San Rafael, Mendoza jueves 25 de abril de 2024

Lyfjaberg- Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Ensilla tu alma y déjala montar

Con los ojos ciegos, seguramente encontrarás el camino

Respira hondo, deja volar tus pensamientos

Déjalo salir lentamente: en vientos, esperarás.

-Wardruna

Entre los fiordos escarpados de Noruega existe un pico nevado que sobresale entre los demás. Su nombre, casi tan antiguo como las mismas piedras que componen su sólida estructura, está inscripto en los viejos códices vikingos de antaño. Lyfjaberg la llaman desde el primer viaje hasta su pico escarpado. En la lengua simple de los mortales, su etimología despierta la curiosidad y alienta los sueños dormidos del alivio anhelado. Su consuelo trasciende la carne y la sangre. Su aire helado se mete bajo la piel, atraviesa los músculos y se cuela entre los huesos para llegar aun mucho más profundo. Ahora, al pie de su falda acariciada por las aguas heladas del río de deshielo, empiezo a comprenderlo todo.

El primer paso es el más difícil. Entre la nieve perenne, abro el camino que tendré que seguir por kilómetros y kilómetros. Si levanto la vista, solo distingo nubes grises cubriendo la cima oculta. Pero la nieve cae constantemente. Tan constante como el paso del tiempo, como mis pasos sobre su blancura incomparable. Es el principio del ascenso hacia mi destino, si es que acaso existe tal cosa. En las cuevas heladas de la base asoman los ojos brillantes de las pesadillas. Los sueños malignos que me despertaban tanto de niño como de adulto. Acechan a lo lejos, pues saben que salir a la realidad las terminaría extinguiendo. Me limito a verlas sin apartarme de mi camino, siguiendo siempre hacia adelante. Hacia la cima.

El segundo tramo comienza a mostrar los antiguos hielos. Enquistados en la piedra negra, encierran los fantasmas de un pasado cercano. Allí yacen las decepciones simples, los fracasos accidentales, las ilusiones que nunca llegaron a alcanzar tal estatus. Al pasar a su lado emiten una vibración casi imperceptible, pero continua. Me distraen del camino con el brillo azul de sus formas suaves. Me llevan por el camino equivocado. Resbalo con sus bordes blandos y tropiezo, pero me mantengo en pie. A punto de desviarme del todo, vuelvo a mirar hacia arriba. Las nubes ahora parecen estar más cerca y la nieve me cae sobre las mejillas.

La tercera parte está sumamente inclinada. Su pendiente me hace doblar las rodillas y pisar con fuerza ante cada paso. El terreno aquí patina, como si la montaña me estuviera enviando una señal para que me detenga. El viento blanco me corta la piel, pero la sangre no llega a brotar. Se seca en pequeñas costras carmesí casi tan rápidamente como aparecen. De repente, surgen. Grandes figuras envueltas en la ventisca, sombras del pasado lejano y cercano. Sus voces resuenan dentro de mi cabeza y ocupan el lugar del céfiro en mis oídos. La tormenta empeora y pierdo el sendero. Siento los gritos, los lamentos, los pedidos. Fantasmas tangibles de las desilusiones, las derrotas amorosas, la interminable desolación del alma ante cada pérdida. Ahora tienen rostros, caras tan reales como el frío y el ardor del pecho agitado. Me miran. ¡Me miran! Sus ojos incendian los recuerdos que se habían convertido en ceniza con el paso del tiempo. Se encienden las traiciones, renacen los dolores, carcomen las culpas ajenas y propias. Caos. La tormenta ahora se ha convertido en una marea de nieve espesa y las nubes pelean por filtrarse dentro de mi nariz para ahogar mis pulmones expandidos. Todo está allí. ¡Todo está allí! Es demasiado dolor como para volver a encontrar la senda y caigo de rodillas. Aquella será mi tumba, después de todo.

Un último esfuerzo.

Me arrastro entre la nieve virgen que se renueva con cada ráfaga. La túnica se ha mojado y rajado. La capucha no alcanza a cubrir más que la mitad de mi cabeza y siento el cabello congelarse de a poco. Las manos ya no sienten nada más que el tacto invisible de la roca. El contorno del mundo es difuso, completamente sumido en las nubes grises que escupen filosos dientes gélidos sobre mi cuerpo cansado. Haciendo uso del último aliento doy con la cima. Estoy seguro, pero me desplomo sobre el suelo cubierto del impoluto manto blanco. Entonces una mano. Un suave golpe sobre el hombro izquierdo, como si estuviera dormido y no quisieran despertarme. Tomo la mano con los ojos cerrados por el agotamiento. Me levantan y tardo en fijar la mirada. Finalmente, entre el viento, la nieve y la fuerza curativa de la montaña lo veo.

Allí, justo frente a mí, estoy yo.

Gentileza:

Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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