San Rafael, Mendoza 06 de octubre de 2024

Obituario de Rowan Angus Clay Ryle – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Eran las 10:47 de la mañana cuando la figura llegó al bar. Debía medir alrededor de los dos metros y su vestimenta de invierno no dejaba a la vista prácticamente ningún espacio de su piel. Incluso el rostro, parcialmente protegido por una especie de bufanda roída, apenas permitía la visión de unos ojos avellana que centellaban bajo las luces cálidas del lugar.

R’hlyag t’guag. ¿Va a querer ocupar alguna mesa? –El mozo que salió a recibir a la figura no se inmutó en lo más mínimo ante la extraña forma de vestir o las sombras que danzaban a su alrededor.

El encapuchado miró hacia una esquina y señaló una de las mesas más apartadas.

-Muy bien. Tome asiento y ya estaré con usted.

La figura se adelantó con paso lento, pero firme. En su camino, recogió un diario que se encontraba sobre la barra y se lo llevó hasta su lugar escogido. Una vez arrellanada en la silla, prendió un cigarrillo, exhaló un humo azul y abrió el diario en uno de los apartados finales. Antes de que pudiera empezar a leer, el mozo volvió a aparecer y dejó sobre la mesa un cenicero de vidrio cuadrado, un pocillo de café pequeño y un vaso mediano con dos medidas de whisky.

Nunca había hecho el pedido, pero aquello era exactamente lo que la misteriosa figura quería. El mozo hizo una ligera reverencia y se alejó hasta desaparecer atrás de la barra.

Esa mañana el diario local anunciaba el fallecimiento del reconocido doctor Rowan Angus Clay Ryle. “La comunidad académica y general despide al Dr. Rowan Angus Clay Ryle, estimado colega y querido amigo”. Había, por lo menos, dos grandes mentiras en ese enunciado. Rowan era un ser arisco y ermitaño, acostumbrado a pasar largas horas en su oficina bajo la depresiva luz de los focos. Su contacto con las demás personas se limitaba a breves intercambios epistolares y al ocasional cruce de miradas casuales en los pasillos de la universidad. Corría el rumor que ni siquiera salía de su despacho para ir al baño y que con los años había suprimido esa necesidad básica por completo. Quizás a causa de su extraña forma de comportarse es que la comunidad lo consideraba una persona despreciable.

Por debajo de aquella primera oración se veía una foto en blanco y negro, algo distorsionada por el lente probablemente sucio de la cámara. Su rostro, siempre pálido ante la falta de luz solar, parecía casi transparentarse en el papel y dejaba entrever qué yacía debajo de aquella expresión vacua. La mirada llamaba particularmente la atención. Lejos de contener el brillo característico de los hombres en vida, los ojos parecían consumir todo a su alrededor como las feroces fauces de dos agujeros negros. Incluso cuando rondaba el mundo de los mortales, aquellas cuencas estaban despojadas de cualquier rasgo de humanidad. La boca era una delgada línea casi sin labios que a duras penas se distinguía del resto de las facciones. Estaba ligeramente curvada hacia abajo en un gesto de desagrado, como si la persona que sacó la foto hubiese interrumpido algo de suma importancia. Se llegó a decir en algún momento que su semblante recordaba a un conocido escritor de Providence, aunque la comparación quedó solo en habladurías.

La causa de la muerte estaba explicitada con simpleza: cirrosis hepática. La verdad, como suele suceder en la mayoría de los casos, quedaba reservada para el selecto grupo que realmente conocía al doctor. Era sencillo encontrar a alguno de sus allegados más íntimos en los bares que circundaban el predio de la Universidad de Hallarak. Si se les invitaba unas copas de ginebra o bourbon, la lengua bífida se les soltaba y las palabras tropezaban al salir presurosas de su boca. Lo cierto es que el Dr. Rowan Angus Clay Ryle había sido acosado durante años por una terrible maldición. Ningún médico había logrado hallar la cura a los inexplicables episodios de alucinaciones o los violentos espasmos estomacales que le hacían vomitar finos hilos de sangre entre la flema y la saliva. No era de extrañar que los empleados de la morgue optaran por una justificación menos extravagante.

En el último párrafo, el obituario hacía referencia al testamento y última voluntad del difunto. Las instrucciones eran claras y precisas. Se lo debía enterrar en el camposanto familiar, a dos metros y medio de la última tumba excavada y con la cabeza mirando hacia el Este. Sobre la tierra removida debían colocarse cinco piedras pulidas y un puñado de ceniza de arce. El nombre del destinatario para el testamento no figuraba en el recorte del diario por razones obvias. Solo se consignaba, en simples líneas, que el objeto más intrigante e inesperado que figuraba en la lista era un gran tomo encuadernado en cuero negro. Se pedía encarecidamente que el destinatario de aquella herencia se acercara cuanto antes a la secretaría de la universidad para efectuar la entrega de lo pactado.

En ningún sitio se había escrito una plegaria o deseado paz por el alma del occiso. Tal vez esto último no haya sido un error.

Para cuando terminó de leer, la figura ya había consumido el café, el whisky y tres cigarrillos cuyas colillas ahora decoraban el cenicero. Dejó el diario cerrado justo en medio de la mesa, sacó una tarjeta parecida a esas que los hombres de negocios entregan cuando conocen a alguien y la dejó junto al diario. El símbolo de la tarjeta se asemejaba al contorno de un trébol, pero las líneas no terminaban de definirse del todo. La figura se puso de pie y caminó con la misma parsimonia de antes hacia la salida. El mozo volvió a hacer una reverencia, pero no dijo nada más.

Una vez afuera, el encapuchado miró hacia el cielo. Las nubes eran grises y espesas y el petricor llegaba con el viento cada vez más intensamente. Encendió un nuevo cigarrillo y el humo escapó por el velo de sombras donde debía estar el rostro. Con el cigarro en la boca, tomó la pala que reposaba junto a la entrada y emprendió la lenta marcha hacia el predio universitario.

Gentileza:  

AUTOR: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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