San Rafael, Mendoza jueves 16 de mayo de 2024

Logos – Por: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Cuando iba al secundario, mi mejor amigo vivía en una finca. Lo había visitado algunas veces, pero siempre acompañado por él o su familia. El sendero que llevaba hasta el lugar me resultaba tan extraño que parecía moverse de lugar cada vez que lo transitaba. El predio, enorme con sus hectáreas siempre verdes y trabajadas, tenía un fiel guardián. Confiado en que nuestros encuentros casuales habían forjado entre nosotros una muda amistad, aquel día no dude en pasar sin avisar. Pero quienes celosamente guardan los portales suelen medir los vínculos de otra manera.

Antes de abrir la puerta, Mateo tomó aire y exhaló largamente. La imagen que su mente proyectaba demoraba más de la cuenta su partida hacia el trabajo. Sabía que tendría que pasar por esa esquina y lidiar con aquello una vez más, como tantas mañanas lo había hecho. Si tenía suerte, podría apurar el paso y sortear el obstáculo sin mayores complicaciones. Pero él no era un hombre con suerte.

Miró el celular para ver la hora. De seguro ya llegaría tarde. Entre que la yema de su dedo tocó el botón al costado del dispositivo y se encendió de la pantalla, transcurrió el tiempo eterno del pensamiento elástico. Recordó el origen de su tormento, mientras la puerta de salida se deshacía en girones de imágenes pasadas. Aquel día, la mañana brillaba con el esplendor que solo tiene el sol de otoño. Enfundado en su saco nuevo, había decidido que a partir de ese momento caminaría al trabajo. El edificio de oficinas quedaba a siete cuadras e ir hasta allí en auto era un despropósito. El viento le daba en la cara, generando una sensación agradable y reconfortante. El sonido de sus zapatos sobre el asfalto, los ruidos de los autos que rasgaban el crujiente velo de la mañana y la luz que ya golpeaba el rostro eterno de las montañas. Aquel lunes llevaba puesto el rostro alegre de un viernes. No había hecho más que girar en la tercera cuadra, ensimismado en los pensamientos de un hombre común, cuando un estruendo destruyó su ilusión. De la casa de la esquina, esa con el portón descascarado y las ventanas de rejas oxidadas, salió a su encuentro el perro. Fue todo tan rápido que su reacción solo fue un intento de sacar las manos de los bolsillos. El perro se lanzó hacia él con feroces ladridos y, sin dudarlo por un segundo, atenazó su tobillo izquierdo con la fuerza brutal de un mordisco. Lo siguiente aconteció tan deprisa que consumió los recuerdos del resto del día. Patadas, sangre, hospital, inyección y trabajo desde casa. Guardó el celular en el bolsillo e inmediatamente lo volvió a sacar. Había olvidado revisar la hora.

Cuando salió a la calle, el mundo lo recibió con la indiferencia propia del siglo XXI. Se negó a cambiar su recorrido ante el temor autoinducido de que aquel perro fuera algo más que un mero sobreviviente callejero. Meditó sobre esto último y se corrigió. El animal no era un habitante de las calles, sino el resultado del maltrato y descuido de un dueño despreciable. En otras ocasiones había intentado hablar con el viejo que ocupaba ilegalmente la casa, pero solo había obtenido como respuesta un gruñido humano y el gesto de una mano sujetándose el escroto. Al parecer, la casa era más cueva que hogar y su habitante más desagradable que la criatura que retenía con una poco fiable cadena. La memoria se materializó cuando dobló en la esquina. Allí estaba la fachada corroída de la casa y sentado sobre la vereda, como un guardián de lo indefendible, el perro. Mateo avanzó sobre el cordón, haciendo equilibrio para no caer a la calle ni torcerse un tobillo con el borde irregular del pavimento. Cuando el perro lo vio, se lanzó sobre él como una flecha. La cadena que lo sujetaba se tensó y evitó que el ataque se concretara. Aliviado, Mateo continuó su marcha mirando aquellos ojos bestiales fijamente. De labrador solo tenía el tamaño y la forma de la cabeza. El resto era el resultado de la cruza entre calle y vereda. Del hocico alargado brotaba una espuma viscosa que saltaba hacia los costados con cada ladrido desaforado. Las patas, con sus garras largas y descuidadas, herían la dura tierra de la vereda sin baldosas y dejaban finos surcos oscuros. Estaba por llegar Mateo a la esquina contraria, cuando sonó un estallido metálico. La cadena, víctima de la tensión desbocada, había cedido en su eslabón más débil, dando libertad a su cautivo. Los ojos de Mateo casi ocuparon todo su rostro al ver aquellas fauces que corrían hacia él.

