San Rafael, Mendoza viernes 26 de abril de 2024

Paradoja – Por:. Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Víctor se despertó de golpe por el estruendo. Había estado soñando que estaba en una guerra y un cañonazo enemigo destruía la fortificación que a él le había tocado defender. El velo del mundo onírico se rasgó y dio paso a la cruda realidad. El ruido no había sido provocado por una bala de cañón, sino por la caída de una olla. A juzgar por la intensidad, debía haber sido la que su madre usaba para preparar fideos los domingos. Víctor sabía lo que vendría después. Los insultos llegaron rápidos y dañinos como siempre. Algunos se perdían en un grito gutural, otros iban in crescendo hasta alcanzar su verdadera forma. De nada servía cubrirse los oídos con las manos o taparse la cabeza con la almohada. La marea de rabia y odio siempre lo terminaba alcanzando.

Desde la cocina le llegaba un delicado aroma a tostadas y café recién preparado. Se cambió en silencio, despacio, como queriendo estirar aquel instante lo más posible. Antes de salir del cuarto, abrió la puerta del armario donde guardaba el calzado. De rodillas, revisó en el fondo hasta que encontró la caja de cartón verde con rayas anaranjadas que estaba buscado. Palpó la tapa unos segundos y se contuvo de abrirla en ese momento. Todavía no está lista. Dejó todo en su lugar y salió de la habitación.

Abajo, en la cocina, la conmoción había cesado y ahora la tensión competía con el olor a café para ver quién ocupaba más espacio. Su madre lo vio llegar y le sonrió mientras le servía el café en una taza hasta la mitad. El moretón en el ojo casi había desaparecido del todo, pero el corte en el labio se veía aún fresco y doloroso. Víctor contrajo ligeramente los puños cuando lo notó.

-¿Te vas a sentar o no, pendejo? Dale, apurate.

La voz de su abuelo le hizo arder el estómago de rabia. Se giró despacio y lo vio ahí, en el lugar de siempre. Estaba sentado de costado, con un codo apoyado sobre la mesa y las manos sujetando un diario a la altura del mentón. Tenía una barba de tres días y la camisa arrugada. Su cabeza, casi completamente calva, todavía se resistía a perder los últimos cabellos grises. Sin embargo, los músculos tensos de los antebrazos indicaban que todavía seguía siendo fuerte para sus casi sesenta y cinco años. Víctor lo sabía y esa era una de las razones por las cuales nunca lo había enfrentado. Por años había permitido que aquel viejo golpeara a su madre con cualquier excusa. Que si la comida estaba fría, que si estaba muy caliente, que si se demoraba, que si lo hacía todo demasiado rápido, que si su ropa estaba sin planchar, que si estaba toda lavada y no tenía qué ponerse. Cualquier pretexto servía de ticket para un bofetón, empujón, insulto o amenaza. Pero Víctor tenía algo que él no, y lo sabía. Víctor era un muchacho inteligente. Muy inteligente.

Desde que murió su padre, su madre se encargó de recordarle todos los días que él era un joven destinado a grandes cosas. “Dios te ha dotado con una gran mente, mi amor. Algún día vas a poder usarla para irte de acá”. Aquella frase se había vuelto casi un mantra. Pero Víctor no se quería ir de ahí. No dejaría a su madre sola con ese monstruo. Si alguien tenía que irse, era su abuelo. ¿Matarlo? Imposible, lo descubrirían tarde o temprano. ¿Huir los dos?, tampoco. El viejo mantenía una estricta vigilancia sobre su hija y su nieto y guardaba las llaves de la casa y la camioneta en una caja dentro de la mesa de luz. Todo parecía que el infierno estaba allí para quedarse.

-¿Querés una o dos tostadas, vida? –la voz de su madre era casi un susurro.

-Una sola, ma. Gracias.

-Así no vas a crecer nunca, pendejo. “Una sola, ma” ¿Qué mariconeada es eso? Uno tiene que comer bien, sobre todo el desayuno –el viejo lo miraba con desprecio. Víctor le esquivó aquellos ojos incendiados y se concentró en la taza de café.

-¿Vas a querer más, papá?

Cuando su madre se giró para mover la jarra de vidrio, trastabilló y salpicó un poco sobre el mantel.

-¡Tené cuidado, pelotuda! ¡No ves que sos imbécil!

Víctor pegó un salto para atrás e hizo caer la silla. Tensó los puños, más para resistir un embate que para propiciarlo.

-Perdón, perdón, perdón –su madre sollozaba y el fino hilo de su voz era casi imperceptible.

-Ahora vas a límpialo todo con la lengua. ¡Todo, eh! –y mientras decía esto, el viejo dejó caer todo el café de la taza sobre la mesa, haciendo que se formara un enorme charco marrón.

