Se dice que en Rusia no hay nada más grandioso e impresionante que la tumba del célebre novelista ruso, Lev Nikoláievich Tolstói, escritor y novelista, de origen Yásnaya Poliana, (Tula), Imperio ruso. Ese augusto monumento, venerable centro de peregrinación de generaciones y generaciones queda desplazado y solo, sombreado en el bosque.
Un sendero estrecho del parque, que discurre entre claros y maleza, conduce a este túmulo, que no es otra cosa que un pequeño rectángulo amontonado de tierra, que nadie vigila ni ampara, a la sombra única de unos pocos grandes árboles. Y esos árboles descollantes, mecidos suavemente por el viento, fueron plantados por el mismo León Tolstoi, según refiere su nieta.
Su hermano Nicolás y él habían oído, cuando eran niños, de boca de alguna aldeana, la antigua leyenda de que allí donde se plantan árboles se constituye un lugar de felicidad. Y por eso, jugando, habían hincado por las buenas en la tierra unos cuantos brotes en determinados lugares y no habían tardado en olvidar este juego de niños. Sólo al cabo de mucho tiempo se acordó Tolstoi de aquella anécdota infantil y del extraño augurio de felicidad, que se presentó de repente al hombre fatigado de la vida como provisto de un significado nuevo y más bello. E inmediatamente expresó su deseo de ser enterrado bajo aquellos árboles plantados por él mismo.
Se cumplió puntualmente esta voluntad de Tolstoi, y aquel lugar pasó a ser la tumba más bella, impresionante y triunfal del mundo. Un pequeño túmulo rectangular en medio del bosque, recubierto de flores –nulla crux, nulla corona–, sin cruz, ni lápida, ni inscripción, y ni siquiera el nombre: “Tolstoi”.
El gran hombre está enterrado en el anonimato; el que sufría como ninguno bajo el peso de su nombre y fama, enterrado como cualquier vagabundo hallado por casualidad. A nadie se impide el acceso a su último lugar de descanso; la débil cerca que lo rodea no está cerrada: nada protege el descanso de León Tolstoi sino el respeto de los hombres, que, en otros casos, se complacen en turbar con su curiosidad las tumbas de los grandes.
Pero aquí justamente la irrefutable sencillez proscribe la desatada curiosidad e impone hablar en voz baja. El viento susurra en los árboles que cobijan la tumba del anónimo; el sol juguetea sobre ella; la nieve pone en invierno su tierna nota de blanco sobre la tierra oscura, y se podría transitar por aquí, verano e invierno, sin advertir que ese pequeño rectángulo prominente acogió en su seno la parte terrena de uno de los hombres más poderosos y de tal talla.
Precisamente ese anonimato conmueve más que todos los mármoles y pompas posibles: de los centenares de personas de hoy, este día excepcional, ha atraído hacia su rincón de descanso, ninguno ha tenido el atrevimiento de tomar como recuerdo ni una sola flor del oscuro túmulo.
Ahora hay unas tumbas cercanas, en el fondo, lejos…correspondientes a los soldados alemanes muertos durante las luchas.
Así define Stefan Zweig en el “Hombre, libros y ciudades”: Nada de este mundo resulta más monumental –eso se experimenta de continuo– que la suprema sencillez. Ni la cripta de Napoleón bajo los mármoles de los Inválidos, ni el sepulcro de Goethe en la tumba principesca de Weimar, ni el sarcófago de Shakespeare en la abadía de Westminster impresionan a su vista una y otra vez las fibras más humanas del hombre como esa conmovedora tumba anónima perdida en el bosque, con su solemne silencio, en la que sólo susurra el viento y que está desprovista de todo aviso y palabra.
Una historia que se parafrasea continuamente dice que su razonamiento fue este: «Un hombre rico erige un gran monumento para sí mismo y gasta mucho dinero, pero nadie acude a verlo. Un hombre justo no hace nada para marcar su lugar de descanso, pero si lo merece, la gente lo visita».
Gentileza:
Beatriz Genchi – beagenchi @hotmail.com
Museóloga-Gestora Cultural-Artista Plástica.
Puerto Madryn – Chubut.
Sé el primero en comentar en «Tolstoi, simple – Por:.Beatriz Genchi»