Alfredo Sábat
Guzmán aportó una novedad: lo más probable es que no se alcance un acuerdo con el FMI; prepara argumentos para explicar que quería un entendimiento, pero se lo impidieron
Alberto Fernández y Martín Guzmán están intentando, con bastante éxito, inducir a una gran tergiversación. Quieren hacer creer que su verdadero desafío es alcanzar un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Explican esa dificultad con argumentos deshilvanados, en los que se combinan supersticiones geopolíticas con fetiches ideológicos. Esa narrativa es la pantalla detrás de la cual aspiran a ocultar su verdadero problema: carecen de un programa para estabilizar la economía y evitar un mayor deterioro en la calidad de vida de los ciudadanos.
Para sembrar esa confusión, ellos cuentan con el inestimable auxilio de la conducción de Juntos por el Cambio, un cuerpo invertebrado que, a falta de un programa común, prefiere enredarse en discusiones sobre el protocolo que debe regir su relación con el Gobierno. Es un debate estéril, pero conveniente. La oposición que surgió victoriosa de las urnas también necesita disimular la carencia de una propuesta para sacar al país de una crisis que se inició en 2018 y todavía no ha terminado.
l hablar la semana pasada frente a los gobernadores del oficialismo, Guzmán aportó una novedad: si se consideran los datos que están a la vista, lo más probable es que no se alcance un acuerdo con el Fondo. Ese es el estado de la cuestión en este momento. Saberlo permite releer todo lo que se ha dicho en los últimos quince meses en clave de “sarasa”. Desde las “conversaciones constructivas” y los “intercambios productivos”, hasta la noticia de que el entendimiento ya estaba cerrado, comunicada por el Presidente en una entrevista radial el 3 de octubre último.
Guzmán recorrió el camino inverso, al revelar que hay coincidencias con el Fondo en muchos campos, menos en el fiscal. Es como decir que no hay acuerdo alguno. Hasta los profesionales más heterodoxos admiten que el desequilibrio de las cuentas públicas está en la raíz del desbarajuste económico, sobre todo porque se financia con un tsunami de emisión. Para ponerlo en términos muy groseros: el Tesoro registra un déficit de 3 puntos del PBI. Si se tiene en cuenta que en 2022 no habrá un nuevo impuesto a la riqueza; que la sequía puede tener impacto sobre la recaudación por retenciones; y que, si las tarifas no acompañan a la inflación, habrá un aumento en los subsidios en términos reales, es posible que ese déficit pase a 5 puntos del PBI. La pretensión del Fondo es pasar de esos 5 puntos de este año, a 0 en 2025. En 2023 habría que reducir el rojo, por lo menos, a la mitad; y en 2024 llevarlo a 1%.
Además de la exigencia de este ajuste, para Guzmán aparece otro problema que tiene un sesgo personal. Él está orgullosísimo del modo en que negoció la deuda con los tenedores de títulos en dólares. Pero dada la catastrófica performance de los bonos que emitió, que se reflejó el martes en una tasa de riesgo de 1833 puntos básicos, va a ser muy difícil que el Fondo convalide su fantasía. Un eventual acuerdo incluiría un dictamen sobre la sustentabilidad de la deuda. Y lo más probable es que ese dictamen diga que es “sustentable, pero sin alta probabilidad”. Para Guzmán sería un revés político, pero, sobre todo, académico: él soñó con calzarse la corona de quien había revolucionado el modo de reestructurar deudas soberanas. Habrá que cambiar de sueño. O de tema.
El otro que espera que Guzmán presente un plan preciso, igual que Lipton, es el responsable técnico del acuerdo: Ilan Goldfajn, nuevo director del departamento del Hemisferio Occidental del Fondo. Goldfajn es un destacado economista brasileño, que fue presidente del Banco Central de su país durante el gobierno de Michel Temer. Antes, bajo Fernando Henrique Cardoso, había colaborado con Arminio Fraga en la conducción de esa entidad. No hace falta hablar con Goldfajn para entender su lógica: jamás avalará un programa inconsistente, inspirado en enigmáticas razones “geopolíticas”. Es decir, jamás permitirá que su prestigiosa firma quede chamuscada en el incendio de un plan que, para él, carezca de calidad científica.
La situación de Guzmán tiene algunos rasgos de comicidad, si no fuera por el drama que le toca despejar. Él está de guantes y pantalones cortos, con las cejas engrasadas, subido al ring. Hace fintas, juego de piernas, y tira swings y uppercuts al aire. Pero pelea solo. En un borde del cuadrilátero están, quietos y de brazos cruzados, Lipton y Goldfajn, esperando que se decida a hablar en serio.