Víctor no pudo más. Salió corriendo, subió las escaleras, entró a su cuarto y se fue derecho hasta el armario. Ya no puede esperar más. Sacó la caja de cartón verde con rayas anaranjadas y la destapó. El casco todavía no estaba terminado del todo, pero serviría. Aunque tan solo fuera un viaje de ida, tenía que intentarlo. Se lo colocó y apartó la cama, la mesa de luz y el pequeño tocador de madera. Necesitaba espacio. La última prueba había chamuscado el pasto a su alrededor y no quería que la casa entera ardiera. De abajo todavía llegaban los gritos y el llanto. Una nueva ola de angustia se dispersó por todo su cuerpo. “No puede ser peor que esto”, pensó y activó el dispositivo.

No sucedió como en las películas. No vio un túnel de luces y sonidos distorsionados mientras el espacio-tiempo se retorcía sobre sí mismo. No hubo estruendos, explosiones ni violentas sacudidas que le arrancaran la ropa. Simplemente un parpadeo, un fuerte ¡ZUM! y todo había cambiado. Las paredes de su cuarto habían desaparecido y ahora se encontraba en un gran espacio verde. La mañana había dado lugar a la noche y solo se escuchaba el sonido de un grillo distante. Primavera de 1953. Funcionó.

Víctor no tuvo tiempo para regodearse con su triunfo (ni para pensar cómo haría para volver). Escuchó que se acercaba un auto y se escondió detrás de un árbol caído al costado del camino. “Tiene que ser él”, pensó. Esperó unos segundos y vio las grandes luces delanteras girar por la esquina del camino de tierra. ¿Lo iba a hacer? ¿Tendría el valor necesario para cambiar el curso de la historia? El plan era simple: esperaría hasta que el auto se detuviera al final del camino, se acercaría hasta el asiento del conductor y le rompería la cabeza con una piedra. En un primer momento pensó en llevar una pistola o un cuchillo, pero no quería sumar más variables a un ya complejo viaje en el tiempo. La siguiente sucesión de eventos pasó tal cual se la habían contado su madre aquella tarde apacible algunos años atrás. El auto se detuvo y apagó el motor. La ventanilla del conductor estaba baja, permitiendo que entrara el aire primaveral y que salieran las risitas y el humo de cigarrillo. Víctor no podía creer que aquel ser horrendo tuviera la capacidad física de reírse. Incluso había llegado a creer que le habían extirpado quirúrgicamente el sentido del humor mucho tiempo atrás. Víctor se acercó despacio, en cuclillas hasta la parte de atrás del auto. No llegaba a distinguir lo que las voces decían, pero por las carcajadas debía de ser algo hilarante. Agarró una piedra lo suficientemente grande como para que el golpe fuera mortal y se deslizó por el costado del auto. “Perdón, abuela”, pensó y se puso de pie al mismo tiempo que su brazo se transformaba en un martillo de piedra que cayó con fuerza sobre la cabeza de su joven abuelo.

¡Crack! ¡Pssssss!

Huesos y sangre saltaron sobre el volante, el parabrisas y el techo del auto. El canto del grillo se transformó en el alarido de terror de la mujer. Lo que siguió sucedió tan rápido que fue casi imperceptible. Víctor comenzó a parpadear como si se tratara de un foco a punto de quemarse. Desaparecía y volvía a aparecer al final del camino. Desaparecía nuevamente y aparecía detrás del árbol caído. Desde ahí su figura titilante surgía al costado del auto, en el camino de tierra o con la piedra en alto antes de dar el golpe. El lugar se convertía en un reguero de sangre y en un valle plácido en cada parpadeo. La mujer reía, gritaba, reía, reía, gritaba, reía y gritaba. Las luces giraban por la curva y desaparecían, seguidas nuevamente por las mismas luces que volvían a aparecer en la misma curva.

-Hyralx, tenés que venir a ver esto.

El plutoniano se acercó, haciendo sonar sus seis patas insectoides contra el piso del laboratorio.

-Parece que el sujeto 261 también falló la prueba –dijo mientras anotaba datos en una planilla holográfica. Sus mandíbulas retráctiles cloquearon en un signo de desaprobación.

-Todavía nos quedan seis sujetos de prueba. Ajustemos las variables y volvamos a intentarlo. –Su compañero comprobaba las anotaciones en la pantalla flotante que hacía brillar el panel de sus ojos con colores azul y verde.

-Muy bien. Reiniciemos el simulador de paradojas, insertemos las nuevas variables y traigamos un nuevo sujeto de pruebas. Probemos con la infante femenina esta vez.

Limpiaron el laboratorio con sus garras, movieron perillas y reiniciaron los contadores. Dentro de la pequeña pecera de vidrio, una niña lloraba ante los gritos de un viejo golpeador.

 

GENTILEZA: 

AUTOR: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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