A mis hermanos, fieles creyentes y grandes soñadores.
Taro y Gior apuntaron sus linternas hacia el profundo agujero de desagüe. La luz de las herramientas solo alcanzaba a iluminar parcialmente unos pocos metros, pero más allá de eso solo había oscuridad. Detrás de ellos, en la distancia, les llegaba el leve sonido de unos pocos autos que transitaban la autopista. Estaban lo suficientemente lejos del centro de la ciudad como para no ser molestados por la policía, pero lo suficientemente cerca para pedir auxilio en caso de una emergencia.
Solo que ellos nunca sufrían una emergencia y nunca pedían ayuda.
Cruzaron miradas durante un segundo y volvieron a dirigir la vista hacia la oscuridad infinita que se abría a sus pies.
-Bueno, solo queda bajar –dijo Taro terminando la frase con un suspiro. Cada uno se aseguró su respectiva mochila a los hombros y comenzaron lentamente el descenso hacia las profundidades. Las escaleras estaban oxidadas y cada paso podía ser recibido por la firmeza del hierro como ceder hacia las sombras. No hablaron durante todo el descenso, limitándose a concentrarse solamente en apoyar firmemente las manos y los pies. A medio camino, el olor ya se había vuelto insoportable. Cuando llegaron al final, ambos tenían la cara arrugada en una mueca de profundo asco.
-¡Qué olor a mierda! –Gior se tapaba la nariz y la boca con la manga gastada del buzo.
-¿Olor a mierda? ¿En un sistema de cloacas? No, no puede ser. –Las palabras de Taro estaban cargadas de sarcasmo. Era una obviedad, después de todo. ¿A qué se suponía que debía oler ese lugar? ¿A chicle o caramelo? Habían elegido esa ruta de acceso porque no había ninguna otra. Si querían cumplir su objetivo, solo quedaba seguir avanzando.
Anduvieron en fila india, pegados a la pared húmeda para evitar que sus zapatillas tocaran el agua residual. Cada tantos metros, Gior ese detenía y se doblaba sobre sí mismo ante las arcadas que le causaba el olor. Sin embargo, no vomitó ni una sola vez. Taro parecía haberse acostumbrado a la pestilencia. ¿Cómo era posible que no le afectara? Parecía como si hubiera tomado aire en la entrada y hubiese estado aguantando la respiración desde entonces. A veces arrugaba un poco la nariz y se la tapaba con la manga del buzo, posiblemente para combatir de aquella forma el hedor. Cuando parecía que ya iban a fusionarse con las porquerías líquidas que viajaban a sus pies, llegaron a una bifurcación.
-Es por acá. –Taro había apuntado su linterna al camino de la derecha y comenzó a avanzar con la certeza de quien viaja por una ciudad conocida.
-¿Estás seguro, no? Mirá que no quiero desmayarme por la falta de oxígeno y que encuentren mi cuerpo rodeado de caca ajena. –Gior se detuvo en la bifurcación y examinó el túnel con la luz de su propia linterna.
-Segurísimo. Me acuerdo que revisando el plano le hice una flecha grande con tiza para acordarme que teníamos que girar por la derecha. Es por acá, totalmente.
-Qué locura que hayas podido conseguir el plano original del edificio. ¿Lo pediste en la Municipalidad y te lo dieron así nomás? ¿Sin preguntar ni nada? –Taro sentía que el aire estaba menos viciado allí. Parecía como si alguien hubiese abierto una enorme ventana y la podredumbre se hubiese escabullido por ahí.
-No tan como si nada –Taro hablaba ahora con más claridad. La manga ya no le tapaba la nariz. –Pero bueno, ser parte del Consejo tiene sus beneficios también. –La frase terminó con una risa que se propagó con el eco. Taro había llegado a su puesto de Concejal a la temprana edad de veintiún años. Su llegaba había estado envuelta en chismes y maquinaciones sobre posibles coimas y falsificaciones, pero nada había sido probado. De hecho, resultó ser un político mucho más competente que muchos otros con años de trayectoria. Sin embargo, nadie del Consejo sabía sobre las incursiones aventureras a explorar los sitios abandonados de la ciudad que habían sido vedados al público. ¿Era aquello corrupción? Seguramente los medios lograrían hallar la forma de hacerlo pasar como tal.
La caminata subterránea continuó por otra media hora y varias decenas de metros. Gior, un tato más rezagado, miraba atentamente hacia adelante intentando no perderle el rastro a su guía. De tanto en tanto, su mente divagaba e imaginaba que los interceptaba alguna criatura sobrenatural y ellos debían elegir entre huir o combatirla. Inmediatamente se obligaba a volver a la realidad. Iban a explorar una antigua fábrica metalúrgica con la esperanza de encontrar algo de valor que haya sido dejado atrás o algún suvenir inesperado. Aquella era la tercera incursión de exploración urbana que realizaban juntos y en cada una habían vuelto con épicas historias y un tesoro que ahora decoraba sus respectivos hogares. Era una suerte que Taro tuviera tanto sentido de la orientación y, sobre todo, una red tan amplia de contactos.
