San Rafael, Mendoza jueves 16 de mayo de 2024

 Régimen alimenticio – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Rau escudriñó el catálogo con ojos ávidos. Sabía lo que buscaba, pero no había podido escapar al delicioso placer de revisar uno por uno los productos ofrecidos ese mes. Los vio todos y en todos los colores y tamaños. Desfilaron por la pantalla las afeitadoras con reconocimiento facial, el microondas con pantalla de televisión incluida, los odorífonos e incluso un nuevo modelo de lavarropas instantáneo en color gris topo. Revisó el catálogo entero solo por placer, por sentir ese deleite misterioso e incomprensible del consumo desmedido que ya era parte del pensamiento corriente de la gente común. Cuando lo hubo leído tres veces de lado a lado, regresó a la sección de electrodomésticos para la cocina y volvió a corroborar las prestaciones de su inminente compra.

La heladera era uno de los productos más novedosos de Hardcorp y prometía revolucionar el mercado. Por fuera parecía una de tantas otras heladeras como las que usualmente se veían en las casas y departamentos. Sin embargo, esta unidad contaba con un elemento extra y lo último en inteligencia artificial controlada. Si uno presionaba el pedal junto a la parte inferior de la puerta, una balanza rectangular y alargada surgía desde abajo y permitía al usuario controlar su peso. Si este era mayor al que se había registrado en el sistema, la puerta de la heladera, las alacenas y los cajones se sellaban herméticamente hasta que el usuario retomara el programa de ejercicios y quemara las calorías indicadas. De hecho, por un módico monto extra, la compañía enviaría también una bicicleta gravitacional para acelerar la rutina física. Rau miró hacia abajo y contempló durante unos segundos su vientre abultado. No alcanzaba a verse los pies. Volvió a enfocar los ojos en la pantalla holográfica y realizó la compra, pero descartando la bicicleta. Un cartel titilante de felicitaciones le informó que el paquete llegaría por drone en los próximos cinco minutos. Sonriendo, satisfecho con su decisión, suspiró y apagó el dispositivo.

Mientras esperaba, Rau pensó en las palabras de su jefe. No había sido un grito o siquiera un reto, sino más bien el reproche leve de un padre que se siente decepcionado de su hijo. La cuestión era muy sencilla: si él no volvía a su peso saludable, la empresa revocaría los beneficios de nivel 5 que le habían sido otorgados. Eso significaba no más viajes gratis en el tren magnético, no más cenas gratuitas en el Gran Hotel Ojos Sepia Terrus, no más estacionamiento preferencial y no más viajes interplanetarios con todos los gastos pagos. Volvería a ser un empleado de nivel 3 y tendría que regresar a su viejo puesto para, desde ahí, retomar su camino dentro de la compañía. Rau sacudió la cabeza. Un ligero escalofrío lo hizo estremecerse y su voluminoso vientre se movió como un enorme globo lleno de agua.

No, no podía permitírselo.

El portero automático emitió un ligero pitido, avisando así que había llegado el drone con el paquete. Rau oprimió el segundo botón de la izquierda y uno de los enormes ventanales se abrió para dar paso al mensajero. “Colocalo ahí, junto a la mesada”, le indicó con un movimiento de cabeza que la máquina captó sin problemas. La pequeña nave cambió de lugar los víveres y reemplazó todo lo que había en la vieja heladera y lo llevó a la nueva. Una vez hecho esto, el drone salió volando por la ventana con su zumbido característico. Rau fue hasta la heladera y una pantalla holográfica le dio un mensaje de bienvenida. La balanza se asomó y Rau se subió. “Comenzando escaneo biométrico. Por favor, no se mueva. Completado. Ingrese su peso ideal y su régimen a seguir. Completado. Vinculando el nuevo dispositivo con los demás espacios del hogar. Aguarde. Completado. Gracias por confiar en Hardcorp. Que tenga un buen día”. Todo estaba listo.

Al día siguiente, Rau fue hasta su nueva heladera e intentó abrir la puerta para sacar una caja de jugo de naranja con extra pulpa y la leche artificial. Dejaría todo listo en sus respectivos vasos y luego pondría el pan a tostar mientras se duchaba. Cuando sus dedos tocaron la manija, sonó una chicharra y la balanza asomó a sus pies. Rau se pesó y un cartel rojo le indicó que todos los gabinetes y sitios de la casa que contenían comida estaban cerrados. Todavía no alcanzaba su peso ideal. La sensación de frustración fue grande, pero entonces recordó por qué hacía esto y se calmó. Decidió bañarse y tomar algo rápido en la oficina. “Un paso a la vez”, se dijo a sí mismo antes de partir hacia el trabajo.

