La nieve había dejado de caer y ahora la noche se extendía serena y eterna sobre una ciudad podrida. Desde el refugio de sombras que me proveía el alumbrado destruido, aspiré la última bocanada y arrojé la colilla del cigarrillo al suelo. Nunca se me había dado bien eso de la ecología. Cuando era un hombre más lozano, sumido en ese ego enorme y perverso propio de la juventud, creía que viviría eternamente. Ahora, consumido por el tiempo, la bebida y una serie indefinida de malas decisiones, creo que la muerte está tan cerca que puedo olerla. De una forma u otra, la preservación del medio ambiente nunca había estado en mi itinerario. Ahora, con Julia arrancada de mi vida, me doy cuenta que ni siquiera tengo un motivo para plantearme algún futuro posible. Vivo el ahora y sobrevivo a mis propias acciones y sus consecuencias.
El edificio era una mansión de esas que les encantan a los tipos con la billetera abultada y el pene pequeño. El caserón era un monumento al complejo de inferioridad, al igual que el despliegue de vehículos de alta gama estacionado en frente. No había ninguna duda que el lugar estaba habitado por el Gran Jefe y su séquito de mequetrefes. La puerta delantera estaba protegida por una enorme reja de hierro negro, dos cámaras de seguridad y tres hombres fornidos que vestían trajes oscuros y llevaban la pistolera asomada bajo el saco. Intentar entrar por allí sería dirigirse de cabeza a una muerte segura. Tendría que rodear el edificio y buscar alguna puerta de servicio o salida de emergencia. Quizás, solo quizás, de esa manera podría ganar un poco más de tiempo antes de que me metieran un balazo en la cabeza.
La parte lateral estaba ligeramente menos vigilada. Había cámaras, desde luego, pero la guardia se reducía a dos hombres delgados que fumaban sentados sobre unas cajas de madera frente a una pequeña puerta. Me acerqué lo más que pude sin hacer ruido. La nevada había sido grande y los sonidos se apagaban contra el manto blanco que se había acumulado durante las horas. Detrás de una pequeña medianera, me dediqué a escuchar. Los dos hombres hablaban fuerte y no parecían preocupados por mantener una imagen profesional. “¡Qué frío de mierda! Podríamos estar fumando adentro si no fuera porque el jefe sigue paranoico”. Las oraciones se interrumpían entre caladas a los cigarrillos encendidos sobre los dedos enguantados. “Son solo unas horas más. Cuando llegue el helicóptero, entregan a la nena, ellos dejan la guita y todos nos vamos de festejo. Hay que esperar a que pase la noche, nomás”. Así que de eso se trataba todo. No era un simple secuestro porque no había ninguna intención de devolver a Amanda con su familia. La estaban vendiendo. Una sensación de asco me subió desde el estómago y sentí que iba a vomitar de la rabia. Me contuve y saqué una de las 9mm de su funda. Desde ahí el tiro sería sencillo, pero resonaría por todos lados como un trueno.
No quedaba otra, tenía que hacerlo.
Estaba por apretar el gatillo cuando uno de los guardias arrojó su colilla a la nieve y entró. “Tengo que mear”, le dijo a su compañero mientras empujaba la puerta y desaparecía dentro de la casa. Me acerqué despacio hasta quedar muy cerca del que había quedado fuera. Fue automático, algo alojado muy profundamente en la memoria muscular. Mis manos tomaron la nuca y el mentón y la torsión destrozó el hueso. Sencillo, cauteloso. Sin embargo, quedaba el problema de las cámaras. Taparlas sería una pérdida de tiempo. Tomaría el riesgo de que me hubieran visto y lidiaría con ese problema una vez dentro. Así que tomé el picaporte, lo giré y entré a la mansión.
Por dentro, el lugar era incluso más feo. La decoración era ostentosa y cada pieza colgada del techo o pared parecía resplandecer con un dorado narco. ¿Por qué el dinero sucio y el mal gusto van siempre de la mano?, pensé mientras recorría despacio el pasillo alfombrado con mi arma desenfundada. Debería haberle pedido a Muriel un silenciador. El pensamiento, tan obvio ahora, no se me había cruzado por la mente en ese entonces. Me había sentido poseído por una rabia desenfrenada. Me imaginé entrando como un berserker. Las armas al rojo vivo y dejando detrás de mí un reguero de cadáveres de tipos malos. ¿Me hacía eso un buen tipo a mí? Probablemente no. ¿Un idiota? Sí, con todas las letras. De todas maneras, la línea entre el “bien” y el “mal” se había vuelto muy difusa hace años. El tren del pensamiento descarriló de golpe cuando vi salir de uno de los cuartos al otro tipo que había estado fumando afuera. Sus ojos me encontraron y se desorbitaron por un instante antes de atinar a sacar su arma. Mis reflejos, aunque oxidados, fueron más rápidos y la primera bala lo alcanzó justo en el pecho. La segunda entró por la frente y lo terminó dejando tieso en el piso alfombrado. Inmediatamente después, todo el pandemonio del infierno se desató de golpe.
