San Rafael, Mendoza 27 de abril de 2024

La culpa no es del chancho – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Pablo se detuvo justo antes de llegar a mitad de cuadra. La vereda estaba completamente desierta a esa hora de la tarde. En la esquina, el semáforo daba paso a los autos que avanzaron arrastrando la parsimonia del sábado. Pablo miró hacia abajo y corroboró que sus cordones estuvieran atados. “Bien, eso un comienzo”. Miró hacia el tramo de vereda que le quedaba recorrer. Desde que se había mudado al barrio, había tropezado con las baldosas sueltas y rotas cada vez que había pasado por allí. Las primeras dos o tres veces lo atribuyó a descuidos o distracciones, pero para las siguientes no hubo excusa. Su torpeza innata le había valido la risa de los vecinos, transeúntes y autos que pasaban y lo veían trastabillar contra las irregularidades del suelo y caen de cara al piso. Siempre terminaba en caída. Siempre de cara. Su cuerpo mantenía una estricta prohibición de colocar las manos adelante para amortiguar el golpe. Por suerte, sus rodillas se encargaban de hacer todo el trabajo. Pablo se las frotó ante el recuerdo de las múltiples caídas y volvió a mirar hacia adelante.

“Esta vez no”, se dijo y avanzó con paso decidido.

Fue poco a poco poniendo un pie delante del otro. Para evitar miradas curiosas, solo echaba furtivas miradas hacia sus pies y luego volvía a concentrar la vista hacia adelante. Sentía que cualquier paso que no estuviera absolutamente calculado terminaría con una caída. En su caso, el viejo dicho no aplicaba. Un tropezón era indiscutidamente una caída. Al ver que casi atravesaba la parte rota, Pablo se permitió un instante de felicidad. Una pisada más y estaría caminando nuevamente por un suelo regular y sin trampas mortales que lo derribaran. Cuando apoyó el pie derecho, la expresión de su rostro cambió por completo. Había levantado la pierna para que la suela de su calzado no rozara las irregularidades en lo más mínimo. Sin embargo, cuando avanzó, su pie se meció en el aire un segundo y luego cayó con fuerza, buscando el apoyo de las baldosas quebradas. Pero allí no había nada. El corazón le dio un vuelco. Era como buscar a ciegas el próximo escalón de la escalera y darse cuenta que ya no habían más. Creyó que se caería, que se hazaña quedaría inconclusa.

Pero no fue así.

Sus pies lograron coordinar a último momento y su marcha continuó sin ningún percance. Miró hacia todos lados para comprobar si alguien había notado su vacilación, pero absolutamente nadie había reparado en su persona. ¡Era un éxito! ¡Qué triunfo! Pablo lanzó un largo suspiro y continuó con paso firme hacia su destino.

La hamburguesería quedaba a la vuelta de la esquina. Si bien faltaba mucho aún para la hora de la cena, allí era a donde se dirigía. El lugar se había vuelto tan popular que, mientras más se acercaba la hora de la cena, más difícil resultaba comprar la comida. Pablo, previsor ante todo, decidió sacrificar el calor de la hamburguesa recién salida de la plancha y comprar mucho antes de que la calle se atestara de gente. Esto era solo una parte del plan. La otra consistía en evitar los tumultos de personas para reducir de esta manera la cantidad de potenciales testigos frente a sus reiteradas torpezas. Cuando llegó a la intersección de calles, casi podía oler la carne cocinándose.

Por supuesto, aquello no había sido otra cosa que la alucinación olfativa de un ansioso perseguido por los fantasmas de sus desmañas. El sitio había comenzado a tomar pedidos hacía solo siete minutos. El ambiente, a diferencia de cómo sería dentro de unas horas, todavía estaba lo suficientemente fresco como para que el olor a comida llegara hasta la calle. Pablo sintió que se le hacía agua la boca. No solo esperaba ese momento con ansias debido a su predilección por la comida chatarra, sino también porque ese sería el día en que lograría ir y volver sin pasar ningún tipo de vergüenza. Se detuvo frente a la gran puerta doble de vidrio, miró hacia las planchas que hacían sisear la jugosa carne con su calor, inhaló profundamente para que el aroma le invadiera el cuerpo por completo y solo entonces se acercó hasta el mostrador.