-¿Decís que estamos cerca? Desde la entrada no parecía demasiado lejos. –Gior comenzaba a sentir el cansancio en las rodillas y los gemelos por el esfuerzo de no resbalar en el suelo húmedo y sucio.
-No falta casi nada. Si mal no recuerdo, deberíamos salir en el próximo cruce. –Taro no se había girado para hablar, pero su voz sonaba fuerte y clara. Era como si estuviese más acostumbrado a ese entorno que al de las oficinas y los despachos.
-Menos mal –dijo Gior lanzando un suspiro de alivio –y menos mal que te ubicás por acá.
-Sí, menos mal. –La respuesta de Taro llegó casi apagada, como si hubiese sido dicha entre dientes.
En la segunda bifurcación, el suelo caía en una pendiente pronunciada y se perdía en una profunda oscuridad. Taro y Gior llegaron hasta allí y apuntaron sus linternas. Desde aquel agujero les llegaba un aire cálido y pegajoso. ¿Una sala de máquinas? Imposible, nadie en su sano juicio construiría una caldera o cualquier cosa capaz de explotar bajo tierra. Simplemente no tenía sentido.
-¿Qué carajo hay ahí? –Gior se asomó intentando que la luz de su linterna revelara algo más de aquel misterio. La luz llegaba hasta una parte pulida de la pendiente y no permitía ver nada más.
-Habrá que averiguarlo.
Casi no sintió el empujón de Taro. Fue sutil, preciso, como si aquel movimiento fuera la culminación de una sucesión de otros pequeños movimientos menos importantes. Aquel era el gran final de una figura sin sentido. Gior cayó por la pendiente y se deslizó al igual que por un tobogán. Frente al vértigo, sujetaba la linterna en alto y con la otra mano hacía fuerza contra el piso intentando frenar de alguna manera su descenso. Giró un par de veces dentro del túnel de piedra y cayó con un golpe seco contra algo blando. A pesar de la sutileza del aterrizaje, le costó unos momentos recobrar completamente los sentidos. Cuando finalmente se incorporó, creyó que había muerto. Por unos instantes consideró que el paisaje que se presentaba a su alrededor era algún círculo del infierno. Su alma había sido despojada de su cuerpo terrenal en la caída y ahora vagaba por un tártaro moderno.
Pero estaba vivo. Su carne, huesos y órganos todavía formaban el recipiente tangible de su espíritu.
Una inmensa ciudad subterránea se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Era similar a cualquier otra, con la excepción de haber sido excavada bajo la corteza terrestre. Los edificios, similares a casas, pero de forma redondeada y con solo dos aberturas sin vidrios, se mezclaban con otros de mayor tamaño e igual arquitectura. Aquella urbe oculta para los humanos que caminaban sobre la superficie parecía ser más antigua que las excavaciones arqueológicas de Roma, Grecia o Egipto. No había viento ni corrientes de aire. Sin embargo, era posible respirar. El ambiente estaba viciado, lo suficientemente caliente como para querer despojarse de cualquier vestimenta. Para Gior era casi intolerable estar allí vestido con la ropa de abrigo que llevaba puesta. Una especie de sol moribundo de color rojizo alojado en el falso cielo de aquel mundo subterráneo iluminaba todo con un tinte escarlata. A Gior le vino a la mente la idea de una enorme incubadora. Estaba por avanzar, llamado por el brillo espectral de aquel orbe rojo, cuando sintió que algo caía a sus espaldas. Se giró mientras seguía aferrando firmemente la linterna inservible con la mano.
-Perdón, era la única manera. –Taro tenía problemas para formar las palabras. Su lengua salía y volvía a meterse dentro de su boca produciendo un siseo.
De repente su aspecto cambió. Su piel se desajustó y perdió la tersidad de la juventud hasta que quedó completamente desprendida de su cuerpo. Bajo aquel traje de carne humana, el cuerpo escamoso de una criatura humanoide tomó completa forma. Sus ojos amarillos asemejaban los de un cocodrilo. Su mandíbula, ligeramente alargada, dejaba al descubierto filosos colmillos que empujaban la carne escamosa de la boca. Sus dedos se unieron entre sí con un pliegue membranoso y cada uno quedó coronado por una oscura y alargada garra.
Gior miró la metamorfosis en completo estupor. No pudo gritar, el aire había huido de sus pulmones y se había perdido en el calor de aquella ciudad-cueva. Fue entonces que escuchó un siseo a sus espaldas y se giró automáticamente en un solo movimiento. Cientos de criaturas iguales a la anterior se movían y refregaban entre sí en una especie de danza macabra.
-Lo siento –dijo Taro con su tono de humanoide viperino. -Ya no hay vuelta atrás.
Gentileza
AUTOR: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete
EMAIL: rvagnani.lucio@gmail.com
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