A menos de una semana de que comience la Copa Mundial de Fútbol, me propuse redactar un texto que toque de alguna manera el tema. ¿Lo más difícil? Ese deporte nunca me llamó la atención. Sin embargo, el desafío estaba y no lo podía dejar pasar. Este pequeño relato casi autobiográfico va dedicado a mi familia (la nuclear y la extendida). Sé que sabrán encontrar cada guiño y detalle camuflado entre líneas. Dejo, entonces, que exploren con total libertad.
Nunca fui fanático del fútbol. En realidad, si tengo que ser absolutamente honesto, nunca fui muy apasionado de ningún deporte. Me encantaría decir que había algo en mi código genético que me impedía desarrollar una atracción hacia cualquier forma de ejercicio, pero ¿para qué mentir a esta altura? ¡Ojo! Nunca fue por falta de mérito. Mis padres me inscribieron en cuanto deporte se me cruzaba por la cabeza. De esa forma pasé por casi todos los que se puedan imaginar. Hockey, fútbol, básquet, tenis, escalada, handball, volley, pesas, arquería, karate, gimnasia aeróbica, kayak, canotaje, senderismo y la lista sigue un poco más. Por ninguno desarrollé una afición que me permitiera seguir más de dos tres meses. Solo de adulto comencé a practicar con cierta asiduidad Kung-Fu y Kickboxing. Me di cuenta que, más que el esfuerzo físico, era la disciplina y filosofía que había detrás lo que me empujaba a continuar. Está bien, la verdad. A esa altura, cualquier motivación me era suficiente. De los dos, el segundo es el que actualmente practico. El primero lo dejé en stand-by y me dediqué a ver grandes obras cinematográficas al respecto. No descarto la posibilidad de regresar.
Sin embargo, esta especie de confesión no viene a traer recuerdos de la infancia cargados de risas y llantos en el playón del centro deportivo. Este texto viene a hablar sobre lo que me pasa en los mundiales. No cualquier mundial, sino ante aquel que parece ser el único lo suficientemente relevante para generar lo que genera. Vengo a hablar sobre ese fenómeno de masas y cómo lo vive un tipo al que nunca le interesó el fútbol. Una persona que, en un país futbolero como pocos, le tocó cada cuatro años aprender a disfrutar desde otro lado.
El fútbol tiene una capacidad sumamente llamativa de despertar una especie de instinto animal primario en sus fanáticos. Supongo que pasará lo mismo con otros deportes, pero muy pocos (si es que alguno) tiene a los hooligans, los Borrachos del Tablón, La 12 o Geral do gremio. Atrás de estas están los demás, los comunes, el resto del vendaval popular que sigue cada partido, que va a la cancha, que alienta con el corazón en la mano y llora de emoción o angustia con los resultados. Me divierte el ingenio popular detrás de sus canciones y confieso que más de una vez me he mimetizado con el gran grupo de fanáticos en un intento de ser parte. Cada experiencia fue absolutamente grata, pero no terminaba de afianzar mis vínculos con el deporte ni con su gente. De chico elegí el club al que toda mi familia apoyaba y desde ahí continué con la tradición. Ahora, tenés más chance de que te diga correctamente el orden de los ingredientes para una suprema a la Maryland de que te mencione el nombre de algún jugador famoso. Quizás sea porque la suprema nunca me ha fallado. El fútbol en cambio…
Pero acá estamos para hablar de la excepción a la regla, porque cada cuatro años parece que una suerte de hechizo se vuelca sobra todos nosotros. Un conjuro que nos tiñe de azul y blanco más que cualquier acto patrio; que nos hace gritar las estrofas del Himno Nacional a todo pulmón como si estuviéramos por repeler el avance de un ejército enemigo. Es que durante el Mundial todas las barreras desaparecen. La guita deja de crear rencores, la política se cae en su propia brecha, los bares atenúan su exclusividad y las puteadas en la calle dan lugar a las canciones de cancha.
Efectivamente, lo que mueve semejante emoción es lo mismo que carga de valentía a los guerreros. Es estar, al final del recorrido, parados en la cima de todo gritando que somos los mejores del mundo. No solamente creerlo, que de eso estamos convencidos, sino tener el aval internacional y el premio mayor que lo confirme. Es poder gozarle al otro cada gol, cada punto, cada victoria. Es, quizás, recobrar un poco de tanta dignidad pisoteada por conflictos de todo tipo durante más de doscientos años. Porque a mí no me vengan a decir que ver a veintidós tipos patear una pelota durante noventa minutos es lo que nos divierte o nos genera emoción. No, el verdadero motor está ahí atrás. Está en la alegría de la victoria, en la burla frente al derrotado, en poder canalizar con un grito de gol toda la bronca, la injusticia y la incertidumbre. Es estallar desde lo más profundo de nuestro ser y recomponernos prontamente para seguir alentando.
El fútbol siempre me importó muy poco. Siendo yo tan mal deportista, me trajo más amarguras que alegrías. Pero el Mundial es otra cosa. El Mundial es ver a toda la familia junta vistiendo los mismos colores y empujados hacia adelante por la misma energía. Es abrazarte con ese que tenés al lado y que de otra manera nunca siquiera hubieses mirado. Es descansar un poco de las rivalidades individuales para volvernos una marea incontenible que tira para el mismo lado. El Mundial es la magia del encuentro y de la unión. Es el pase de turista a un mundo ideal donde todos sabemos exactamente lo que queremos y no tenemos miedo de ir a buscarlo. El Mundial es estar durante un mes en la misma frecuencia para así poder, durante otros cuatro años, seguir aguantando todo lo que venga. Es darte cuenta que lo lindo no es el fútbol, sino el vínculo. El Mundial es hallarte con el otro.
¡Vamos Argentina, carajo!
Gentileza:
AUTOR: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete
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