La muchacha que lo atendió era joven, delgada y de piel cenicienta. A pesar de haber recién comenzado con la jornada laboral, sus ojos presentaban profundas marcas de cansancio y la comisura de su boca se doblaba ligeramente hacia abajo, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo por mantener la boca cerrada.

-Hola, bienvenido. ¿Qué va a pedir?

Sus palabras tenían la misma vitalidad y energía que una flor de plástico. Pablo le respondió sin mantenerle la mirada. Fijó los ojos en el menú plastificado e hizo un gesto pensativo a pesar de que ya sabía con certeza qué iba a pedir.

-Dame una número 15, por favor. A las papas agregale mayonesa de ajo, si puede ser.

-Bien, ok –fue todo lo que respondió la joven mientras arrastraba los pies hasta la sección del lugar que se encargaba de los pedidos. Ahora solo quedaba esperar.

Pablo se apartó y fue a sentarse a unas sillas de madera un poco destartaladas que había sobre la vereda, frente al local. Revisaba el celular cada tanto, más que nada en busca de memes o videos que le hicieran más corta la espera. Unos minutos después, comenzó a llegar la gente. La fila frente a la puerta del local se extendió a lo largo de casi una cuadra entera en brevísimo intervalo de tiempo. Pablo miraba a las personas que llegaban solas, en parejas, mirándose los pies o manipulando ansiosamente el celular. Se arrellanó en su silla y sonrió mientras consideraba lo inteligente que había sido en haber venido con tiempo. Estaba embelesado, regocijándose en su autopercibida genialidad, cuando sintió que alguien gritaba su nombre. Desde donde estaba, pudo ver a la muchacha de los ojos cansados levantando una bolsa de papel madera que contenía su pedido. Pablo se paró de un salto – ¡Él! ¡Increíble! – y se dirigió, sonriente, a buscar lo que le correspondía.

La joven mantuvo el brazo extendido hasta que Pablo tomó el paquete. La secuencia inmediata se sucedió de forma sorprendentemente rápida. Cuando se giró para retirarse, Pablo pateó un cono de plástico colocado para separar la fila de quienes estaban haciendo pedidos y aquellos que los estaban retirando. Alguien intentó alcanzar el cono antes de que este callera, pero al inclinarse empujó a otra persona que justo le extendía una mano con billetes al hombre encargado de cobrar. Este último, desconcertado por el empujón repentino de esa mano extendida, trastabilló hacia atrás y, en un afán de evitar caerse al suelo, se apoyó sobre unas de las enormes planchas calientes. Su grito desgarrador invadió el lugar. Uno de los encargados de la cocina, distraído por el alarido, no se percató de que una salpicadura de aceite proveniente de una rodaja de carne recién colocada había entrado en contacto con el fuego. El estallido fue como el chispazo de un fusil. La llama inmediatamente trepó por la manga del cocinero y se extendió rápidamente por la tela manchada de jornadas anteriores. Convertido en una antorcha humana, salió corriendo hacia las puertas del local, lanzando humo y pequeñas lenguas de fuego a su paso. Todo se tornó un caos con olor a carne chamuscada. La clientela se alejó corriendo para darle paso al cocinero incendiado, el cual finalmente fue arrojado al piso y apagado con camperas y buzos. Hubo gritos, corridas, golpes y finalmente, como una nota final de aquella sucesión de eventos desafortunados, las sirenas. Todo aquello en tan solo un minuto y cuarenta y nueve segundos.

Pablo había quedado en el suelo, atropellado por la horda que se había abierto paso desde la entrada del local. Se incorporó un poco y vio que el contenido de su bolsa yacía desparramado por la vereda cubierta de mugre, tierra y caca de paloma. Se levantó hasta quedar arrodillado y lanzó un largo suspiro mientras mantenía la vista clavada en su hamburguesa estropeada. Cuando levantó la cabeza, pudo ver que un móvil del canal local de noticias había estacionado en la esquina y ahora una mujer, acompañada por un camarógrafo, corrían hacia donde estaba él. Pablo vio los zapatos de la periodista detenerse junto a él sin siquiera levantar la cabeza.

-Hagámosle la nota a él. Enfocame todo el lugar y hacé un primer plano a lo que queda de esa hamburguesa incomible.

Pablo sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y el punto rojo de la cámara se volvió tan borroso como la realidad.

Gentileza:

AUTOR: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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