La alarma empezó a sonar y los gritos surgieron de todas direcciones. Salí corriendo hasta el final del pasillo y me encontré en un enorme living circular con unas escaleras dobles que subían a la planta alta justo del otro lado. Antes de poder dar otro paso, el sonido de un disparo rebotó contra las paredes y el proyectil silbó cerca de mi oído izquierdo para terminar impactando contra la pared. Me arrojé detrás de un enorme sillón negro y comencé a sentir el repiqueteo constante de las balas contra el cuero. La mayoría parecían venir del segundo piso, pero el respaldar era lo suficientemente alto como para darme apenas la protección necesaria. No obstante, a ese ritmo terminarían por reducir el sillón a un colador y yo correría la misma suerte si no hacía algo. Me asomé y pude comprender mejor la escena. Dos de ellos, también vestidos de traje, tenían ametralladoras que disparaban sin piedad sobre toda la sala. Otros dos, apostados sobre la escalera, disparaban sus revólveres contra el sillón, pero sin demasiada puntería. Podía percibir cómo volaban pedazos de pared y pintura a mis espaldas. Tres de ellos daban un rodeo para flanquearme por el costado y ahí es donde me enfoqué. Disparé tres veces, pero solo pude abatir a uno de los tipos malos. Los otros dos se pusieron a cubierto contra una pilastra y abrieron fuego desde allí. Eran muchos, pero parecía que el dinero de su patrón no había pagado buenas clases de tiro. La mayoría de sus disparos eran imprecisos y hacían más ruido que daño. Pensé en Julia y me asomé una vez más. ¡Bang! ¡Bang! Dos disparos, dos muertos. Uno de los que tenían las ametralladoras cayó por la baranda con el dedo aún en el gatillo y la ráfaga de disparos derribó la enorme lámpara de techo. El otro rodó por las escaleras con un chorro de sangre brotando de su garganta como una canilla abierta. Bajé la cabeza y de nuevo una ola de pequeños estallidos fue a parar contra el sillón que ya no aguantaría mucho más. Cuando sentí la pausa, me puse de pie y corrí. Saqué la otra 9mm de su funda y comencé a disparar a mi alrededor como si estuviera poseído. No pretendía dar en ningún blanco, solo generar el espacio necesario para cambiar de posición. Me aposté contra la esquina de un pasillo que se dirigía vaya Dios a saber dónde. Medio segundo después, una nueva balacera. Cambié los cargadores y aspiré profundamente. Todo el lugar olía a sangre, pólvora y yeso. Mi estómago se agitó de nuevo y tuve que reprimir otro vómito que se movía por mi garganta. Estás muy viejo para esto, pensé. Estás viejo, cansado, acabado. Una sombra apagada queriendo todavía ser un hombre. Vamos, date por vencido. Dejate llevar por la promesa de la muerte. Volvé a verlas. Volvé a ellas. Abrí los ojos, exhalé y apunté. Cinco disparos de mis armas dejaron como resultado tres muertos más. Quedaba uno y su potencia de fuego superaba con creces la mía. Entonces escuché que gritaba algo. Luego un click y dos golpes secos. Bajé la vista y vi la granada a mis pies. Esto no es un juego, no vas a poder arrojarla de vuelta. Reaccioné por simple impulso y la pateé hacia el otro extremo del pasillo. La explosión destruyó la pared y dejó un enorme agujero por el que entraba el frío del exterior. Parecía un ojo oscuro que miraba con su cuenca vacía mi cuerpo cansado y mi oído sangrante. Pero todavía tenía un oído bueno y este fue el que me ayudó a distinguir los pasos que bajaban a toda velocidad por la escalera. Salté y disparé sin pensarlo. El último tipo malo recibió los disparos desde el pecho hasta la pierna derecha en una constelación de sangre y plomo. Entonces todo fue silencio. Nada de alarmas, nada de estruendos. Silencio apenas interrumpido por el leve silbido del viento helado que entraba por el boquete de la granada.
Belonni hijo de tu puta madre. No te vas a ningún lado.
Subí corriendo las escaleras, apuntando todavía con las pistolas por si alguna sabandija había logrado sobrevivir a la escaramuza. El piso de arriba se dividía en varios pasillos con sus respectivas puertas, pero había uno que era indiscutidamente el correcto. Era el más feo, por supuesto. Ese adornado con estatuillas de musas desnudas y guerreros clásicos con sus armaduras apretadas y espadas en alto. Todo el pasillo tenía un tinte de sexualidad reprimida. No sentí compasión por el capo mafia y sus inseguridades. En mi mente, Amalia había dejado de tener su rostro para pasar a tener el de Julia. Dios, esto era más personal de lo que creía. La imagen se fijó en mi cabeza y sentí mi mano apretar la empuñadura del arma. Llegué hasta el final del pasillo y me detuve frente a la puerta de madera de doble hoja con picaportes dorados. Qué asco. Di un tirón y, por supuesto, estaba cerrada. Di dos patadas con fuerza, pero la puerta no cedió.
-¡Giancarlo! ¡Pederasta cobarde! –El grito me hizo picar la garganta irritada por el frío y el aire cargado de pólvora quemada. Del otro lado de la puerta no se oía absolutamente nada.