Guzmán prepara los argumentos que, llegado el caso, le permitan explicar que quería llegar a un entendimiento, pero que el Fondo y, sobre todo, los Estados Unidos, lo impidieron. Si se lee esta experiencia a la luz del exitoso libro de Juan Carlos Torre sobre la economía de Alfonsín, Guzmán se autopercibe como Sourrouille, pero es un Grinspun. Eso sí, de buenos modales. Lo es, al menos por ahora. Porque nunca hay que olvidar su autoflagelación frente a los bonistas privados: publicó una propuesta inicial para que se advierta después cómo fue cediendo. No una, sino tres veces. Así y todo, alcanzó un arreglo mucho más ventajoso que el que, con una retórica mucho más incendiaria, firmó Axel Kicillof en la provincia de Buenos Aires.
Hay un detalle que obliga a pensar si no se repetirá la misma trayectoria concesiva. A la negociación con el Fondo le salió un padrino que ya había defendido la que terminó siendo una dócil subordinación a los bonistas: Joseph Stiglitz. El profesor de Columbia y mentor de Guzmán publicó el lunes de esta semana, en Project Syndicate, un artículo en el que, dirigiéndose al Fondo, reclama que no se aplique una política de austeridad con la Argentina. Hacerlo sería, para él, arruinar el “milagro” que viene protagonizando Alberto Fernández en el terreno económico.
Ese “milagro” sería, hay que suponer, que el PBI cayó 12 puntos para rebotar 10, con una inflación que alcanza el 50% a pesar del atraso tarifario y el control del tipo de cambio, y con una emisión equivalente a 5 puntos del producto. También fue “milagroso” que el precio de la soja volara, el país consiguiera 4.335 millones de dólares en Derechos Especiales de Giro del Fondo, se registrara un récord de exportaciones, y aun así el aumento de reservas monetarias haya sido igual a cero.
Stiglitz obtuvo el Premio Nobel por sus estudios sobre las distorsiones que introducen en el mercado, sobre todo en el laboral, las asimetrías de información. No por esas veleidades de macroeconomista que, por momento, ni él parece tomar demasiado en serio. Por ejemplo, en octubre de 2007, después de reunirse con el dictador, bendijo el programa económico de Hugo Chávez. Pero en febrero de 2020 aclaró que esos elogios estaban referidos a los anuncios de Chávez, no a su puesta en práctica, que fue un fracaso. En 2010, de visita en Buenos Aires, aplaudió la gestión de Cristina Kirchner y Amado Boudou, sin darse cuenta, al parecer, de que ya hacía dos años que el INDEC estaba intervenido por Guillermo Moreno. En el caso argentino, como recordó ayer Juan Llach en su cuenta de Twitter, ese fervor era sospechoso: la Presidenta lo tenía rentado.
Es muy posible que para Stiglitz las peculiaridades de la economía que administra su ayudante Guzmán sean extravagancias folclóricas, encantos de la periferia. Él está usando a la Argentina para discutir con sus colegas de los Estados Unidos. El 9 de noviembre pasado, en el mismo portal, había reclamado que Jerome Powell no fuera confirmado como presidente de la Reserva Federal, cargo al que había accedido por iniciativa de Donald Trump.
El reproche central de Stiglitz es que Powell defendería la estabilidad, es decir, la lucha contra la inflación, por encima del crecimiento. Powell fue ratificado por Joe Biden y por el Senado. En su presentación, sostuvo que “el pleno empleo y la inflación deben ser objetivos equivalentes. Aunque hay circunstancias en las que uno predomina sobre el otro. Ahora le toca a la inflación y, por lo tanto, habrá que mantener la suba de tasas por más tiempo”. Es al Powell que realizó estas declaraciones a quien, en última instancia, Stiglitz pide que imite el “milagro” de Alberto Fernández.
A pesar de que él enfrenta una inflación del 50%, cuando la que preocupa a Powell es del 7%, Guzmán se escuda en las ideas de su maestro para interpretar que sus diferencias con el Fondo, y con la Secretaría del Tesoro, son “geopolíticas”. Si este es el problema, tal vez sea todavía más difícil que se entiendan.
Disparan contra la Corte
Mientras espera la comprensión de la Casa Blanca y de Yellen, Alberto Fernández lanza un ataque bolivariano sobre la Corte Suprema. Y su embajador en Managua no sólo asiste a la reasunción del tirano Daniel Ortega, sino que lo hace en presencia del iraní Mohsen Razai, uno de los acusados de haber perpetrado la masacre de la AMIA. Razai es el Guzmán de Ebrahim Raisi, el presidente de Irán.