Para la segunda semana, la desesperación se había apoderado de él. Allí dentro de su nueva heladera le aguardaban sus delicias preferidas, pero su boca no podría saborearlas. Cada intento daba el mismo resultado: el gran cartel rojo centellando frente a su rostro sudoroso. Se recriminó a sí mismo por su falta de voluntad. Lo había intentado. ¡Oh, Gran Observador! Cómo lo había intentado. Pero aquella ciudad estaba plagada de lugares en donde hincar el diente. Solo en el camino desde su departamento hasta su trabajo podía contar once puestos de comida diferentes. Café Estelar, Chocolicioso, La Galaxia de lo Frito, Pizzamorra, Electropan, la Casa de Comidas Interplanetaria y la lista seguía y seguía casi tan extensa como su insaciable apetito. Sin embargo, ninguno de esos productos podía siquiera empezar a compararse con el tesoro que le aguardaba si pasaba la prueba de la balanza. Lo que no consumía en su casa era comprado en grandes cantidades cuando estaba en la calle. Su justificación era de lo más simple. ¿Qué podía hacer? ¿Dejar de ir a trabajar? Por supuesto que no.

Aquél último día decidió que era necesario tomar medidas extremas. Fue hasta el panel de la heladera e ingresó a la sección de “configuración”. El botón que buscaba era muy sencillo de encontrar. Sus bordes negros y su centro bordó llamaban la atención inmediatamente. Rau sintió cómo las enormes gotas de sudor espeso bajaban por el costado de su cabeza a medida que su rechoncho dedo índice se acercaba al botón. Apenas entró en contacto, comenzó a sonar una alarma. No era particularmente odiosa, pero sí lo suficientemente irritante como para querer cubrirse los oídos. Cuando cesó, Rau pudo escuchar cómo las trabas de la puerta y las ventanas quedaban cerradas. Ya no había más excusas.

Tardó menos de veinticuatro horas en arrepentirse de su decisión. Al día siguiente intentó por todos los medios llegar al exterior, pero el sistema que regía todo el departamento era infranqueable. Con cada tironeo del picaporte o golpe a las ventanas, el sistema de sonido lanzaba estruendosas publicidades sobre cuerdas para saltar, caminadoras eléctricas y bicicletas gravitacionales.

No lo soportaría. No, no, no. Tenía que hacer algo. Tenía que comer YA.

Con la vista borrosa por las gotas grasientas de transpiración que se le metían en los ojos, fue hasta la cocina. No podía enfrentar a su némesis del pesaje, eso era claro. Pero su mente, nublada por la ansiedad y la desesperación, guiaba sus pasos pesados y adoloridos. Llegó hasta el primer cajón casi dando tumbos, metió la mano y extrajo aquello que lo liberaría de tan pesada carga. Sostuvo en alto el mango como si se tratara de una antorcha olímpica o la mismísima llave del destino. Con el pulgar activó el imperceptible interruptor circular y una ancha hoja de plasma terminó de darle forma al cuchillo. Rau se dejó caer allí mismo, junto a la cajonera. Con el cuchillo zumbando en su mano derecha, miró su mano izquierda.

No, no, no.

Entonces bajó la vista hasta sus piernas. Sí, eso. Ese sería el camino a seguir. Sus piernas que asemejaban a enormes toneles de carne, grasa y tendones cubriendo los aquejados huesos. Con los ojos desorbitados y la boca abierta para poder respirar, comenzó a cortar. La piel siseó ante el calor del plasma y toda la cocina quedó envuelta en una nube de olor a carne asada. Rau empezó a salivar. Largos y espesos colgajos de baba caían al suelo mientras su mano que sostenía el cuchillo iba y venía separando su pierna del resto de su cuerpo. Estaba en trance, absorto, solo pudiendo contemplar detrás de sus ojos enrojecidos los manjares imperecederos que esperaban dentro de su nueva heladera. Cuando terminó, se tocó con la mano libre la herida cauterizada y se lamió los dedos esperando obtener una muestra tangible de aquel aroma delicioso. Arrastrándose, se colocó frente a la heladera y esperó que apareciera la balanza. Cuando emergió, colocó encima su pierna cortada y esperó. El escáner se demoró más de la cuenta, pero finalmente arrojó el mensaje esperado. “Prueba de pesaje superada. ¡Felicitaciones, Rau!”. Como pudo, se estiró desde el suelo para agarrar lo primero que rozara sus dedos. El premio elegido por el azar fue un tarro tamaño familiar de pepinillos gigantes en salmuera nanocondimentada. Antes de que la pierna mutilada terminara de enfriarse, Rau había acabado con todo el frasco.

Gentileza:

 Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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