San Rafael, Mendoza viernes 19 de abril de 2024

De profesión, horólogo – Por:.Beatriz Genchi

La palabrita poco utilizada viene del griego y es el estudio del tiempo, es el arte o la ciencia de medir el tiempo. Entonces horólogo se les llama a quien se entiende con ellos.

Uno de los relojeros y horólogo más destacado del país es don Alberto Selvaggi de 78 años. Hace 30 que tiene a cargo el cuidado del reloj de la Legislatura porteña. También se ocupa del que se encuentra en la iglesia de El Salvador, en Callao y Tucumán. Él se presenta humildemente: “Soy relojero de relojes grandes. Trabajé con piezas chicas desde los 15 a los 25 años. Por suerte tuve buenos maestros, pero también leí muchos libros. Tengo una biblioteca de 350 volúmenes solo de relojería.

Me incline por los grandes relojes casi por una cuestión estética, porque en esa época los relojeros usaban la lupa en un ojo y esto hacía que un ojo quedara fijo e inanimado, solo movían el otro. Yo no quería que me quedara así para siempre, por ese motivo elegí los grandes. No me atraen los relojes chicos, los otros tienen ingenio, siempre aparece algo nuevo. En la relojería chica hay mucha repetición.

Estuve en Inglaterra muchas veces. Llegué a ser miembro de la Sociedad de Relojeros que es una institución de 160 años que se dedica a la difusión del arte de la relojería y su historia. Hay reuniones, congresos, foros, simposios de todos los socios y tiene una sede con una colección fabulosa de relojes, piezas únicas fuera de serie. Un objeto curioso, piezas raras. Y eso es hasta hoy.

Mi tarea es que funcione el reloj grande y los otros 32 -antes eran 80, pero con la reforma algunos ya no están- que él comanda eléctricamente: en Presidencia, en la sala del recinto, los pasillos… Entré porque me llamó el arquitecto que dirigía las reformas del edificio -de apellido Gonzalo-, para proponerme que me dedicara -de por vida- al reloj de la torre, que no funcionaba. No duró mucho tiempo, era xilógrafo, músico, una persona con mucho vuelo para ese lugar. Lo siguió otro profesional con un perfil parecido que, cuando empezó la obra, me llamó y me dijo que quería que mientras durara la misma el reloj debía funcionar. Estuve dos años hasta que entregó el edificio reciclado y las nuevas autoridades de ese momento me comunicaron que no necesitaban más, mis servicios. Me fui y el reloj se paró a la semana porque necesita mantenimiento. Entonces, salió una editorial en La Nación diciendo cómo el reloj del nuevo edificio no funcionaba. Me volvieron a convocar.

Creo que mi interés empezó cuando era muy chico  4 años) mi papá tenía dos obsesiones: una, que supiera la hora antes de leer y escribir y luego que supiera leer y escribir antes de ir al colegio. Entonces, a las bandejas de cartón de las tortas le ponía dos agujas -también de cartón- agarradas con una chinche y armaba un reloj. Luego dibujaba los números y, de esa manera, me enseñó a leer la hora. Pero mi pasión eran las campanas. Por su sonido y su magnificencia. Una vez fuimos a la Torre de los Ingleses, subimos con el ascensor y arriba -donde está el recinto del reloj- se asomaban el péndulo y las pesas. Cuando vi el péndulo gigantesco, dije: “Yo quiero hacer esto”. Estaba fascinado.

Por recomendaciones de familiares y conocidos llegue a trabajar con Escasany (dueño de la más importante joyería y relojería del país). Luego un tallerista que trabajaba con una relojería del centro me mandó a ver a un maestro, Nicanor Insúa (todavía tengo relación con su nieto que sigue con la relojería). Me tomó como cadete. Cuando me mandaba a comprar alguna pieza iba a un negocio en la calle Libertad que vendía repuestos, cuyo dueño era austríaco -Rodolfo Kopp. Al señor Negré, dueño de la relojería donde estaba Insúa, en realidad no le interesaba continuar su heredad. En el sótano tenía relojes abandonados, libros, catálogos… le dijo a Insúa que se llevara lo que quisiera y él me lo ofreció a mí. Empecé a juntar repuestos y esas cosas…

