San Rafael, Mendoza martes 23 de abril de 2024

Un disparo en la oscuridad (Cap. 1) – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

El primer relato del año es, en realidad, el primer capítulo de un experimento literario. Utilizo la palabra “experimento”, pero en realidad debería decir “aventura”. El género policial, aunque lejos de ser algo ajeno para mí en cuanto a la lectura, es un territorio inexplorado para mi lado de autor. En este primer capítulo de una entrega que durará todo el mes de enero (y posiblemente parte de febrero), les traigo el comienzo de una historia que se viste con las ropas clásicas del policial negro o “noir” y se coloca accesorios de una época cercana a la nuestra. Cada entrega irá develando parte de la trama, así como también se abocará en explorar el subconsciente de nuestro personaje. Para el final, dejaremos la suerte a los dados porque en este relato nada está librado al azar. Bienvenidas y bienvenidos a esta nueva apertura literaria.

El sonido de la pala contra mi quijada fue hueco y seco. El tiempo se quebró en una infinidad de pedazos por una fracción de segundo y la noche se fundió en sí misma detrás del woooz del movimiento. La arremetida, el metal, la oscuridad. Las estrellas parecieron haber caído a la tierra. Todo comprimido en un único punto donde la sangre ahora brotaba de mi cara. Justo después, la noche me devoró.

Me desperté en la cama de un hospital. Mi atacante había sido lo suficientemente amable como para arrastrarme hasta la entrada de urgencias o, tal vez, había sido un conductor nocturno que vio la masa negra y amorfa que era mi cuerpo al costado de la carretera.  Traté de abrir la boca y un latigazo de dolor me cruzó la cara. Toqué el costado dañado y reconocí la textura de la gaza mezclada con cinta médica. Me quedé acostado mientras escuchaba el pitido rítmico de la máquina que indicaba que mis pulsaciones eran normales. Las luces me parecieron brillantes, quizás demasiado brillantes. Me hacían doler los ojos y cuando los cerraba sentía cómo la sangre fluía bajo la piel de mis párpados. Hice un esfuerzo para recomponer los retazos de recuerdos que mi memoria se esforzaba por mantener. Tenía que unir los puntos, comprender cómo había llegado hasta allí. Mientras esperaba que alguna enfermera viniera a comprobar si aún seguía con vida, cerré los ojos e intenté concentrarme.

“Empecemos con algo sencillo”, me dije mientras la cara comenzaba a arderme de nuevo. “¿Te acordás quién sos? Lo recordaba. Augusto César Lavagnian, cuarenta y dos años, sin hijos. Vivía en la calle Sargento Cabral al 33, quinto piso, departamento C. “¿Le había dado de comer a los peces?” Eso no era importante ahora. Un nuevo cuadro llegó como la luz de un proyector maltrecho. La imagen del bar se dibujó en mi mente como una pintura inacabada. Mi mano se cerraba alrededor de un vaso medio lleno de whisky al que le habían precedido ya otros cuatro. Aquella noche no quería meterme en problemas. Esperaba poder pasar las horas viendo cómo el agua de vida escocesa se acababa con cada sorbo, mientras de fondo sonaba Creedence, Zeppelin o AC/DC. Era mi noche libre y me disponía a utilizarla como mejor sabía: ahogando las fotografías nostálgicas grabadas en mi cerebro. De todas maneras, no es que tuviera que cumplir un horario. Me llevé la mano al lado izquierdo del cinturón. Donde antes estaba la placa, ahora solo sentía la superficie gastada del único cinturón que tenía. Ya no pertenecía a la Fuerza. Había pasado a ser un detective de poca monta que se escondía detrás de la botella.

Un puto cliché.

Alguien se me había acercado a hablar. ¿Un hombre? ¿Una mujer? No podía recordarlo. Su voz en mi memoria sonaba distorsionada, como una grabación en un casete con cinta gastada. Había comentado algo sobre el lugar y luego me había entregado un sobre. ¿Lo tenía todavía? Quizás lo había dejado en el departamento. Esa persona quería que buscara a alguien. Era alguien cercano, alguien que había desaparecido y la policía se negaba a comenzar un rastreo. Le habían dicho que aún era muy pronto, como si la muerte decidiera esperar cuarenta y ocho horas para aparecer. Al principio me negué. Le dije que esa era mi noche libre y que se pasara en algún momento de la semana por la oficina. Me dijo que no podía esperar, que tenía que comenzar cuanto antes y me extendió un rollo de billetes. Aquella noche no quería meterme en problemas, pero parecía que a algunos viejos amigos no se les puede hacer esperar.

