San Rafael, Mendoza martes 23 de abril de 2024

Entre el polvo estelar – Por: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

¿Y si este mundo fuera el infierno de otro planeta?

-Aldous Huxley

 El silbido rasgó el cielo y estalló a nuestras espaldas, destruyendo el último refugio. Con la caída de las paredes sucumbía también nuestra última esperanza de sobrevivir. Frente a nosotros, las máquinas avanzaban imparables en su afán de aniquilarnos. A mi derecha, un muchacho de dieciséis años y cubierto de polvo lloraba con la cabeza entre las piernas. A mi izquierda, una mujer de treinta gritaba y disparaba su rifle sobre el ejército enemigo. En el medio, yo solo podía escuchar el zumbido de la guerra revoloteando en mis oídos.

El líder de nuestro grupo gritó algo que no alcancé a comprender e hizo un ademán con la mano. La mujer que había estado disparando se giró para verlo, cuando un proyectil la alcanzó de lleno en la cabeza. Cayó sobre su costado, con los ojos muy abiertos y el agujero cauterizado todavía humeando en su sien. Aquellos ojos, hasta hacía unos segundos cargados con la furia de la resistencia, me miraban con reproche. Yo respiraba por la boca, el rostro paralizado en un gesto de terror ante la muerte inevitable. Sentía las partículas de tierra y escombro colándose por mi garganta, resecándola hasta convertirla en una lija. Una nueva explosión me derribó de mi puesto e inmediatamente sentí que alguien me sujetaba. Alcé la vista y vi el rostro del líder, compungido en una mueca de esfuerzo y dolor. Me incorporé rápidamente y lo seguí hasta la trinchera que habíamos excavado tres días atrás. Nos arrojamos dentro y en ese momento mis oídos comenzaron a suprimir el zumbido.

– …stába haciendo ahí? ¿¡Acaso quiere que lo maten antes de tiempo!? –La voz de Karin me llegaba como el fogonazo de un cañón. Sí, Karin era su nombre. Había llegado a la colonia marciana la misma semana que yo, hacía ya cuatro años atrás. Del rostro aniñado y soñador que recordaba solo quedaba la sombra de sus ojeras. Las demás facciones de su rostro se habían retorcido gracias al estrés del conflicto y las inclemencias de los asedios constantes. Sin embargo, por debajo de las arrugas y las costras secas todavía podía advertirse una chispa de humanidad.

-Tiene que dar aviso al comandante, ¿me oye? –Claro que lo oía. Lo oía tan claro como el fuego enemigo y las piedras que saltaban a cada disparo sobre nuestras cabezas desprotegidas. Lo oía como la sentencia de muerte de un juez.

El Comando de Operaciones Humanas estaba detrás de las Dunas Oxidadas. A través de la línea de trincheras eran dos kilómetros y medio hasta el puesto de control y otro medio kilómetro hasta donde se encontraba el comandante Howl. De solo pensarlo el estómago se me revolvía en un ataque de ansiedad anticipatorio. Quizás solo fuera el humo de los cañones iónicos o la arena roja convertida en un asqueroso polvo negro. Cuando volví a tomar conciencia de dónde estaba, tenía en mis manos un pequeño paquete cuadrado cerrado con un candado digital.

-Ya, váyase. Corra. ¡CORRA!

Y corrí.

Corrí por las trincheras intentando suprimir los gritos de desgarradora agonía que llegaban desde encima de la enorme zanja cuando algún otro humano era masacrado por las máquinas. Giré en los cruces correctos, me deslicé por debajo de los parapetos caídos, esquivé milagrosamente una ráfaga de disparos que llegó desde el frente sur, cuando al límite del esfuerzo divisé el puesto de control. Mis pulmones parecían dos sacos de carbón en llamas. Sentía que podía escupir fuego por la boca, pero solo lograba expulsar dificultosamente un aliento seco y entrecortado. Con los ojos ardiendo por las emanaciones y la tierra, me lancé en una nueva carrera.

Podía ver las estructuras de superaluminio montadas con el propósito de identificar y resguardar el puesto. Ocultos detrás de los cristales reforzados, otros ojos humanos me debían estar mirando con caras largas de preocupación al percibir mi aspecto demacrado. Con el pequeño cuadrado en la mano izquierda, atravesé a las zancadas el espacio que me separaba de aquella zona segura. Entonces todo fue blancura. No un blanco fresco y celestial, sino un blanco espeso como la leche. Un albino destello seguido inmediatamente por el zumbido. La blancura de la artillería pesada.

Cuando pude ver nuevamente, no quedaba nada. Todo había sido reducido a cenizas y metal retorcido. Los cuerpos eran cáscaras carbonizadas sobre el suelo rojo de Marte. Quise vomitar, pero solo pude escupir la poca saliva que me quedaba. Me quedé allí, acostado sobre mi lado derecho con la mano todavía apretando el pequeño rectángulo asegurado. Sentí los párpados pesados queriendo cerrarse, tal vez para siempre. A punto estaba de sumergirme en la oscuridad infinita cuando la vi. Era pequeña, ínfima incluso, pero allí estaba. No recordaba la última vez que había visto una igual que no fuera artificial. Seguramente había sido en la Tierra, mucho antes de todo esto. Antes de la colonia. De la guerra. Del desastre.  Allí, entre el polvo estelar, alguien había dejado caer una pequeña bellota. Su forma era perfecta, como aquellas que salían en las ilustraciones antiguas. Su color marrón tostado me hizo acordar al café de las mañanas. Su pequeño casquito moteado imitaba la cabeza de un diminuto soldado. Un olvidado en esa tierra de nadie que alguna vez osamos llamar hogar. Concentrado en su pequeña curvatura estaba el paisaje más hermoso de toda la galaxia. En la suavidad de su cascarón, un universo entero esperaba el momento justo de surgir. Los sueños, las alegrías, el amor, la vida misma residían en el corazón de ese pequeño fruto pardo. Me giré y me puse de rodillas. Estiré la mano izquierda y la sujeté junto a un puñado de arena oxidada. La estrujé contra mi pecho, suspiré y la guardé en el bolsillo derecho del uniforme.

Los sonidos neumáticos de las máquinas tronaban ya muy cerca. Me puse de pie y corrí el medio kilómetro que faltaba. Todavía había esperanzas.

GENTILEZA: 

 Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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