San Rafael, Mendoza miércoles 24 de abril de 2024

En lecho ajeno – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Dedicado a  R.L. Stine. Sus historias alimentaron muchos de mis relatos.

Se desafiaron y eso fue suficiente. Para cuando llegaron a la esquina que dividía los caminos a las casas, las reglas habían quedado claras. Debía ser toda la noche y no podían salir ni siquiera para ir al baño. Podían llevar una sola prenda de abrigo, incluyendo guantes, bufanda o gorro. Al amanecer, un grupo iría a buscar a los que habían cumplido con el reto y los acompañarían de vuelta a la ciudad. Todo parecía muy simple. Se despidieron bajo el cartel que nombraba las calles y partieron cada uno para su lado. Durante todo el camino, Arturo sintió el frío del arrepentimiento cayendo desde su nuca y congelándole la columna. Sacudió la cabeza, como si el pensamiento fuera una mosca que molestaba en verano, y siguió caminando. Desde su punto de vista, las opciones eran dos: podía echarse atrás y ser tildado de cagón por todo el mundo que escuchara la historia (que sería todo el pueblo considerando lo rápido que viajaba el chisme por esos lados) o podía cumplir con lo pactado enfrentando el miedo y el frío de Julio. Para cuando llegó a su casa, tenía la cabeza tan embotada que ni siquiera quiso merendar el té con leche que le había preparado su madre.

Echado sobre la cama, dejó que la familiaridad del cuarto lo fuera cubriendo todo. Miró los posters de Iron Maiden, Metallica y DIO en las paredes, se detuvo en los dibujos hechos a mano en tinta china que le había regalado un amigo que ya no veía, hasta que sus ojos quedaron fijos mirando el techo. Las manchas de la madera adquirían formas nunca antes vistas. Una parecía la cara de un perro caricaturizado, otra parecía una cucaracha sin dos patas y otra el cuello sin cabeza de un avestruz. Arturo se fue quedando dormido mientras las últimas luces de la tarde se consumían dando paso a las sombras de la noche.

Se despertó de golpe y temió haberse quedado dormido más de la cuenta. Cuando vio el reloj, respiró aliviado. Todavía le quedaban cuarenta minutos. Recorrió el dormitorio como un ave de carroña sobre el desierto buscando el sweater rojo que le habían regalado dos cumpleaños atrás. Pensó que, si iba a pasar allí tumbado toda la noche, lo mejor era estar cómodo y lo suficientemente abrigado. Encontró la prenda bajo una pila de ropa sucia que se amontonaba sobre una silla de madera vieja. Palpó sus bolsillos buscando la llave de la casa y sintió el frío del metal en su costado izquierdo. Antes de irse, se detuvo frente al cuarto de su madre y escuchó con atención. Era difícil saber si dormía o no, porque el volumen de la televisión opacaba cualquier otro sonido. Se asomó por la puerta entreabierta y comprobó que dormía. Se había quedado en la pose de siempre, la cabeza sostenida por las almohadas contra la pared y el control remoto en la mano derecha a un costado. “Chau, ma”, le dijo en un susurro que se confundió con el ruido. Bajó las escaleras, abrió la puerta principal y salió a la calle oscura.

En la entrada del cementerio ya lo esperaba gran parte de la tropa. La mayoría con los rostros rojos por el frío, lo cual hacía resaltar aún más la presencia del acné adolescente. Porque, a fin de cuentas, solo eran eso. Un grupo de críos intentando demostrar quién era el más valiente y osado.

-¿Ya estamos?, -dijo uno con voz socarrona y cargada de ansiedad.

-Creo que falta Perales, -le respondió otro que apenas se veía bajo tanto gorro y bufanda.

-El gordo cagón ese no va a venir. Vamos nosotros nomás. –Esta última era la voz de Santini, el peor del grupo. Apenas terminó de pronunciar esa frase nefasta arrojó la mochila por sobre el paredón y cruzó el alambrado. El resto lo siguió imitando sus pasos y uno a uno fueron ingresando clandestinamente al cementerio. Arturo cruzó a lo último, no sin antes dar un vistazo final a la calle desolada.

