San Rafael, Mendoza 22 de diciembre de 2024

Reemplazo – Por:. Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

-A esta la rajamos nosotros, sabelo. -Lo dijo mientras masticaba chicle con la boca abierta y miraba a los demás para saber si alguien iba a oponerse. Vestido de chomba blanca, pantalón gris y zapatos cubiertos de tierra, era igual a los otros cientos de estudiantes que tan solo unos minutos atrás habían salido del colegio en dirección a sus casas. Solo que él no había emprendido el regreso aún. Antes había juntado al resto del grupo, aquellos conocidos como “los del fondo”, para ir a la plaza de la vuelta a fumar cigarrillos armados y descargar la bronca. En su mano, transformada ahora en un puño apretado, aprisionaba una hoja de papel arrugada. El 1 grande y rojo se distinguía como si estuviera grabado a fuego.

-A mí me tiene harto la vieja forra. La semana pasada me dijo que tenía que rehacer el trabajo que ya le había entregado. Yo no lo pienso hacer. –El segundo había tomado la posta manteniendo la furia generalizada. Su cara, cubierta de rojo acné adolescente, se compungía con cada palabra. Parecía como si el mero acto de intentar hablar consumiera toda su energía. Este no mascaba nada, pero algún movimiento involuntario de sus músculos faciales había conseguido imitar la conducta de su compañero y movía la boca de igual manera.

-Muchachos, esto es muy fácil. –El tercero juntaba las peores características de los otros dos. –Tenemos que hacer lo mismo que con la de Matemáticas el año pasado. ¿Se acuerdan que la cambiaron por una suplente con la que no hacíamos nada? Listo, ya fue.

El resto asintió con la cabeza y pronunció monosílabos apenas relacionados con palabras existentes. Entre los murmullos, risotadas y escupitajos, alguien desafió aquel punto final implícito.

-¿Y si hacemos lo que nos pide y listo? –Un enjambre de ojos bien abiertos se posó sobre el hereje. -Digo, por ahí es más fácil sacarse la materia de encima y listo. -Supo que hablar había sido un error, pero era tarde. Lo hecho, hecho está.

El primero le dio una larga pitada al cigarrillo y tiró la colilla al piso mientras largaba el humo. Luego hizo una pelota con el examen desaprobado e imitó un lanzamiento de básquet con el tacho de basura. La bola de papel cayó muy lejos del cesto, pero nadie se movió para recogerla. El lanzador se paró, fue hasta el hereje y le dirigió una sonrisa. Inmediatamente después, un puñetazo justo en la boca del estómago dio por concluidas las negociaciones.

-Siempre cagonéando vos, ¿no? Gordo petero. –El insulto fue correspondido por una andanada de risas guturales. –Cuando quiera consejos de cómo ser un cagón, te los pido. –Miró al resto del grupo y esperó para ver si alguien se acercaba a levantar al caído. Cuando estuvo seguro de que nadie iba a moverse, empezó a caminar. –Vámonos.

El hereje quedó tirado en el suelo, pero el aire no llegaba.

El viernes siguiente todo estaba dispuesto como lo habían planeado. Uno de ellos había llegado más temprano para cambiar todos los bancos de lugar, haciendo que miraran de espaldas al pizarrón. Otro, con pobres dotes artísticos que compensaba con una encorsetada frustración, había dibujado con tinta indeleble sobre la pizarra y escondido el borrador sobre una de las aspas del ventilador. El tercero se había reservado el golpe de gracia para el final. Ahora solo quedaba esperar a que la profesora llegara.

Era una mujer que llevabas sus cuarenta y tres años con elegancia y clase. Su ropa, siempre pulcra y adecuada (sweater blanco y falda larga de lana esa vez), acompañaba su carácter reservado. Era una profesional exigente, pero también se consideraba una mujer justa. Sabía comprender las individualidades de sus alumnos, así como también imponer respeto sin la necesidad de levantar la voz. El secreto estaba en su mirada. Cuando sus ojos se fijaban en uno, sentías la presión de un rayo cósmico emanando de sus pupilas contraídas. Ni el más desafiante de los estudiantes lograba mantener el cruce de miradas por más de unos segundos. Para la pequeña cofradía de desacatados, eso era un insulto personal. “¡¿Cómo me va a mirar de esa manera?! ¡Qué vieja de mierda!” Los comentarios por el estilo eran moneda corriente a esa altura del año.

