San Rafael, Mendoza martes 23 de abril de 2024

 Un disparo en la oscuridad (Cap 2) – Por:. Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Al llegar a mi departamento, vi que la puerta estaba abierta. Habían forzado la cerradura y entrado mientras yo me encontraba tendido en la cama del hospital. Lamenté no llevar un arma conmigo. Si los intrusos aún estaban allí, tenía pocas chances de salir con vida del encuentro. Empujé despacio la puerta y me asomé lentamente. Parecía como si alguien hubiese arrojado una granada en el lugar. Los pocos muebles que tenía estaban volteados y derribados, los almohadones del sillón rasgados y los cajones vaciados. El suelo estaba cubierto de papeles, trozos de vidrio y utensilios. En un pequeño charco, flotaban inertes mis tres peces anaranjados. Supongo que el haberles dado de comer o no era intrascendente ahora. Fui hasta el cuarto y el cuadro siguió siendo el mismo. La destrucción había sido llevada a cabo con saña, de eso no había dudas. Al parecer, el colchón se había llevado la peor parte. Una lástima considerando que su único crimen había sido sostener mi cuerpo agotado durante incontables noches de autodesprecio. Cuando corroboré que no allí no había nadie más, fui directamente hacia la mesa de luz. Metí la mano en el cajón e inmediatamente toqué el falso fondo. Corrí la tapa y tomé mi arma oculta. Comprobé que tuviera munición y por un momento me quedé allí, sentado sobre el colchón destruido y únicamente acompañado por los fantasmas del pasado. No sé si fue una consecuencia del golpe o de las pastillas, pero el sueño me alcanzó como la bala de un francotirador justo a la cabeza. Con el arma a un costado, dormí sobre las ruinas de mi ya penosa vida.

Desperté cuando era de día. A juzgar por cómo entraba la luz del sol por la ventana, podía decir que era alrededor de las nueve de la mañana. Fui hasta el baño (tan pequeño y modesto que no había sido saqueado) y me lavé la cara. El espejo quebrado me devolvió el rostro de un hombre que había visto más de lo que debería. Un hombre al que le quedaban pocas cartas por jugar, pero que se rehusaba a abandonar la partida. Pensé en todas las veces que había estado por hacerlo. Cuando Julia murió en aquel “accidente” y Carla se marchó, había sido el momento más cercano a poner un punto final a mi existencia. El único motivo por el que ahora estaba vivo y podía reflexionar sobre estas ideas era porque no había tenido el coraje de apretar el gatillo aquella vez. La única imagen clara que conservaba de aquel entonces era el del suelo vomitado y el revólver debajo del sillón. Quería creer que ya no era el hombre de aquel entonces, que le había dado un giro a las cosas. Pero aquello era una mentira y de esas tenía suficientes.

Naturalmente no podía quedarme allí. Mi departamento ya no era refugio ni hogar, aunque es posible que nunca haya sido esto último. Tomé una vieja mochila y guardé una muda de ropa, el resto de la munición para el arma oculta en el cajón y una vieja fotografía. La habíamos sacado un sábado en el parque y en ella se veía a Carla, Julia y yo sonriendo. Recordé la alegría de Julia cuando accedimos a comprarle un algodón de azúcar y su insistencia por quedarnos algunas horas más mientras lo comía. No recordaba quién había tomado la fotografía, pero tampoco importaba. Aquella imagen bien podría haber pertenecido a una obra de ficción. Antes de irme lancé una última mirada al departamento. Ya no había nada para mí en ese lugar.

Cuando salí a la calle, el mundo seguía como si nada. Uno tiende a pensar que la realidad es generada por la propia percepción de las cosas y las personas, pero eso es solo nuestro ego haciendo el rol de protagonista principal. Lo cierto es que el mundo siguió girando, las agujas del reloj continuaron su infinita marcha y las personas ahora caminaban por las calles de la ciudad ajenas a mis problemas personales. Me quedé parado entre la multitud. El frío de la mañana cubría la ciudad como un manto invisible, pero real. Si me ponía en puntas de pie, podía divisar un río de cabezas cubiertas con gorros de lana y pequeñas emanaciones de vapor que salían de la boca y nariz de los transeúntes sin bufanda. Aquello era extrañamente reconfortante. Luego de lo acontecido en el hospital, saberse un poco menos solo era un agradable premio consuelo. Giré a la izquierda y me uní a la multitud.

