San Rafael, Mendoza viernes 29 de marzo de 2024

 Lo sagrado de la siesta – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

El último relato del año llega cargado de guiños y miradas cómplices para quienes amamos los relatos de terror. El verano, aliado indiscutible de quienes disfrutan el frescor del mar, la corriente de los ríos o la placidez de una pileta, nos llama a afrontar noches de insomnio sofocante. En el recuento de experiencias vividas en este primer año de pandemia semiatenuada, nos encontramos revisando los cajones de los recuerdos de nuestra propia mente cansada. ¿Habremos olvidado algo allí? ¿Se nos habrá escapado un detalle importante? ¿Es un espejismo propio del calor contra el asfalto eso que se ve en el horizonte? Tal vez debamos mirar con detenimiento y aprender a escuchar cuando, ajenos al sitio al que arribamos por primera vez, nos dan básicas recomendaciones. No vaya a ser que el primer día del año nos transforme en aquello a lo que tanto tememos.

El empleado vio llegar el auto mientras la resaca de la noche anterior todavía palpitaba en su cabeza. Avanzó hasta la puerta de la Secretaría de Turismo intentando mantener fija una sonrisa forzada. Cada paso era un recordatorio de las malas decisiones tomadas la noche anterior. Las copas de más, los bailes, los estruendos de los inadaptados que aún compraban pirotecnia. Todo se arremolinaba y hacía presión dentro de las venas palpitantes de su sien. Cuando llegó a la puerta de vidrio, se acomodó la camisa y salió a recibir al primer turista de la temporada. Estaba por alcanzar al vehículo que ya bajaba la ventanilla, cuando el jefe salió a su cruce. El secretario de turismo se veía fresco e impecable. El traje de calidad parecía recién salido de la tintorería y el cuello blanco de la camisa fulguraba como una estrella bajo los rayos del sol de enero. El empleado lo miró con la misma sonrisa fingida congelada, esa sonrisa que enmascaraba el verdadero sentimiento que experimentaba. Lo saludó extendiendo una mano mientras pensaba: “cómo se nota que después de esta careteada te volvés a tu casa a dormir, pedazo de forro”. Nada de todo aquello se traslució en su expresión. Después de la foto de costumbre con el primer turista, el secretario saludó sin mirar y se marchó en un auto tan pulcro como él mismo. El empleado se quedó ahí, parado al rayo del sol mientras hacía entrega formal de los últimos regalos obligatorios.

-Estos son unos cupones para que usted y su familia utilicen cuando quieran en los restaurantes del pueblo. –El primer turista de la temporada recibió sonriente los papeles, mientras que en el asiento de acompañante una mujer miraba la situación detrás de unos gruesos lentes de sol.

-¡Gracias! ¡Gracias!

El empleado volvió a extender la mano por la ventanilla.

-Y estas son las llaves de su cuarto en el Hotel Plaza, el mejor del lugar. Tiene una semana de estadía de regalo. ¡Felicitaciones! –Esta última palabra le costó porque los músculos de la cara ya le dolían de mantener la sonrisa de foto. –Espero que disfruten mucho su tiempo acá.

La ventanilla estaba por subirse por completo, cuando el empleado golpeteó con los nudillos en un gesto rápido. El hombre que manejaba la bajó nuevamente con un gesto de irritación que comenzaba a aflorar en su semblante.

-Disculpe, pero estaba olvidando un hecho de suma importancia. Este es un pueblo pequeño, ya lo habrá notado. –Las palabras fueron acompañadas por un gesto abarcador con el brazo. –Las montañas al oeste van a presentarle un paisaje sin igual. Definitivamente deben conocer los embalses, ríos y lagos.

La mirada del empleado se ensombreció de golpe.

-Sin embargo, deben saber una cosa. En este lugar la siesta es sagrada. Entre las tres y las cinco de la tarde, el lugar se convierte en un pueblo fantasma. –Estas oraciones salieron serias. La sonrisa se había borrado de su cara. –Les recomiendo no salir durante esas horas. Hace demasiado calor y lo más probable es que no encuentren nada abierto. Sé que los de la Capital no tienen la costumbre, pero sería prudente adquirirla mientras estén aquí.

La cara del empleado recobró la sonrisa.

-Bien, creo que eso es todo. ¡Bienvenidos y felices vacaciones!

La pareja subió la ventanilla y se alejó por la avenida principal. Siguieron en paralelo al boulevard durante varias cuadras, asombrados de la cantidad de árboles en una zona tan desértica como esa. Cuando llegaron al hotel, el conserje salió a recibirlos.

-¡Bienvenidos! Pasen, por favor. Su cuarto ya está listo. Hagamos el papeleo rápido así los dejo disfrutar de su tiempo.

El edificio era viejo, pero estaba bien conservado. La recepción estaba apenas alejada del comedor principal y una pequeña sala de estar que no tenía televisión, pero sí un enorme hogar a leña. Dos sillones pequeños y uno grande estaban cuidadosamente dispuestos alrededor del hogar. A excepción del conserje y una mucama que trapeaba el piso de piedra negra del pasillo, no parecía haber nadie más en el lugar. Los habitantes aún dormían el festejo del año nuevo.

-No está mal, eh. Nada mal. –La mujer de los lentes de sol miraba hacia todas direcciones con el cuello bien estirado como un flamenco.

