San Rafael, Mendoza viernes 19 de abril de 2024

El cuarto de Chichi – Por:. Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

“En esta comunidad dinámica del hombre y de la casa, en esta rivalidad dinámica de la casa y del universo, no estamos lejos de toda referencia a las simples formas geométricas. La casa vivida no es una caja inerte. El espacio habitado trasciende el espacio geométrico”.

 -Gaston Bachelard. La poética del espacio.

Cuando llegamos a la puerta principal, nos quedamos parados por un largo tiempo. La casa se veía mucho más grande de lo que la recordábamos. Con su entrada de doble hoja, sus ventanas cuadradas y su pintura color tierra húmeda, daba la impresión de que allí se erigía el antiguo hábitat de una raza desconocida. Pero nosotros sabíamos muy bien a quién había pertenecido ese lugar. La vieja casona de la calle Suipacha había sido el impío reino de una abominación tan vieja como malvada. Pronunciar su nombre real me provoca, aun siendo adulta, un desagradable escalofrío. Tenía un apodo: Chichi. Para nosotros, era la Tía Chichi.

Todos los veranos, nuestra madre nos obligaba a mi hermano y a mí a pasar una semana con la Tía Chichi. Nos arrancaba de nuestras habitaciones y nos encerraba en el destartalado auto de la familia para viajar cuatrocientos kilómetros hacia el sur de la provincia. Al ver nuestras caras de protesta, mamá solía decir: “Delen, chicos. No es para tanto. ¡Si la tía es re buena! Tiene una casa enorme y seguro que les deja elegir un cuarto a cada uno”. En ese momento nos mirábamos, compartiendo mentalmente los horripilantes recuerdos que habíamos ido recolectando en cada visita.

Lo cierto es que la Tía Chichi no era buena. No era ni siquiera simpática. Estoy segura de que el mero acto de torcer la boca para sonreír le debía producir un asco indescriptible. Odiaba a los niños y a nosotros especialmente, porque el vínculo de sangre era algo que no podía negar o ignorar. Los días de esa semana transcurrían lentos y agobiantes. La enorme casa no tenía televisor, ni radio, ni biblioteca. La puerta de rejas que daba al jardín permanecía cerrada y el horario para irse a dormir no pasaba de las nueve de la noche. Vivir así puede consumirle el alma a cualquiera. Lo único que nos llamaba la atención de aquel lugar, era el último cuarto del piso de arriba. Estaba pegado a la habitación principal y solo la Tía Chichi podía entrar allí. Cuando lo hacía, cerraba la puerta con llave y se pasaba horas dentro. Cuando finalmente salía, su pelo y su piel parecían haber desafiado el avance del tiempo por los últimos quince años. Aquel efecto tan particular se disipaba a las pocas horas, devolviéndole su expresión de pasa de uva amargada. Varias veces le preguntamos sobre qué había en aquel cuarto, pero su respuesta era siempre la misma. “Eso no les incumbe a ustedes, mocosos insolentes”. Entonces se alejaba con su cuerpo esquelético y su cabello blanco atado en un enorme rodete de anciana. Mi hermano optó por el camino más sano y terminó olvidando aquellos frustrantes encuentros. Con el tiempo, casi no recordaba que alguna vez hubieran sucedido. Pero yo no. Yo nunca olvidé que detrás de aquella puerta siempre cerrada había algo de inmensurable valor.

Ahora la Tía Chichi murió. Admito que quizás haber celebrado la noticia con una botella de champagne pudo haber sido un exceso, pero en ese momento lo sentimos apropiado. El monstruo había muerto y, con mamá en la otra punta del país, nos tocaría a nosotros revisar los bienes de la inmensa casa marrón. Como dice el viejo dicho “el que se lo encuentra, se lo queda” y yo sabía muy bien qué pensaba encontrar.

Cuando nos decidimos a cruzar el umbral de entrada, un fuerte olor a humedad nos golpeó de frente. Aquel lugar parecía haber estado sumergido bajo el agua por miles de años. Del decoro y la pulcritud de antaño no quedaba nada. Las paredes estaban repletas de manchas oscuras y viscosas, las puertas de las habitaciones descascaradas y los muebles lucían el velo sepulcral que los separaba del destructivo polvo infinito. Dejé a mi hermano revisando la correspondencia olvidada en la mesita junto a la puerta principal y subí corriendo la escalera.

La puerta del último cuarto estaba cerrada. Hice fuerza sobre el picaporte, pero este no cedió. Empujé y tiré en todas direcciones con la esperanza de que solo estuviera atascada por la hinchazón de la madera. La entrada me había sido vedada una vez más. Me encaminaba ya de vuelta por el pasillo mientras arrastraba los pies en señal de frustración, cuando un leve sonido captó mi atención. A mi espalda habían sonado las bisagras de una puerta que se abre. Me giré de golpe y vi que el último cuarto del fondo me daba la bienvenida. Salí corriendo como una desaforada y casi me zambullí dentro de aquel lugar. Cuando levanté la cabeza, casi doy un grito de terror. Mirándome directamente a los ojos estaba mi propio reflejo.

El único elemento dentro de esa enorme recámara era un gran espejo de tocador al estilo Luis XV. Su vidrio estaba gastado y los bordes se habían opacado hasta el punto de ya no reflejar absolutamente nada. Solo una pequeña porción del centro cumplía su rol principal. Durante un momento me quedé allí, contemplando mi propio reflejo. Noté que algunas pequeñas canas empezaban a aparecer en mi cabeza y que las arrugas de los ojos eran más evidentes de lo que me gustaba admitir. Sin embargo, no podía dejar de contemplar aquel rostro que me devolvía la mirada. Era como si en aquellos rasgos pudiera observar mi vida entera. Mi pasado, mi presente e incluso mi futuro. Era la sucesión de todos los momentos que me habían llevado a ser quien yo era. Absorta estaba en tan profunda reflexión cuando lo noté. Sobre mi hombro derecho, había otro rostro. La cara oscura y desfigurada de un muerto. El grito se me ahogó en el pecho y solo pude dejar salir un débil hilo de aire. “Cómo has crecido, muchacha”, me dijo una voz que parecía venir desde el interior de mi cabeza. “¿Te gusta? Ahora es tuyo. Somos tuyos.

Mi siguiente recuerdo fue en el living. Mi hermano me abanicaba con un largo y viejo libro de ilustraciones de aves. Pregunté qué pasó, pero no terminé de escuchar la historia. En mitad del relato recordé aquel rostro oscuro y vil. Al evocarlo, su deformidad cobró sentido. Aquel era el rostro seco y desalmado de la Tía Chichi.

No sacamos nada de aquel lugar espantoso. Decidimos cerrar la casa y no volver hasta que tuviéramos que acompañar a la empresa de demoliciones. Esa enorme casa color barro podrido todavía albergaba algo sombrío y malvado. Algo que, estoy segura, todavía vive entre el filo del cristal.

Gentileza:

 Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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