presentar denuncia, y si los reos eran declarados culpables, el demandante se quedaba una parte de sus bienes. Esto disparó los juicios por intereses políticos o económicos, incluso por simple venganza. La pena solía consistir en el destierro a una isla, aunque el padre de la condenada tenía derecho a matarla, si lo prefería. Por supuesto, la ley afectaba únicamente a mujeres casadas de nacimiento libre. La vida moral de las menos respetables no interesaba al Estado. En el año 19, una patricia llamada Vistilia intentó eludir el castigo por adulterio inscribiéndose en el registro de prostitutas. Para cubrir este agujero legal, el Senado acabó publicando un decreto que prohibía prostituirse a las mujeres de clase alta.

La dureza de estas medidas haría exclamar al historiador Tácito: “Antes sufríamos con los escándalos, ahora sufrimos con las leyes”. Sin embargo, el alarde de conservadurismo de Octavio no iba a dar los frutos esperados. Los jóvenes ricos de su tiempo siguieron entregándose al placer. Y la primera dinastía del Imperio no pasaría a la historia, precisamente, como ejemplo de continencia sexual.

Gentileza:

Beatriz Genchi
Museóloga – Gestora cultural.
bgenchi50@gmail.com

Puerto Madryn – Chubut.

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