San Rafael, Mendoza jueves 28 de marzo de 2024

Mal de uno, derrota de todos – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Hay rituales que está bien desechar. Si se pasea por los clubes, las aulas y los baldíos, notaremos que allí queda muy poco de aquel hedor permanente relacionado al famoso “derecho de piso”. El hurto de la ropa, las quemaduras en los brazos, las zapatillas blancas recién estrenadas con manchas de pisadas; todo confecciona un grotesco mural que poco a poco queda en el pasado. En el centro, como la joya de la corona que reluce en un pasado virulento, están las peleas callejeras. El rito cavernario de medirse a las trompadas contra otro solo para demostrar una falsa hombría parece escabullirse de la cotidianeidad contemporánea para morir en un recuerdo caducado. Claro que el escondrijo es superficial y basta con rascar un poco para darnos cuenta que aún presenta su amoratado y orgulloso rostro. Sin embargo, resulta reconfortante notar que después del timbre de salida los gritos de batalla son remplazados paulatinamente por la risa.

A esa hora de la tarde, la plaza San Martín estaba completamente desierta. Aquel lugar tenía una facilidad mística para albergar las más variadas historias. Desde encuentros amorosos, hasta riñas escolares. Nuestra presencia allí trataba sobre esto último y, aunque el motivo inicial se ha evaporado con el paso de los años, los recuerdos todavía permanecen frescos como una mañana de otoño.

Por aquellos años, las peleas a la salida de la escuela eran moneda corriente. El bullying era un término tan desconocido que solía confundirse con algún deporte. Así se vivenciaban, al menos una vez por semana, los combates callejeros que marcaron a una generación entera. La mayoría no pasaba de insultos y alguna patada al aire, pero unos pocos llegaban a transformarse en verdaderas luchas romanas modernas. Es que aquello traía consigo, también, toda la parafernalia adolescente que giraba en torno a ese gran momento. Los bandos que alentaban a su campeón o campeona, los insultos al aire, el aullido de una masa hormonal andante que hacía subir rápidamente la adrenalina. Ellos allá y nosotros acá y piña para el que se mande al frente. Quizás fuera parte de crecer. Un capítulo fundamental entre cualquiera que se haya escolarizado durante los años 90’ y la primera década del 2000.

Esa tarde me había tocado a mí. No voy a rebajarme con mentiras evidentes frente a ustedes. Lo cierto es que nos la teníamos jurada. El otro era el típico fanfarrón de escuela secundaria acomodada. Brazos fuertes de gimnasio, pelo corto y bien peinado, zapatillas impolutas y la camioneta de papá esperando a la salida. Yo no tenía problema con todo eso, pero había una característica que me hacía transpirar veneno. La risa. Una risa nasal, mostrando todos los dientes y a los gritos como para que todos se enteraran de que acababa de gastarle una broma al gordito que recién ingresaba. Yo conocía a los de su tipo, lo cual no era difícil ya que parecían haber sido cultivados en el mismo charco. Fue esa risa despreciable la que me hizo abrir la boca y ganarme un pase directo a la plaza.

Como en El Sur de Jorge Luis, acá la invitación al duelo era ineludible. Si te lo decían y había testigos, no quedaba otra que ir. Era eso o ser tildado de cagón y perder cualquier chance de levantar en un boliche por meses. Por eso ahí estaba yo, en la esquina noreste de la plaza, justo donde se cruza Belgrano y Salas. De frente, la masa de músculo y gel capilar que había sentido manchada su honra de puberto. Alrededor, un círculo perfecto de cincuenta pares de ojos que ansiaban ver despegar el primer golpe. Al igual que Dhalmann, una vez más, yo llevaba todas las de perder. Después del tercer o cuarto insulto al aire, el ambiente estaba lo suficientemente caldeado como para que todo estallara. Estaba tan resignado a la derrota que casi ni noté que niño-rico había reducido la distancia de una zancada. Cuando me percaté, un puño de roca estalló contra el lado izquierdo de mi cara. Me bamboleé para el costado y estuve a punto de caer, envuelto en una constelación de destellos blancos. Miré nuevamente hacia mi adversario justo en el instante en que otro golpe viajaba hacia mi ya enrojecido rostro. Tuvo que ser instinto porque técnica definitivamente no había, pero lo único que atiné a hacer en ese instante fue agacharme. El gancho pasó sobre mi cabeza y se deshizo en un grito agónico. La tercera imagen que capté fue la de Mr. Boxeo agarrándose el puño junto a un grueso poste de luz.

Ahí estaba. La rueda de la fortuna había dado la vuelta y los laureles me habían caído de arriba. Miré alrededor, pero las caras que me encerraban eran tan variadas como confusas. Risas, gritos, ojos abiertos como platos y dientes apretados con furia. Ese tsunami de expresiones se estrellaba contra las rocas de mi triunfo accidental y podía sentir que la piel se me estiraba en una sonrisa natural. Agité el puño en el aire una vez. Dos veces. A la tercera, el movimiento se cortó a la mitad y el aire de mis pulmones se desvaneció por completo. Mano-de-hierro había aprovechado el momento y terminó por liquidarme con un golpe que me dejó dos costillas fisuradas y la imposibilidad de sentarme por demasiado tiempo durante tres meses. El piso caliente y sucio me recibió con el abrazo de los perdedores. A los pocos minutos, la masa de mirones se había alejado y yo seguía acostado en el suelo recuperando el aire lentamente.

“Pensar que durante unos segundos todo había sido gloria y festejo”, pensé mientras me giraba boca arriba de cara a las nubes que llegaban. En el salvaje territorio de la adolescencia inefable, la caída llega de forma imprevista. Los amores se disipan, los problemas se agigantan y los recuerdos se forjan. La derrota también es un sentimiento colectivo.

 

Gentileza:

Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

 

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