Llegó a la oficina casi sin aliento, con el maletín a punto de abrirse y la camisa afuera del pantalón. Para cuando recuperó la compostura, su mente, desbordada por los rezagos de la adrenalina, había fijado la idea: tenía que matarlo. Durante toda la jornada divagó por los confines difusos de la fantasía asesina y gozó por el posible resultado del último encuentro a futuro. Se asombró cuando se descubrió a sí mismo pensando en los detalles del plan. Mayor aun fue la sorpresa cuando se dio cuenta de que ninguna de las elucubraciones le había generado rechazo o culpa. Se sintió un héroe quijotesco destinado a erradicar a la abominación que asolaba el barrio. Esto sumó otra cuota de anhelo por aniquilar a la bestia. Para cuando el reloj marcó el final del turno, ya tenía resueltos todos los detalles.

Aquella noche no hubo cena. No podía permitirse tener la mente embotada por la comida y terminar cometiendo un error. Esperó hasta el resguardo de la madrugada bebiendo té sin quitar el saquito de la taza. Apenas pasadas las tres de la mañana, tomó su mochila y salió. Un cielo estrellado le dio la bienvenida y la luz de la luna reveló el manto fino que la helada había estado tejiendo. Respiró profundamente y comenzó el recorrido. De noche, el trayecto cotidiano parecía completamente diferente. Las infinitas manos de la noche deformaban cada contorno y fachada, cambiándolas por guaridas ruines. A mitad de camino tanteó la base de su mochila. Se reconfortó sintiendo el peso de la maza para carne y siguió caminando decidido. Cuando alcanzó la mitad del camino, repasó mentalmente el plan. Llegaría despacio, intentando hacer el menor ruido posible. Acostumbrado a la calle, el perro dormiría profundamente y no captaría las pisadas. Por el viejo no debía preocuparse. Era un infeliz inmundo que de seguro dormiría el sueño de la botella. No podía permitirse dudar. El perro captaría su olor rápidamente y comenzaría a ladrar antes de querer morderlo, porque los refranes no aplican para los demonios. Tendría que caer fuerte y rápido. Ser el granizo en el verano.

Cuando estuvo a menos de quince pasos, redujo la marcha. En el silencio profundo de la noche insondable, cada paso parecía el estruendo de un tambor en su mente. Se quitó la mochila del hombro y empuñó la maza. Sintió el puño apretándose fuerte sobre el mango y vio cómo la luz de la calle arrancaba pequeños destellos a la cabeza de metal. Llegó frente a la tapera y allí estaba. Dormía a la intemperie, con la cabeza sobresaliendo del escalón y moviendo despacio la nariz. Mateo sintió un insipiente pinchazo de duda, pero lo sometió con tres largos pasos. A punto estaba de dejar caer la maza sobre la cabeza del animal cuando este abrió los ojos. En las sombras, parecían cargados con el sufrimiento de mil almas.

-Dale, animate.

Mateo se quedó con el brazo en alto, completamente paralizado. Aquella voz sonaba como si una persona atragantada con un hueso de pollo intentara hablar. Sin embargo, no había ninguna duda. Era la voz del perro.

-A eso viniste, ¿no? Pude oler el sudor frío de tu ansiedad desde hace tres cuadras. –dijo el animal mientras se rascaba la oreja derecha y volvía acomodarse. –Puedo darme cuenta de que no lo vas a hacer. Pero sabés qué es lo peor. –Cuando dijo esto, el perro se incorporó y se sentó. Parecía una perfecta estatua.

-Que nunca nadie te va a creer.

Gentileza:

Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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