En este contexto, Santiago Cafiero se prepara para entrevistarse, el martes próximo, con Antony Blinken, el canciller de Biden. Tal vez se vea también con Jake Sullivan, el consejero de Seguridad Nacional. Estos encuentros son cruciales, porque se realizarán 15 días antes de que el Presidente viaje a China para, es posible, entrevistarse con Xi Jinping en el marco de los Juegos Olímpicos de invierno. Para buena parte de la feligresía de Cristina Kirchner, existe un Plan B para una ruptura con el Fondo: el mesiánico salvataje chino, que está siempre por llegar. Es una inofensiva amenaza que acaso irrite a los Estados Unidos pero, mucho más, moleste al segundo accionista del Fondo: Japón.
Sería una sorpresa, en especial para Fernández, que los chinos le recomienden arreglar con el Fondo. Existen innumerables evidencias de que ellos pretenden aumentar su gravitación en la arquitectura financiera internacional. La suposición de que van a sacrificar ese objetivo para hacerse cargo de la crisis argentina tiene un sesgo “galtieresco” que convendría revisar. Nada que sorprenda: sobran evidencias de que en el tablero de ajedrez internacional Alberto Fernández juega al ta-te-ti.
Para comprender la dinámica más íntima de esta diplomacia financiera hay que tener en cuenta un factor que, si no opera sobre la realidad, conduce las fantasías persecutorias de protagonistas importantes de la escena. Cuando se miran las negociaciones con pragmatismo, salta a la vista lo esencial: lo que se está discutiendo con el Fondo es el pago de una deuda. Por lo tanto, el prestamista pone condiciones al deudor para asegurarse su cumplimiento. Que esas condiciones sean razonables o estén dominadas por prejuicios ideológicos, es otro problema.
Ahora bien, si se descarta este punto de vista y se adopta el de la “geopolítica”, como pretende Guzmán, la clave no está en la superficie. Es decir, si a través del tira y afloja con el Fondo, Estados Unidos y las potencias occidentales están tratando de disciplinar al gobierno peronista, el eje de la disputa no pasa por las malas compañía de Fernández. Más claro: para Washington, lo que molesta de Fernández no es que sea tolerante con Maduro o que no condene a Ortega. Lo que molesta de Fernández es Cristina Kirchner. Esta es la sospecha corrosiva de quienes temen un acuerdo con el Fondo alarmados por pesadillas “geopolíticas”: que a Fernández le pidan, de un modo u otro, la cabeza de su vice. Todo lo demás es, para esta concepción, anecdótico.
En este marco se inscribe la estrategia del ultrakirchnerismo frente a la deuda. Para entenderla conviene recordar la que adoptó la izquierda griega cuando estaba también ante la encrucijada de un ajuste acordado con el Fondo. Yanis Varoufakis visitó a “su Yellen”, el ministro de Finanzas alemán, para explicarle que la democracia de su país rechazaba los recortes que pretendían imponerle. Para demostrarlo, el presidente Alexis Tsipras convocó a un plebiscito. Después debió igual apretar el torniquete, contra lo que votó el pueblo. Varoufakis, su Grinspun, renunció. Todo ocurrió a comienzos de 2015, cuando los griegos ovacionaban a Cristina Kirchner por su lucha contra los “fondos buitres”. De aquellas afinidades quedó un registro inigualable: el discurso que pronunció la vicepresidenta en Atenas durante su visita de 2017: https://www.youtube.com/watch?v=PUdBob6i6f4. Es revelador mirarlo ahora.
Alberto Fernández y Guzmán pretenden seguir algo de esa lógica. Conseguir el aval opositor para su alegato frente al Fondo. Es casi imposible que lo hagan. Pero, en el afán por lograrlo, obtienen un beneficio secundario: dejar al desnudo la dispersión de Juntos por el Cambio. Esa fuerza fue invitada a una reunión con el ministro de Economía para el martes que viene. Será en el Congreso. Lo consiguió Sergio Massa, acordando con su socio de Jujuy, Gerardo Morales. Es el presidente de la UCR, a quien Fernández sueña con designar al frente de un “Ministerio de la Oposición”.
Horacio Rodríguez Larreta festeja este oficialismo de Morales, que disimula su propia vocación por el acuerdo. Mauricio Macri, en cambio, bloquea cualquier diálogo: “Es inútil hablar con esta gente. Nos complicarán en su fracaso”, dice. Sin embargo, la ruptura puede llegar desde el lado de Elisa Carrió: astuta, como siempre, avala una aproximación con el Gobierno. Pero exige que sea en conjunto con todos los bloques de la oposición. “Si el acuerdo con el Fondo debe pasar por el Parlamento, ¿por qué van a hablar sólo con nosotros?”, se pregunta.
Como quedó demostrado varias veces, la falta de un plan que satisfaga las expectativas de la ciudadanía será compensada con una radicalización. Es el triunfo de Macri que, como Cristina Kirchner, lidera desde el extremo.
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