San Rafael, Mendoza viernes 26 de abril de 2024

 Hastío de verano – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Si el final de los tiempos implica el final de todo lo conocido, entonces debemos cambiar nuestra forma de medir la vida. Inocentemente creemos que siempre habrá un mañana, que despertaremos como tantos otros días a vivir lo que siempre hemos vivido. Iniciaremos con el pie derecho en pos de evitar la mala suerte, pero luego cuidaremos del espejo y esquivaremos la escalera. Buscamos señales para seguir la senda que mil veces repasamos en nuestra mente por el simple hecho de temer al error. En invierno extrañamos las noches de verano y cuando llega enero imploramos por el regreso de las frazadas. Quizás debamos preguntarnos, entonces, si el hastío no va más allá del tiempo cronológico de los seres humanos. Tal vez nosotros seamos el origen primero del tedio que nos sofoca.

Alonzo arrojaba la última piedrita al otro lado de la acequia mientras sentía cómo el sol de enero perdía lentamente sus fuerzas tras la montaña. Por un momento se quedó sentado completamente inmóvil, simplemente mirando el agua correr. Siguió la corriente con la vista calle abajo y luego levantó la cabeza hasta que sus ojos se enfocaron en la copa verde de los plátanos. Se secó la transpiración incipiente con el dorso de la mano sucia, suspiró largamente y se puso de pie. Siguiendo la sombra intermitente de los árboles, tomó por el camino de vuelta al pueblo. Sobre sus hombros cargaba con el hastío del verano.

Virichuelo quedaba a unos ciento setenta quilómetros de la capital provincial, pero lo mismo hubiera sido que quedara en otro planeta. El lugar había vivido una época medianamente esplendorosa en los noventa con el negocio de las minas de uranio y sal, pero ahora solo quedaban los despojos de aquella era de oro. La mayor parte de la gente trabajaba en la ciudad o en los campos cercanos a la montaña, cerca de los pozos de agua naturales. En invierno, el lugar se poblaba de turistas que llegaban con los equipos de esquí y las billeteras abultadas, pero en verano caía sobre Virichuelo lo que los adultos llamaban la “Larga Siesta”. Para Alonzo, el verano era sinónimo de fastidio y desazón.

A mitad de camino se encontró con Elena. Ella iba caminando mientras llevaba su bicicleta del lado derecho. El calor le había pegado un mechón de pelo castaño a la frente y mantenía la boca entreabierta por el cansancio, lo que le daba una expresión bovina. Alonzo, sin embargo, creyó que se veía tan bonita como cuando se la cruzaba en los pasillos de la escuela.

-¿Qué le pasó a la bici?

-Pasé por el campo del viejo Gaspar y se llenó de rosetas. La tengo que parchar cuando llegue a casa.

Alonzo miró las ruedas desinfladas y luego nuevamente la cara transpirada de Elena.

-Bueno, yo también voy para allá. Te acompaño, si querés –le dijo mientras se ponía del lado izquierdo.

Elena se encogió de hombros y los dos siguieron por el camino de tierra en dirección al pueblo. Caminaron en silencio, como si pronunciar alguna palabra pudiera incrementar aún más el calor agobiante. Cuando divisaron el destartalado cartel de madera con el mensaje semidespintado de “Bienvenidos a Virichuelo”, Alonzo se animó a hacer la pregunta que se venía aguantando durante el último medio kilómetro.

-Che, esta noche hay luna nueva. Dicen que desde el campo de los Pelaes se puede ver la Vía Láctea. ¿Querés ir allá esta noche? –Elena lo miró con los ojos cansados por el esfuerzo de la caminata y el peso extra de la bicicleta inutilizada.

-Bueno –le dijo casi en un susurro acompañado del mismo movimiento de hombros. Se despidieron en el cruce. Alonzo recorrió el último tramo hasta su casa como si flotara.

La noche había llegado sin alivio contra el calor del verano. Subido a su propia bicicleta, Alonzo esperaba a Elena en la entrada del pueblo preguntándose si en verdad vendría. Al fin apareció por la curva, montada en su bicicleta parchada.

-Te sigo –le dijo con voz clara. La calma de la noche le había devuelto ese aire floral que Alonzo había fijado en el lienzo de su subconsciente. La miró como embobado hasta que se puso colorado. Luego giró el manubrio y ambos emprendieron viaje hacia el campo de los Pelaes. Cuando llegaron, dejaron las bicicletas al pie de una pequeña loma y subieron caminando. Allí el insoportable calor del verano era más tolerable. El espectáculo del cielo nocturno era aún más prometedor de lo que Alonzo había imaginado. Se acostaron sobre el césped y se dedicaron a contemplar el infinito en silencio. “Es ahora o nunca”, pensó Alonzo mientras sus ojos se llenaban de luces ya extinguidas.

-Che, Elena. Yo… vos sabés que…bueno, en reali…

-¿Y eso? –Elena miraba por encima de la cabeza de Alonzo, completamente ajena al balbuceo del muchacho. Cuando este se giró para ver a qué se refería, perdió todo rastro del pensamiento anterior. Sobre el cielo profundamente estrellado, un haz de luz verdosa y brillante describía un ángulo descendente. Parecía el foco de una linterna que alguien había arrojado y que ahora caía nuevamente a la tierra. Los dos se quedaron mirando el despliegue cósmico estupefactos, con la boca ligeramente abierta en clara señal de asombro. El extraño objeto fulgurante aumentó la intensidad de su brillo y se aceleró a medida que la distancia entre el cielo y la tierra se achicaba. Ahora no cabía duda alguna. Aquel fuego del universo lejano se dirigía en picada hacia Virichuelo.

Estaban a trescientos metros cuando sintieron el impacto. Primero un resplandor cegador, como si saliera el sol en plena madrugada. Inmediatamente después, el estruendo que terminó por derribarlos hacia el piso de tierra. La adrenalina adolescente les permitió incorporarse rápidamente y continuar camino hacia el pueblo. Para cuando llegaron, solo oyeron gritos y las danzantes llamas color verde brillante. Entre el escándalo, un desgarrador rugido hizo temblar la tierra. Una enorme sombra se dibujaba detrás del humo, el llanto y el caos. Juntos, debajo del cartel de bienvenida al pueblo completamente chamuscado, Alonzo tomó la mano de Elena.

Solo había hecho falta el fin del mundo.

Gentileza:

 Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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