Levanté el arma y disparé dos veces contra los picaportes, pero no tuvo efecto. La rata estaba bien guardadita en su madriguera. Parece que necesito un poco más de empuje, pensé mientras dejaba caer el sobretodo y me descruzaba la escopeta que llevaba colgada a la espalda. Me alejé unos pasos, apunté y disparé contra la puerta.
BOOM. BOOM.
Las hojas se abrieron de par en par y fue ahí cuando sentí cómo se me destrozaba el hombro. El empujón me desestabilizó y caí de espalda mandando la escopeta preferida de Muriel a volar detrás de mí. No había sido el retroceso de mis disparos. Dos balas me habían desgarrado el músculo y despedazado el hueso del hombro y la clavícula derecha. Me incorporé como pude y vi a Giancarlo Belonni de pie tras su escritorio y con su Magnum todavía humeando.
-¿Pensaste que acá ganabas, expoli de mierda? –Su voz era chillona y no se correspondía con su cuerpo obeso. Bajó el arma y empezó a caminar hacia mí. -¿Pensaste que podías venir a mi casa, disparar a mis hombres y coronarte con mi muerte? ¿Pero quién carajo te pensás que sos?
No podía moverme. La sangre brotaba a caudales y ya me había empapado casi todo el torso. Los contornos de las cosas se movían y volvían borrosos.
-¿Dónde está Amalia? ¿Qué le hiciste? –Mi voz era un hilo fino a punto de cortarse.
-Oh, no te preocupes. Ella está bien, ¿sabés? –Su cuerpo mórbido estaba cada vez más cerca. –Y pronto va a estar mejor. Va a pasar una temporada con unos amigos árabes que se mueren por verla. Seguro que vos ya no vas a estar cuando lleguen, pero les dejo tus saludos.
Otra vez el asco y el vómito. Esta vez no lo pude contener. Me limpié la boca con la manga y escuché cómo Giancarlo Belonni se reía hasta ahogarse.
-¡Qué asco, por favor! Pero si no sos más que una mierda, Augusto. –Cuando estuvo a dos pasos de mí, volvió a apuntarme. Yo no podía mover los brazos, ni la cabeza, ni las piernas. Estaba petrificado, condenado a presenciar mi propia ejecución. –Esto es un adiós, Augusto. Para siempre, esta vez. –Martilló la Magnum y su ojo oscuro se posó en mi frente. –Cuando llegues al infierno, mandale saludos a tu hijita.
Julia.
Cerré los ojos y la oscuridad del cañón me envolvió por completo. Después de todo, este era el fin. Allá voy, mi amor. Papá ya llega. Pensé y esperé la explosión que me liberaría de este cuerpo gastado y olvidable. Un último suspiro, un disparo en la oscuridad.
Había muerto.
Pero si estaba muerto, ¿por qué mierda me dolía tanto el hombro? Abrí los ojos esperando encontrar el rostro de Julia, pero en lugar de eso me encontré con una masa roja amorfa que antes había sido la cara de Belonni. Su cuerpo cayó de costado y dejó lugar a la silueta atractiva y poderosa de Muriel. Con el cañón de su arma todavía humeando, me miró.
-No me equivocaba. Definitivamente estás fuera de estado.
No pude hacer más que sonreír y toser.
-¿Dónde está la chica? –Pude atinar a decir antes de otro ataque de tos.
-Tranquilo, está sana y salva. Estaba esposada en el sótano por donde me colé. Es increíble el nivel de cliché que maneja esta gentuza. –Muriel encendió dos cigarrillos y me ofreció uno.
-Vas a tener que dejármelo en la boca. No me funcionan los brazos. –Ella lo hizo y yo aspiré fuerte creyendo todavía que me encontraba en algún tipo de ruin purgatorio. Entonces capté otro sonido, uno familiar. Sirenas. Esta vez no habría oportunidad de correr, pero creo que tampoco habría motivo.
-Te dejo acá unos segundos, Augusto. Voy a llevar a la niña hasta los agentes y a contar algunas mentiras antes de que entren corriendo y te terminen de liquidar. También va a estar la prensa con todo su circo. Es bueno, supongo. Por lo menos con las cámaras encendidas ningún poli corrupto va a osar hacer alguna idiotez.
Solo pude esgrimir una leve sonrisa y largar el humo reprimiendo otro acceso de tos. Muriel bajó corriendo las escaleras y yo me quedé allí, escuchando cómo el mundo exterior comenzaba a filtrarse dentro de mi fantasía terminada. Levanté la cabeza y me llegó el ruido de llanto y gritos del reencuentro. Amalia estaba bien. Tenía que creerlo, aunque no pudiera verla. Aspiré otra bocanada de humo y lo solté sin llevarlo a pecho.
Ella está bien, Julita. Escupí la colilla al piso alfombrado y me dejé llevar por el cansancio. De seguro al otro día despertaría en la cama de un hospital con mi ropa en una silla y mi arma desaparecida.
Gentileza
AUTOR: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete
EMAIL: ravagnani.lucio@gmail.com
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