San Rafael, Mendoza viernes 19 de abril de 2024

Blanco hueso – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Las historias sobre casas embrujadas tienen un encanto que siempre resulta cautivante. Su tema es un clásico, incluso podríamos decir que ya resulta imposible salir del cliché, pero hay algo en lo profundo de nuestro ser que nos invita a la lectura de estos relatos. Es que las casas embrujadas son como las brujas: no existen, pero que las hay, las hay. Son parte del folclore del lugar, como el almacén o la plaza. Su presencia invita a la invención y al volar de la imaginación con tan solo mirar su estructura. Aunque nos genere temor, profundamente queremos que aquellos mitos sean realidad. Anhelamos que la leyenda urbana sea cierta, porque eso significa que tantas otras también pueden serlo. Si una casa, figura indiscutible del confort y el bienestar, asecha a quienes la visitan, qué nos depara el resto del mundo desconocido. 

Llegamos temprano para evitar el tráfico. Mientras bajábamos el equipo, prendí un cigarrillo y me quedé contemplando la fachada de la mansión. Blanca, esbelta, con las cornisas cuidadas y la fuerza del hierro aún presente, parecía reflejar la esencia de sus antiguos propietarios. La Mansión Stoppel y su lúgubre leyenda se erguía ante nosotros. Su frente estaba descuidado y las hierbas habían comenzado a crecer entre las grietas del sendero. Las enormes palmeras que guardaban la entrada principal se habían secado y solo quedaba su esqueleto frágil a merced del primer viento.  Las ventanas estaban descubiertas, pero lo más probable es que se encontraran tapiadas desde adentro. Todo el edificio proyectaba una gran sensación de tristeza y dejadez, pero no de miedo. Más bien era como mirar un anciano que en su juventud fue un gran empresario o un espléndido deportista y que ahora no puede levantarse solo de la silla. Generaba más lástima que otra cosa, aunque sabíamos que nunca había que fiarse de las primeras impresiones. Apagué el cigarrillo y ayudé con los últimos pertrechos.

Alguien, probablemente la misma persona que nos había contratado, había dejado una nota clavada en la puerta. “La llave está a la izquierda, debajo de la maseta grande. Son dos giros para la derecha, un giro a la izquierda y luego deben tirar fuerte hacia afuera. Las bisagras están algo oxidadas, así que quizás sea un poco laborioso. Cuando terminen, dejen todo como estaba”. Buscamos y efectivamente allí estaba la llave. El forcejeo contra la puerta obstinada nos llevó más de la cuenta. Las bisagras no solo estaban oxidadas, sino que también se habían contraído con el frío de la mañana. Finalmente, la enorme puerta de doble hoja cedió y pudimos entrar. Adentro, todo parecía congelado en el tiempo. El mobiliario y la decoración databan de comienzos del siglo XX y una gruesa capa de polvo cubría cada superficie. El mismo sentimiento de pena se hizo presente a la vez que contemplábamos el escenario con las potentes linternas. La oscuridad cargaba con años de abandono y lazos invisibles al ayer, sumiendo todo en una crisálida cuántica en la cual no existía una división marcada entre pasado, presente y futuro. “Manos a la obra”. Montamos en el equipo fijo y nos dispusimos a calibrar los instrumentos móviles.

Cuando la semana anterior habíamos recibimos el primer llamado, creímos que se trataba de una broma. Quizás algún borracho había vagado dentro de la casona y sus ruidos habían alertado a los vecinos. Pensamos incluso en desestimar el pedido y abocarnos a otros casos –bien sabido es que tenemos muchos–, pero algo en la voz de la mujer me empujó a aceptar el encargo. Sus palabras llevaban encima el peso de la angustia y la desesperanza. “Está bien, vamos a ver qué encontramos. Pero recuerde que no puedo darle garantía de nada, eh”. Esas habían sido mis palabras en aquel entonces. Ahora los otros dos miembros del equipo y yo nos disponíamos a hacer un barrido general. La idea era completar todo lo antes posible para poder ir a desayunar antes que los bares colapsaran. Apenas las pantallas de los medidores EMF se pusieron en verde, comenzamos el recorrido.

La planta baja estaba desierta a excepción de un gran número de cucarachas, arañas y las ocasionales ratas de las cloacas. La cámara, con el fin de registrar evidencia de nuestro trabajo, fue grabando toda la exploración. Seis habitaciones y dos baños quedaron guardados en el registro digital de nuestro dispositivo. Allí no había fantasmas, solo los vestigios de un pasado mejor. Subimos las escaleras desde el living para inspeccionar el piso superior. Ahí, la atmósfera era diferente. El aire estaba cargado, viciado por alguna extraña sustancia invisible que flotaba a nuestro alrededor. Era como caminar sumergido en una tormenta de verano. Nos ubicábamos para revisar las primeras habitaciones, cuando sentimos un ruido desde el fondo del pasillo. Inmediatamente enfocamos el micrófono parabólico en esa dirección. El indicador marcaba 15.1, por lo que no había lugar a dudas: había algo en ese lado. En ese momento sentí que un escalofrío me atenazaba la columna y me obligaba a sacudirme. Sudaba, pero las gotas eran frías. Lentamente nos acercamos hasta la zona donde se había originado el espectral sonido, pero no tuvimos nuevos indicios. Con ojos extrañados, notamos que la pantalla de los dispositivos EMF seguía en verde. Algo no cuadraba.

Estábamos a punto de abrir la puerta del cuarto más alejado, cuando se lanzó sobre nosotros. Con un grito se nos echó encima y luego salió corriendo y riendo como solo saben hacerlo esas endiabladas criaturas. Desde el suelo, a la par que intentaba incorporarme, pude verlo en detalle. Un niño pequeño, de unos diez o doce años, salía corriendo escaleras abajo. Su humanidad era tan real como los muros blanco hueso de la mansión. Allí no rondaba ningún espíritu enfadado, sino un exiliado del sistema que había sido vomitado a la calle y que había encontrado divertido el jugarnos una mala pasada. Uno de los nuestros lo persiguió entre insultos y gritos, pero no alcanzó a echarle mano. Pasado el momento, nos reímos para sacudir el enojo y emprendimos nuestro regreso. Habíamos terminado de guardar la última pieza de equipo, cuando decidí dar una mirada final. Lo único eterno allí era el polvo.

-Adiós, agujero abandonado –dije en voz alta despidiéndome de la casona. Estaba ya a mitad del sendero cuando un escalofrío se coló entre mis vértebras nuevamente.

-Adiós, extraño –respondió una voz desde el interior de la sala.

 

Gentileza:

Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

 

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