San Rafael, Mendoza martes 16 de abril de 2024

En el aire – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

De todos los elementos de la naturaleza, el más difícil de conquistar ha sido el aire. Los campos fueron arados, los ríos desviados y el fuego controlado. Sin embargo, estos esfuerzos solo fueron los pasos primordiales en una epopeya para dominar el aire. El vuelo de las aves, tan distante y ajeno a nuestra fisionomía y naturaleza, se convirtió en el anhelo más profundo. ¿Quién acaso no ha envidiado alguna vez a las emplumadas criaturas que se mueven a su placer sostenidas por esas cálidas corrientes? Los celos funcionaron, entonces, de motor para el sueño que en algún momento fue pura y exclusivamente ficción. Nunca nos dimos cuenta que en realidad siempre estuvimos allí, contemplando toda la existencia desde el aire.

Con un último suspiro abandoné aquel cuerpo. Me sentí libre de las ataduras mortales y me elevé despacio por sobre la tierra que hasta ese momento había transitado. Era ahora un último aliento que se fundía con el aire. En mi nuevo estado, decidí no presentarle demasiada atención al cascarón vacío de mi antiguo cuerpo. Por el contrario, sentí el irrefrenable deseo de ascender, de alcanzar nuevos horizontes en vertical que nunca antes hubiera imaginado. Con la ligereza de la libertad me dirigí hacia arriba, en busca de aquellas estrellas que siempre parecieron tan lejanas. ¡Ah, pero allí también había barreras! El frío invisible me cubrió con una capa dura y me obligó a descender nuevamente hacia mi mundo.

Caía entonces, creyendo que era mi destino volver a ser aire en los pulmones vacíos de aquel cuerpo, cuando una fuerza irrefrenable me tomó de golpe. En mi distracción, había ignorado la llegada repentina del viejo Zonda. Fui captado de golpe como Proserpina por Hades, como la cautiva de Echeverría. Ahora formaba parte de ese aire caliento que, en forma de vendaval, surcaba el vasto territorio de cuyo. Con la fuerza renovada, sentí crujir por mi pujanza las ramas de los álamos y olivos. Barrí la tierra del piedemonte y la arrojé sobre la ciudad, extasiado por ese nuevo poder que me había invadido. Era el aire caliente que enloquecía a los hombres y golpeaba las persianas. Me consideré finalmente como parte de algo mucho más grande de lo que alguna vez fui. Era uno con la naturaleza.

Sin embargo, el Zonda pasó y se alejó camino hacia otros horizontes para los que yo aún no me sentía preparado. Opté por quedarme un rato más en esta región, descubriendo los rincones más recónditos y buscando si, efectivamente, había otros como yo; otros aires libres que quisieran formar eso que los humanos llamaron alguna vez comunidad. Así vagué por los desiertos y los oasis, bajé a gran velocidad por las paredes del Valle Grande y el Tigre, jugué con la superficie del agua y la ayudé a salpicar las caras de quienes navegaban el Atuel. Cuando rondaba por la montaña, el enorme cóndor me cortó de golpe y, por un brevísimo intervalo, fui el sostén de sus gigantescas alas.

Volvía del Cerro Nevado en el momento en que una fuerte corriente hermana me empujó. “¿Dónde vamos?”, le pregunté sin obtener respuesta. Al cabo de unos minutos, nos detuvimos a las orillas del Nihuil. Sobre la playa de arena, un grupo de hombres y mujeres se agrupaban en torno a otra figura que yacía en el suelo. Desde la altura podía ver, a lo lejos, las luces de las ambulancias que corrían contra el reloj para llegar a tiempo. No hicieron falta mayores explicaciones. Descendí de golpe y en la trayectoria reconocí el cuerpo mojado de una mujer pálida. Su boca, ligeramente abierta, había dejado escapar un último aliento hacía pocos segundos.

Todavía no sé bien por qué, pero en ese preciso instante me arrojé de lleno y entré por entre los labios de la ahogada. Cuando me recibió, sus ojos se abrieron de golpe y sus pulmones tosieron el agua dulce para dejarme lugar. Ahora me renuevo a cada instante mientras vuelvo a habitar un recipiente humano. Por las noches, recuerdo cómo fue ese momento eterno en el gran aire.

Gentileza Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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