La profesora entró al aula y, luego del saludo automático, se dio cuenta de lo que pasaba. Treinta y seis cabezas adolescentes miraban hacia la pared dándole la espalda y riendo por lo bajo. Nadie siquiera giró la cabeza para ver su reacción.

-Tienen dos minutos para acomodar los bancos como se debe, jóvenes –les dijo sin levantar demasiado la voz. Ni siquiera los alumnos destacables se animaron a moverse. El origen de su inacción radicaba en el miedo a una posible paliza por parte de los autores intelectuales de la provocación. Las risitas seguían.

-¿Así que no se piensan poner bien? Bueno, parece que va a haber sanción colectiva. Voy a dejar anotados los apellidos en la pizarra para que cuando venga el precep…

Ahí estaba la segunda parte del plan. Inmensos dibujos pornográficos de pobrísima calidad cubrían toda la superficie del vidrio. Al clásico garabato de penes de diferentes tamaños, se le sumaba todo un compendio de insultos, bajezas y crueldades dirigidos a ella. Nadie alcanzó a verlo, pero la docente tuvo que hacer un gran esfuerzo por contener las lágrimas de dolor y bronca. “No me lo merezco. No me lo merezco. No me lo merezco”. El mantra no lograba calmar la aflicción. Había recogido sus pertenencias para salir en busca de la directora, pero alguien le bloqueaba el camino. Frente a ella, la tercera parte del plan.

-¡Cuidado, profe! –Gritó el alumno a la vez que apretaba una botella llena de agua mezclada con tinta y colorante rojo. El sweater blanco nunca iba a recuperarse de aquel ataque. Entonces, algo se quebró dentro de la mujer. Algo que apenas se sostenía a base del último cultivo de paciencia y un enorme amor por la vocación. Pero incluso aquella atadura, aparentemente indestructible, terminó cediendo. Ya no quedaba nada, solo el vacío infinito de la esperanza perdida. Las lágrimas rompieron la represa de los párpados y la profesora escapó presurosa de aquella sala de torturas. La banda sonora fue el eco de unas risas siniestras y nasales que la persiguieron hasta el final del pasillo. El viernes había empezado temprano.

El lunes siguiente, de camino al colegio, alguien comentó que la profesora ya no trabajaba ahí. Es más, se decía que incluso se había ido del pueblo a causa de la humillación y la vergüenza que había pasado. Su reemplazo debía estar ya decidido y esperando en el aula. Alguien, seguramente alguno de los desacatados, lanzó un aullido de victoria.

Cuando el vil trío original llegó a la puerta, notaron que algo había cambiado. En lugar del enorme marco de madera de siempre, ahora había un gigantesco rectángulo de metal con una formidable pantalla del lado izquierdo. Lejos de detenerlos, aquello los incitó a averiguar a qué se debía tanta parafernalia tecnológica. El primero, aquel que había golpeado al hereje, intentó cruzar. Apenas puso un pie a la altura del rectángulo, una luz roja se activó en la pantalla. Cuando quiso dar el segundo paso, algo se lo impidió. Era como si una especie de campo de fuerza le prohibiera traspasar ese punto. Dio un paso hacia atrás, invitando al segundo y al tercero a intentarlo para ver si cambiaba el resultado. La situación fue la misma. Estaban por lanzarse a la fuerza contra la puerta, cuando la pantalla volvió a encenderse. En grandes letras verdes, se desplegaba un mensaje. “Situación analizada. ADN detectado, recogido y almacenado. Sujetos originales listos para ser desechados. Copias en proceso”. Con la mirada perdida y la boca semiabierta, los adolescentes notaron que, de una especie de armario alargado que hasta entonces no habían visto, salían tres copias exactas de ellos. Bueno, no exactas del todo. Los clones no presentaban acné, iban bien peinados, sus uniformes estaban limpios y bien colocados y sus rostros mostraban una radiante sonrisa benévola. Completamente desorientados por lo que acontecía, los originales intentaron nuevamente traspasar la barrera invisible. Esta vez la reacción fue otra. Del borde superior del marco salió una especie de largo tubo rodeado de anillos azules que chispeaban y silbaban con la estática de la electricidad. Antes de convertirse en pequeños montículos de ceniza, lograron captar un último mensaje en la pantalla.

“Erradicación autorizada”.

Gentileza:

AUTOR: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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