San Rafael, Mendoza 30 de noviembre de 2024

La fuente de la inmortalidad

¿Qué es la inmortalidad? ¿Acaso esta se reduce a cambiar nuestra naturaleza efímera por otra sempiterna? La búsqueda de la vida eterna (eso sí, siempre joven y bella) es un fantasioso deseo que acompaña a la humanidad desde siempre. La literatura mundial, en suerte de confesión secreta y culposa, enmascara en mitos, novelas y poesías esta codiciosa ilusión, incluso en el entendimiento de que, si este deseo pudiese mágicamente convertirse en realidad, el costo que pagaríamos sería inmenso, el costo sería la pérdida de la propia naturaleza humana.

Mas no desesperes, no todo está perdido. Podemos ser inmortales sin abandonar nuestra natural mortandad, la clave de esa inmortalidad es la trascendencia. Es más, me atrevo a decir que trascender es la esencia divina de la humanidad. Y por divina me refiero a una sacralización no religiosa, a una consagración del ideario sustancial humano.

Vivimos actualmente los tiempos del posmodernismo. Vivimos en tiempos de odio a nuestras raíces, de rencor con nuestros ancestros, tiempos de resentimientos inmaduros, de mediocridad, de adoración a lo feo, a lo vano, a lo superfluo, a lo instantáneo, a lo efímero.

El posmodernismo es una estafa que con dulces mentiras nos aleja de la trabajosa dignidad personal y nos sumerge en un confortable servilismo. Mentiras que nos seduce con un espejismo que promueve lo fácil e instantáneo por sobre lo esforzado y meritorio, una diversidad uniforme por sobre las diferencias individuales, derechos inacabables por sobre deberes ecuánimes, caprichos insensatos por sobre libertades responsables y la opinión relativista por sobre el saber provisorio.

Corremos tras los estímulos de placeres inmediatos, de sensaciones volátiles que nos aseguran esa dosis de alegría instantánea que resulta ser apenas un fugaz sucedáneo de la felicidad perdurable. Abrumados por lo laborioso de la trascendencia, nos resignamos al nihilismo autocomplaciente.

Un nihilismo narcisista y hedonista que nos aísla de todas nuestras comunidades; de la comunidad social e histórica y de la comunidad familiar actual y pasada, pero sobre todo nos aísla de la comunidad con nosotros mismos, puesto que en nuestro devenir en el tiempo somos la resultante de una suma de muchos yo consecutivos.

Aislados de la comunidad social nos convertimos en islas salpicadas en un océano de gente, en náufragos de la vida. El posmodernismo nos impone el principio del poder por sobre el de la competencia, el del sometimiento por sobre la cooperación. Mediante esta mentirosa idea de suma cero en las relaciones humanas, siembra resentimientos en quienes sienten que ellos pierden porque son robados por los exitosos y enceguecidos por el rencor, no logran darse cuenta que la convivencia voluntaria es un juego de suma positiva en donde todos ganan.

Aislados en la multitud, perdemos la capacidad empática de ponernos en el lugar del otro, resignamos ese delicioso alimento de nuestra alma que es el derecho a ejercer la caridad y la filantropía, y nos entregamos al impersonal, culposo y obligatorio espíritu solidario que el todopoderoso y piadoso dios estado ha bautizado con el nombre de “estado de bienestar”.

Aislados de nuestro entorno cercano juzgamos todo acto galante como machista, todo cortejo como acoso, toda calificación negativa como discriminación, todo cuidado y amparo como patriarcal, toda concesión como sometimiento.

Aislados todos los miembros de la familia, disgregados en átomos dispersos de parejas divorciadas, de hijos huérfanos abandonados por padres que eligen ser amigos de sus hijos, de hermanos alejados, primos desconocidos y abuelos olvidados; perdemos la capacidad de convivir y compartir desde las diferencias, dejamos de estar unidos a la familia, relegando a la primera dificultad nuestro vínculo de sangre, dejamos de estar hermanados bajo un apellido identitario, divisa heráldica de un sentido de pertenencia carnal.

Aislados de nuestra historia social y parental juzgamos anacrónicamente nuestro pasado, rechazando lo que las generaciones previas han amado y que nos han legado como acervo cultural y como tradición familiar para que probemos y amemos.

Así como una pieza musical no es tan solo una mera sucesión de notas, sino que hay una continuidad, una esencia, un algo que comienza con la primera nota y termina con la última y que incluso persiste durante los silencios, del mismo modo trascienden aquellos hombres que comienzan grandes obras sabedores que no verán concluidas, como también trascienden aquellos otros que las continúan y finalizan, convirtiéndose unos y otros en autores de un legado que debemos agradecer. Debemos comprender que nos hallamos parados sobre los huesos de generaciones que hicieron posible nuestro hoy.

El posmodernismo nos conecta con nuestro pasado desde el resentimiento, en vez de hacerlo desde la gratitud; exponiendo los vicios y errores por sobre los logros, humillando a los protagonistas del ayer.  Al reducir a la nada “lo mejor que el mejor de nosotros ha logrado”, genera el menoscabo de los hitos históricos, de los logros de nuestros ancestros y el ninguneo de nuestro presente y futuro personal. Ante tamaña vacuidad el individuo se pregunta: “entonces ¿Qué puedo hacer yo?” y cayendo en una fatal desesperanza se responde a sí mismo: “nada”.

Aislados de la comunidad con nosotros mismos dejamos de proyectar a largo plazo, por lo que dejamos de invertir.  Nuestro presente se convierte en lo único importante porque es lo único palpable.  El ya efímero de nuestro hoy se agota en sí mismo, el pasado se convierte en algo ajeno, desconectado de nuestra realidad; y el futuro es tan irreal como estresante.  El negacionismo de nuestros yos pasados y futuros, convergen en el vacío del hoy.  Sin causa eficiente ni causa final, el sentido teleológico de la existencia se desvanece.

La trascendencia es el antídoto contra todos los males del posmodernismo. Trascender es ser parte de algo más que el uno mismo material y temporal, es convertirse en una externalización y proyectarse en el otro y en el tiempo.

Es preciso generar un nuevo renacimiento modelo siglo 21. Es preciso elevar al hombre por sobre el destructivo culto posmodernista.  Para ello debemos empoderar al individuo.  Kant sentenció: “la disciplina convierte la animalidad en humanidad” quizás hoy diría: “la autodisciplina intelectual convierte la alienación posmodernista en humanidad”.

Es fundamental quitar la venda de los ojos que ciega a los jóvenes, estimular en ellos el espíritu crítico para que reconozcan a la sabiduría como objeto de amor, como la única herramienta capaz de procurar en cada uno de nosotros el propósito sublime de nuestra vida: la búsqueda de la propia felicidad.

Esta oportunidad única que se nos presenta está escondida detrás de la falta de voluntad, aplastada por el confort que aletarga e idiotiza. Liberarnos de esta Matrix depende de cuán capaces seamos de enfrentar el status quo, depende de cuán capaces seamos de despertar conciencias y de liberar espíritus.

Por eso, ante tamaño desafío, “Cada Uno de Nosotros” debemos preguntarnos: si no soy yo ¿Quién?, si no es ahora ¿Cuándo?

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