El abuelo era el único de la familia al que le gustaba salir de pesca. Recuerdo que se iba durante días enteros, incluso fines de semana completos, y regresaba a casa sucio, oloroso y con las botas llenas de inmundo barro espeso. Si había tenido suerte, esa noche comíamos el fruto de sus horas en el mar. Pero las veces que volvía con las manos vacías -estas eran las más- cenábamos pasta que mi abuela había tenido que preparar con apuro, mientras le recriminaba a su esposo su largo ausentismo. Aquella noche, el abuelo había vuelto triunfal. Pero no cenamos pescado.
Bajo la axila de su camisa sudada, una figura alargada y envuelta en papel de diario se balanceaba con cada paso. El olor a sal mezclado con la humedad y el barro hacían casi imposible el permanecer en la cocina. Yo miraba a mi abuelo con ojos dubitativos, temerosos. Su voz, exultante de felicidad, sonó con fuerza.05
-¡Ven aquí, muchacho! Quiero que veas algo. -Me acerqué hacia la mesa, donde habían dejado aquella cosa envuelta en diario. Entonces, mi abuelo reveló su gran premio. Un pez enorme, monstruoso, con dientes en punta y afilados como espinas de alpataco me miraba con uno de sus ojos vidriosos y muertos.
-¿Qué es esta…. cosa, abuelo? –Dije conteniendo el vómito que subía por mi esófago.
-Es un Brocatón, muchacho. El espécimen más grande que jamás he atrapado. Solo puede pescarse mar adentro, pasando la Garganta de Caribdis, cuando la luna está tres cuartos llena y al sur se distingue, rojo como un fósforo encendido, el planeta Marte.
Su voz fue desapareciendo conforme mi mente se perdía en la pupila oscura de aquel ser repugnante. Allí habitaban las más oscuras pesadillas, los monstruos que viven bajo la cama, el miedo a la oscuridad. ¿Cómo sabía todo eso? La respuesta a esa pregunta se perdía en el mismo abismo infinito. Pero eran certezas, de eso no había duda alguna. De pronto, la voz del abuelo se encendió nuevamente, como de golpe.
-… pero eso es una leyenda que cuentan los viejos pescadores nomás. No hay nada que temer muchacho.
-¿Qué? Temer qué cos…
-Lo que te venía diciendo, nene. ¿En dónde tenés la cabeza? –Hablaba y sacudía el Brocatón de acá para allá en una amnesia eufórica momentánea. –Que, si al pez este no se lo limpia bien… Bah, ¡un disparate!
Y el asunto quedó zanjado.
Aquella noche no hubo pescado, ni pasta, ni nada parecido. La mesa estuvo colmada de deliciosos manjares que vaya a saber Dios de dónde habían salido, pues nunca los había visto antes en esa casa. Los tres comimos como si no hubiera un mañana, pero solo el abuelo y la abuela bebieron de la añeja botella que reposaba en el armario. “Para una ocasión especial”, decía el pequeño cartel que colgada del cuello de vidrio alargado. Parece que aquella ocasión cumplía con creces los requisitos, porque entre los dos terminaron todo el licor en mucho antes del postre. Luego llegaron las risas, los chistes y las demostraciones públicas de afecto que terminaron por revolverme el estómago. Usé como excusa un cansancio inexistente y me fui a mi cuarto. Antes de subir las escaleras, eché una última mirada al Brocatón que reposaba en la mesada de la cocina. Su ojo se había inyectado de sangre acuosa.
Por supuesto, dormir me resultó imposible. Desde abajo me llegaba el ajetreo y la música de una guitarra desafinada que destrozaba el aire de la noche con sus cuerdas gastadas. Todo aquello solo alimentaba el fuego cerebral que la mente enciende para evitar el descanso. Todavía no podía quitarme el olor a sal y barro que parecía haberse alojado para siempre en mi nariz. Cada respiro era como si aquel inmundo ser estuviera metido entre las sábanas. Decidí recurrir a una vieja técnica que usaba cuando era un niño. Empecé a contar para atrás desde cien y a imaginar números gigantes que desaparecían a medida que yo los nombraba. Cerca del cuarenta, todo fue sombras.
Soñé con enormes plantaciones de azúcar y trabajadores negros. También con la luna, un pez globo y una nube de polvos que no provenían del cielo. Todo en una seguidilla de imágenes como si se tratara de una vieja película con pocos fotogramas. Desperté de un salto. Tenía sed por todo lo comido en la cena y un gusto asqueroso en la boca por haber olvidado cepillarme los dientes. Abajo todo estaba en silencio. Intenté volver a dormirme para ver si conseguía esquivar la necesidad de ir a tomar agua, pero fue un intento en vano. Resignado, corrí el cobertor y me levanté. Tuve que bajar hasta la cocina y sabía que eso significaba ver nuevamente aquella asquerosidad babeante que me miraría hasta contemplar mi alma. Suspiré hondamente y prendí la luz. ¡Qué alegría! Alguien (seguramente la abuela, porque el abuelo estaría ya borracho durmiendo en la cama) había quitado al pescado de la mesada. No perdí tiempo en buscar dónde lo habían puesto. Simplemente evité la heladera, llené un vaso con agua de la canilla y lo apuré de tres tragos. Labor cumplida.
Cuando volvía al cuarto, venía pensando en la suerte de no haber tenido pesadillas con todo ese cuadro. “Creo que mi mente es más fuerte de lo que pensaba”, reflexioné abriendo la puerta del dormitorio. Levanté el cobertor junto con la sábana y me metí de nuevo en ese refugio eterno que es la cama. Al momento de estirar mis pies y rocé algo. “Es imposible”, pensé. “Se debe haber puesto frío y a mí me parece mojado”, pero o quería correr las sábanas. No, sabía lo que estaba allí. Lo sabía al igual que supe en ese momento que aquel ojo oscuro presagiaba horrores. Retraje los pies rápidamente, aunque no fue suficiente. Tenía que verlo. Tenía que comprobarlo con mis propios ojos. Agarré fuertemente el cobertor y pegué un tirón.
Todo estaba seco y frío.
Suspiré, me reí nervioso y me dejé caer nuevamente sobre la almohada. “¡Qué tarado!” pensé mientras me dejaba arrastrar por el sueño del alivio. A punto estaba de cerrar completamente los ojos, cuando lo vi. Estaba ahí, en el suelo, golpeteando con su cola escamosa y avanzando hasta la cama. El terror me congeló en el lugar y no pude ni siquiera cubrirme con la manta. Solo podía mirar fijamente ese ojo de pupila infinitamente negra y rayos de sangre que llenaban el resto.
-Dev…vuel…ve…me. Devuel…ve…me.
Pero el Borcatón no me hablaba. La voz venía desde adentro de mi cabeza.
Gentileza:
AUTOR: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete
EMAIL: ravagnani.lucio@gmail.com
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