-La verdad que no. Sobre todo, para ser gratis. –Su marido respondió sin mirarla mientras se dirigía hacia el mostrador de madera que había ocupado el conserje del otro lado. Cumpliendo el ritual de firmas, documentos y aclaraciones, todo quedó resuelto y las vacaciones oficialmente comenzadas.

La pareja desayunó en la habitación y después salió a recorrer los alrededores. La mañana transcurrió apacible, mientras unos pocos locales abrían sus puertas el primer día del año. Los recién llegados se dedicaron a visitar la chocolatería, una tienda de artículos regionales y a media mañana pararon en un café a descansar de la caminata y el calor. El almuerzo en una pequeña cantina tradicional fue costeado por parte de uno de los cupones obsequiados. Cerca de las dos de la tarde, cansados por la caminata y el sol abrasador, los primeros turistas de la temporada decidieron volver al hotel para descansar, ducharse y cambiarse de ropa para el recorrido planificado para la tarde. Cuando ingresaron al lobby del hotel, salió a su encuentro el conserje.

-¡Buenas tardes! Espero que hayan comido, porque la cocina está cerrando en este momento. Si gustan, puedo acercarles un plato frío a la habitación.

-No hará falta –repuso la mujer que había dejado su porte de flamenco para adoptar el andar cansado de un perezoso. –Almorzamos hace poco. Ahora pasamos por el cuarto y volvemos a salir.

El conserje los miró con seriedad. Su rostro se había convertido en una mueca de miedo y preocupación.

-¿Salir? ¿Durante la siesta? Oh, no, no. No se los recomiendo. Todo cierra a esa hora. No anda nadie por la calle, es un peligro.

La pareja se miró por un segundo. Volvieron a mirar al conserje y le dijeron que tendrían sus palabras en cuenta. Luego tomaron el ascensor y llegaron hasta su habitación. Echados en la cama matrimonial, comenzaron a reírse.

-Estos pueblerinos del interior. ¿Te imaginás todos los negocios cerrados en Capital? –El marido rio hasta ahogarse con su propia saliva. Con el rostro enrojecido, rodó hasta el borde de la cama y se puso de pie todavía riendo. Su mujer podía oírlo desde el cuarto de baño.

-Qué desastre, la verdad. ¿Cómo van a cerrar a la siesta durante temporada alta? Hay que ser boludos, eh.

Cuando el esposo salió, todavía se enjuagaban las lágrimas de risa de los ojos. Miró a su mujer con ternura y volvió a hablar.

-Che ¿y si aprovechamos que no va a haber nadie y vamos hasta el Valle entre las montañas? Lo tenemos anotado acá en el mapa. Parece que es una tontera llegar. –Dijo esto extendiendo un gran mapa local de bolsillo. –Podemos cambiarnos los zapatos y salir. Nos bañamos a la vuelta y vamos a cenar por ahí, ¿qué te parece? –Su mujer asintió, se besaron y en una hora tenían el equipo de mate listo, el bolsito armado y los lentes de sol calados sobre la cabeza. Abrieron la puerta despacio, como si el ruido fuese a alertar a alguien del hotel, y salieron entre risitas.

En el lobby, vieron cómo el conserje cerraba la puerta principal con doble llave. Decidieron evitar un nuevo sermoneo y bajaron hasta el garaje del subsuelo. Desde ahí podrían salir a la calle directamente y sin toparse con nadie. Una vez allí, solo tendrían que caminar dos cuadras hasta el sitio donde habían dejado el auto. Pan comido. Llegaron hasta la puerta del subsuelo que daba a la calle y salieron. El sol de la siesta los encegueció durante un momento a pesar de tener los lentes de sol puestos. Cuando recobraron la visión plena, sus caras adoptaron un gesto de gran confusión. La calle estaba repleta de personas que iban de acá para allá. Hombres y mujeres que caminaban serenos por las amplias veredas del pueblo, sin amedrentarse ante el calor del verano. Pero había algo extraño. Su ropa no coincidía con el clima. La mayoría de los hombres vestía de traje y llevaban sombreros parecidos a los de estilo fedora. Las mujeres, en su mayoría, iban cubiertas por tapados, amplios y pesados vestidos y las manos y antebrazos enguantados. Incluso los jóvenes que corrían de aquí para allá presentaban extraños atuendos que no concordaban con las modas adolescentes. Algo andaba mal. Muy mal. La pareja había dado cinco pasos cuando se toparon de golpe con un sacerdote. Su hábito parecía raído y gastado, como si lo hubiese utilizado durante décadas. Cuando vieron su rostro, ambos dejaron escapar un alarido que recorrió las calles atestadas. Una cara descompuesta, con colgajos de carne y los ojos completamente blancos los miraba sin parpadear. La voz que salió de la garganta degollada del sacerdote llegó como un chirrido de violín.

-No deberían estar afuera. Ustedes todavía están vivos.

Los foráneos se giraron para escapar a toda velocidad, pero su camino se encontraba cercado por una horda de hombres y mujeres casi traslúcidos y etéreos. Cayeron al suelo por la inercia del movimiento brusco y se quedaron allí, acurrucados sobre el suelo hirviente mientras el sacerdote se acercaba despacio hacia ellos.

-Ahora es tarde. Temo que nos van a tener que acompañar. –Una sonrisa podrida de dientes negros y encías palpitantes se pintó en su cara deforme.

Bienvenidos al pueblo.

Gentileza:

Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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