“(…) y el alma presintiendo, intuyendo el veneno que viaja escondido en la sangre. Y frente a eso, la vida extrema todos sus recursos, grita, arremete, se revela hasta donde puede”. Las palabras de Rabih tienen la belleza de lo universal, de lo imperecedero. Quien quiera evitar esa quemazón, ese ardor en el pecho que nos hunde por el peso del corazón, tendrá que huir de la vida misma. Ese dolor es parte de nosotros, porque somos artífices de nuestros propios pesares. Culpar al resto, a lo ajeno, es evitar el espejo trizado de nuestra propia mente conspiradora. Elucubramos viles conjuraciones a nuestras espaldas sin saber que las dagas se hundirán por la espalda de nuestra propia carne. La percepción única del mundo -aquella que nos hace pintar noches estrelladas, gritos en el puente y hombres con cara de manzana-, tamiza y confunde la rigurosidad de lo tangible. Si nuestras propias ideas nos duelen, nos hieren en ese escenario montado por el uso de la razón que nos distingue de las demás especies, ¿cómo podemos esperar estar a salvo? Es posible, entonces, que en el vacío que nos queda en el pecho tengamos que levantar la trinchera que nos proteja de todo lo demás.
Inmóvil sobre un colchón añejo, se volcaban sobre mi rostro los primeros rayos de sol de una primavera sin luz. Por varios minutos mis ojos permanecieron abiertos, fijos en la nada del cielorraso, mientras mi mente se agitaba en la inmensidad de aquel espacio reducido. And I am not frightened of dying, any time will do. I don’t mind. Why should I be frightened of dying? (No tengo miedo de morir, cualquier momento bastará. No me importa. ¿Por qué debería tener miedo de morir?) Había comenzado el Gran Concierto en el Cielo y mi piel comenzó a estirarse y deshacerse. Primero los brazos y las piernas, luego el resto del cuerpo hasta llegar al rostro. Se debilitaba y resquebrajaba, como si fuera un papel que se vuelve ceniza atrapado en el abrazo mortal del fuego. La piel se volvió gris y empezó a flotar en el aire, dejando tras de sí una nube fina de fragilidad humana. No había pensamiento concreto, ni ideas, ni ansias de mover un solo músculo, los cuales pronto comenzarían a descocerse y a correr como ínfimos ríos de sangre o tinta. Clare Torry daba alaridos que cubrían todo con una película de nostalgia y desolación. Sentí, si es que existe el verdadero sentir, mis venas transformarse en hilos de lana y caer sobre las sábanas de aquel colchón infernalmente cómodo, mientras mis pupilas se llenaban con el vacío de la nada. La música seguía emendando de todas partes y de ningún lado al mismo tiempo, pero yo no corría, no me movía, casi que ni respiraba. Simplemente me quedaba recostado como estaba sobre cenizas y lana de la más urticante y molesta. Quedaban mis huesos. Blanco. Nieve. Cielorrasos de un interior que solo ven las motas de polvo velado que se filtran entre las articulaciones. Clare sigue aullando y solo puedo ver aquel rostro escondido bajo mi iris. Hago un esfuerzo inhumano por alcanzar esa imagen que flota ante mí, por poder acercarme a aquellos ojos que parecen divertirse con la dulce amargura de una distancia salvajemente impuesta. Aquel baile en el cielo se sigue celebrando y yo ya no puedo soportarlo y quiero huir, pero no puedo moverme y sigue sonando la banda y me siento enloquecer mientras sus ojos me castigan con su mirada ininterrumpida. Me hundo en la planicie de aquel colchón que se extiende como un abismo bajo la inercia de mi cuerpo inmóvil. ¡NO ME MIRES! ¡YA NO LO HAGAS, POR FAVOR! El fuego que transformó mi piel en ceniza me envuelve en un gesto de cariño asesino, como queriendo liberarme de mi dolor sentimental, luego de haberse embriagado con mi parte física. Quedo deshecho sobre aquel lecho de terror indescriptible mientras Torry comienza a silenciar su voz de loba y los susurros se desparraman como el agua estancada de una cañería rota que vomita su apestoso interior, mezclándose con la lana y la sangre. Deshecho, con sus ojos aún fijos en un punto de mi frente, cercenando cada uno de los pensamientos que se atreven a escapar de aquella prisión de hueso-cielorraso. Ni el viento se atreve a elevarme para circular por sus extensos caminos, pues nada queda ya. Solo aquellos ojos que nunca se cierran. Siempre presentes. Como el tiempo. Como la muerte.
Gentileza:
Lic. Lucio Ravagnani Navarrete
EMAIL: ravagnani.lucio@gmail.com
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