Paré a comprar cigarrillos en la esquina y, antes de poder guardar el vuelto en el bolsillo del sobretodo, ya estaba prendiendo el primero. Dejé que el humo del tabaco me inundara desde adentro. Sentí los dedos de una mano invisible acariciarme el costado herido del rostro y luego una punzada de dolor. El efecto de las pastillas se había disuelto por completo, pero el aire frío se sentía bien. Con la segunda pitada llegando a mis pulmones, continué mi camino. Si alguien podía ayudarme en esta situación, ese era Benito. Su local estaba a solo unas cuadras y sabía que estaría allí; el tipo prácticamente vivía dentro de la tienda.

Empujé la puerta de vidrio para entrar y el calor de la calefacción me obligó a despojarme casi inmediatamente de mi sobretodo. El costado lastimado de mi cara se resintió levemente, pero no pasaba de ser una molestia. Benito estaba detrás del mostrador al final del local, casi cubierto por una enorme caja gastada de la que salían largas piezas de metal. Cuando escuchó la campanilla de la puerta, levantó la mirada y su rostro produjo una especie de sonrisa con ojos de extrañamiento.

-¡Augusto, querido! Ya me parecía que estabas tardando en venir.

¿Qué significaba eso?

Benito “el bendito”, como le decían los que lo conocían, medía un metro sesenta y tenía una barriga prominente. Su cabello rizado había comenzado a desaparecer en la coronilla de su cabeza y la barba bien cuidada presentaba desde ya un tiempo las canas de la edad. Era el dueño de una vieja casa de empeños y antigüedades, pero el verdadero negocio se encontraba tras bambalinas. Sus ingresos reales venían de la venta de información, armas y otros elementos difíciles de encontrar por medios legales. Lo había conocido quince años atrás cuando allanamos su local, pero tuvimos que dejarlo en libertad por falta de evidencias. Desde entonces, comprendí que aquel hombrecillo era más útil en libertad que tras las rejas y comenzamos a establecer un vínculo más cercano. No le llamaría amistad, pero tampoco simples conocidos. Era lo que era y ya.

-Benito, necesito tu ayuda.

-Me imaginé que ibas a pasar –su voz era tranquila. –Cuando no viniste hace dos días, pensé que quizás había pasado algo malo. Pero mi instinto me decía que volvería a ver tu cara de amargado nuevamente. Parece que tuviste un encuentro cercano y no precisamente del “tercer tipo”. –Esto último lo dijo haciendo un ademán hacia mi cara apaleada.

¿Dos días? ¿Había pasado tanto tiempo en el hospital? Decidí guardarme la duda y me dediqué a preguntarle por aquello a lo que había venido.

-Benito ¿te dejé algo antes de desaparecer? Una especie de sobre, tal vez. –Benito me miró y sonrió levemente.

-Lo tengo guardado bajo llave. Ahora te lo traigo. –Vi cómo se dirigía a la trastienda y desaparecía detrás de una esterilla desplegada. Al cabo de un par de minutos apareció de nuevo con un sobre grande en una mano y uno más pequeño en la otra. Me extendió ambos sobre el mostrador y yo los examiné por un segundo. Reconocía el sobre grande, era el que me había dado la persona del bar y el que yo había venido a buscar. El segundo era un misterio. Lo abrí y saqué una carta que leí mientras Benito volvía a su caja de metales.

Sé que estás buscando a alguien. Sé, también, que te están buscando a vos. Si logras sobrevivir hasta encontrar esto, búscame en el lugar de siempre. Andá con cuidado, van a estar vigilándote.

-M

P.D: Dejé algo en el casillero 28. Algo que te pertenece. Espero te sirva.

 

Guardé la carta en el bolsillo, le agradecí a Benito y me dirigí a la salida. Cuando estaba por recibir nuevamente el aire helado de la ciudad, escuché la voz del bendito a mis espaldas.

-No dejes que te maten esta vez, estimado.

No pensaba hacerlo, pero últimamente había estado escapando por los pelos. Los comodines se me habían agotado.

Gentileza: 

 Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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