Los caminos entre las tumbas eran escabrosos y oscuros. Las linternas que solo unos pocos llevaban no alcanzaban a iluminar toda la fila y cada tanto se escuchaba un insulto disperso cuando alguno se caía al suelo de tierra. Caminaron unos minutos hasta llegar al lugar indicado. “No hay vuelta atrás”, pensó Arturo intentando quedar camuflado entre el tumulto. Santini se paró unos pasos más allá, entre un grupo de tumbas recién excavadas y comenzó a hablar.

-La cosa es simple, muchachos. Hay que meterse en una de estas y quedarse toda la noche despierto, -dijo indicando las enormes aberturas en el suelo recién removido. –El que se la banque, se queda en la banda. El que no, va a ser tildado de cagón igual que el gordo de Perales. ¿Está clara la cosa?

La cosa estaba muy clara.

Santini empezó a señalar con el dedo a algunos chicos y estos dieron un paso al frente. Cuando se puso frente a Arturo, una sonrisa maléfica se formó en la comisura de sus labios.

-Vos vas a esta, Arturito. –Arturo miró la tumba y se estremeció. Era la más reciente y las paredes de tierra negra se veían húmedas y heladas. Algunas lombrices aún se retorcían en el fondo. Arturo pensó en su propia cama y se sintió invadido por un deseo irrefrenable de estar ahí. Pero aquello no iba a suceder. No, esa noche lo había empujado a dormir en un lecho ajeno. Un sitio que no lo esperaba. Por lo menos no todavía.

Cada uno bajó hasta el piso de su respectiva tumba y se acostó allí. Los otros chicos trajeron grandes planchones de madera que encontraron cerca del sitio y se los fueron colocando encima, dejando apenas espacio para que entrara el aire. Cuando todos estuvieron cubiertos, Santini gritó: “¡NOS VEMOS A LA MAÑANA!” y le siguieron risas joviales y burlonas.

Arturo se quedó allí completamente tieso. Sentía la espalda y las nalgas entumecidas por la humedad y el frío. Le costaba respirar a causa de la madera y cada tanto tosía intentando no hacer demasiado ruido. No estaba seguro si era el estrés bajando de a poco o el frío, pero en un momento comenzó a desvanecerse. Quizás aquella cama inmunda y pestilente no fuera lo peor del mundo. Quizás sí fuera para él. Estos dos pensamientos permanecieron rondando en su mente hasta que sucumbió a un cansancio extraordinario.

Despertó de golpe, como si le hubieran dado un puñetazo en la cara. Quiso incorporarse y se golpeó la cabeza con la plancha de madera. Desorientando, tardó unos segundos eternos en abrir bien los ojos y darse cuenta de que afuera ya había amanecido. Estos hijos de mil puta me dejaron clavado acá. La ira le encendió el cuerpo helado. Empujó la madera con los puños hasta que la hizo saltar y él mismo se las ingenió para ponerse de pie. La claridad de la mañana invernal le dolía en los ojos cansados. Trepó fuera de la tumba y fue inmediatamente a buscar a los otros. Al momento de asomarse al primer agujero, el rostro se le congeló en una mueca de horror. Desde el fondo del sepulcro, un esqueleto con jirones de carne colgante y vestido con ropa de adolescente lo miraba inmóvil. Arturo corrió a fijarse en los otros sitios y encontró lo mismo. Aquellos muertos le devolvían una mirada vacía y eterna. Giró para salir corriendo cuando tropezó con algo. Creyó que era algún pedazo de roca o raíz que sobresalía de entre los pozos, pero no era nada de eso. Cuando se miró el tobillo apresado, notó la garra blanca y descarnada de un muerto que tironeaba.

Después de todo, aquel sí parecía ser su lecho.

 

Gentileza: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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