El próximo recuerdo también fue el último. Estaba afuera, hacía frío y había comenzado a nevar. El lugar parecía abandonado, pero yo sabía que tenía que haber alguien dentro. Recuerdo el golpe en la puerta, el silencio profundo y, antes de poder llamar una segunda vez, el palazo en la cara. Había un camino de migas de pan que tenía que seguir antes que los pájaros de mal agüero se lo comieran. Con algo de suerte, todavía seguirían allí algunas migas.

Me sorprendió que nadie viniera hasta mi cuarto aún. Me incorporé en la cama e intenté agudizar el oído. Del otro lado de la puerta cerrada no se escuchaba absolutamente nada. Aquello era todo muy extraño. Miré hacia la pequeña mesa al costado de la cama y vi una pequeña caja blanca con letras en azul oscuro. Me estiré para alcanzarla y poder leer la cara visible: ROXICODONA. Esperaba que aquella mierda no fuera demasiado adictiva, porque sino iba a estar en problemas. Tenía mi historial con el tema de las adicciones y no era algo que estaba dispuesto a repetir. Abrí la caja y saqué dos pequeñas pastillas rosadas. No contaba con agua, así que me tendría que bastar con mi saliva para poder tragarlas. Miré a los demás rincones de la habitación en busca de mis pertenencias. Allí, en una silla desvencijada, estaban mis pantalones y camisa. Los borceguíes de cuero marrón con las medias estaban debajo y el sobretodo negro colgaba en el respaldo. Me levanté y un mareo repentino me obligó a sentarme de nuevo. Cuando el mundo dejó de girar, me puse de pie ayudándome con las manos.

Me sentí mejor una vez que me vestí. Aquello distaba mucho de ser una armadura o un chaleco antibalas siquiera, pero por alguna razón me reconfortaba. Tal vez fuera el efecto de las pastillas, no lo sé. Tenía todo, menos mi arma. Alguien me la había quitado luego de quedar inconsciente. Con algo de suerte, estaría en la sala del hospital donde guardan los objetos personales de los pacientes. Abrí la puerta del cuarto y me asomé. El sitio estaba completamente desierto. Aquello era raro. Muy raro.

Caminé por los pasillos apenas iluminados, guiándome por los carteles verdes con letras blancas que indicaban el camino de salida. Cuando llegué al hall central, tampoco encontré a nadie. Era como si la raza humana completa hubiera desaparecido sin dejar rastro. No se oía al personal, a las ambulancias ni a otros pacientes. El lugar era un enorme laberinto completamente deshabitado. Recordé el cuento “La casa de Asterión” y tuve que esforzarme por evitar que el escalofrío me tirara al suelo. Sobre el mostrador de la mesa de entrada no había papeles, los monitores estaban a oscuras y faltaban las CPU. No había carteles, pegatinas, notas ni cuadernos. No quise quedarme a buscar mi arma. Volvería al departamento y, con la cabeza despejada, tomaría la que tenía oculta en la mesa de luz. Todo aquello no tenía ningún sentido.

Fui hasta la puerta principal temiendo que se tratara de una falsa salida. Por un segundo pensé que tocaría el picaporte y el suelo se abriría bajo mis pies dejándome caer a un foso escuro y profundo. Hice un giro con la muñeca y tiré con fuerza, listo para lo peor. Una ola de aire helado me golpeó la cara y sentí una sensación de alivio. Afuera estaba de noche y era imposible saber si había estado internado solo unas horas o días enteros. Metí las manos en los bolsillos del sobretodo y los dedos de la derecha rozaron algo delgado y filoso. La saqué y vi que era una foto. En ella se venía una joven, apenas una adolescente, que reía y sostenía en la mano una pinta de cerveza tirada. La había visto antes. Giré la fotografía y leí un pequeño mensaje escrito con mi propia letra. “Amalia G. Desaparecida. Último paradero el bar “Estación Segura”. No era mucho, pero serviría. Quizás hallara más respuestas en mi departamento. Cómo hubiera querido fumar un cigarrillo en ese momento. Avancé por la calle vacía a excepción de uno o dos autos que transitaban deprisa. No quise mirar hacia el hospital. Temía que, si mirara, el sitio ya no estuviera o que fuera algo totalmente diferente. Creo que mi mente no lo hubiera podido resistir y habría caído en la locura.

Tomé aire y exhalé una gran nube de vapor. Era hora de volver a casa.

 

GENTILEZA:

 Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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