La historia de los grandes relojes empieza en las iglesias; para las oraciones, un monje -custodio del reloj- marcaba los tiempos, porque durante la noche todos debían levantarse para rezar. De día se manejaban con un reloj de agua, que iba descendiendo y marcado con una aguja el paso del tiempo y de noche con relojes de vela, haciendo rayas calculando cuánto consumía de una raya a otra. Quien se encargaba de ello tenía una gran responsabilidad, porque se podía dormir y si no marcaba la hora no había la oración y caían en pecado. Entonces se les ocurrió hacer un dispositivo muy elemental dividiendo el tiempo en lapsos cortos, donde sonara una campana por si se dormía el encargado. Luego imaginaron automatizar ese sistema, para que toque directamente una campana grande y con marcha muy corta. Así, los construyeron más grandes. Hasta ese momento no se habla de indicación de la hora, por eso muchos relojes en Europa no tienen cuadrante. La máquina suena, pero no marca el horario. Hay que tener en cuenta que la mayoría de la gente era analfabeta. Por otro lado, eran los tiempos de rezo y en cada congregación eran diferentes.

Luego cada ayuntamiento quería impresionar a los vecinos con un reloj y allí comienza la competencia, lo que provoca su desarrollo. Aparece el reloj de Praga (1410) que tiene todo para deslumbrar: da la hora, representa las órbitas del sol y la luna, los signos zodiacales… Y luego la torre del reloj de los moros en la Plaza de San Marcos en Venecia (1499), con toda su historia.

Al de la legislatura le tengo cariño. Hay que saber para hacer el mantenimiento, porque suceden cosas que van produciendo problemas. Por ejemplo el engranaje agarra a una paloma que entró o una gotera comienza a oxidar alguna pieza. Todo lo hago yo, desde la parte eléctrica -porque es electromecánico, data de 85 años- hasta cualquier detalle.

Quienes arreglan los relojes de la Ciudad son de la Dirección de Mantenimiento del GCBA. Antes había 30 relojeros que iban por todas las iglesias, edificios públicos y los controlaban; ahora la planta está muy reducida.

En 2003 fui declarado, Patrimonio Vivo de la Ciudad. Fue una idea de la Arq. Silvia Fajre que se inspiró en la cultura japonesa donde hay un grupo de maestros que son los encargados, por obligación moral, de transmitir sus conocimientos. Tienen la posibilidad de saludar al maestro y el derecho a hacerle algunas preguntas puntuales de su especialidad. El maestro contesta y luego la persona usa ese conocimiento y lo transmite. Es un grupo de más de 40 maestros que transfieren su sabiduría que, para ellos, es fundamental para su cultura, por ejemplo: cómo se poda un cerezo, cuál es la norma.

Hubo otros elegidos: Sarah Bianchi (docente, titiritera, directora de teatro, escritora); Luis Rodríguez (calesitero) y el Arq. Carlos Onetto (pionero de la restauración).

Ya me lo había dicho Sarah Bianchi cuando nos nominaron: “No esperes nada de esto, nadie nos va a preguntar nada”. Y así fue y sigue siendo. Es lamentable porque soy el único que tiene el conocimiento de arreglar relojes grandes, los otros ya fallecieron. Nunca tuve alumnos. Me guio un poco por la costumbre oriental, algunos han preguntado y les contesto pero todos los que preguntan es por una cuestión personal no para trabajar y no veo que haya ningún interés en aprender. Creo que no importa. Hay dos escuelas de relojería: en el Otto Krause y en el gremio de relojeros. Ofrecí charlas para que tengan el abc de la relojería grande, pero no les interesa”.

Alberto es un libro abierto, pero parece que no hay interesados en “leer”!

Gentileza:

Beatriz Genchi
Museóloga – Gestora cultural.

bgenchi50@gmail.com

Puerto Madryn – Chubut.

 

 

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