San Rafael, Mendoza viernes 29 de marzo de 2024

Una vida de película – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

La vieja frase que dice “antes de morir, la vida pasa delante de nuestros ojos” ha sido despojada de su fuerza debido a la constante repetición sin sentido. En cambio, deberíamos preguntarnos si realmente querríamos ver de nuevo toda nuestra vida. Por lo general, uno piensa que revivirá aquellos momentos bellos y colmados de felicidad, pero lo cierto es que nuestro paso por este mundo también está repleto de amarguras y dolorosos pesares. ¿Vale la pena, entonces, recorrer una vez más el tormentoso camino que puede resultar el vivir? Si tenemos la fuerza suficiente para hacernos cargos de nuestras propias decisiones, entonces este rememorar no debería suponernos un gran peso. Pero, ¿qué sucede cuando lo que nos toca recapitular es la vida de alguien más?

El empleado tocó la puerta con dos golpes fuertes. Me acuerdo, porque me llamó la atención que no fueran tres o más como lo hace la gran mayoría de la gente. Tomé la llave que estaba ahí, donde siempre estuvo, en la mesita de madera pegada a la entrada y le abrí. Venía vestido todo de negro, como si de esa forma quisiera compartir mi luto y, a la vez, mantener una respetuosa distancia.

–Aquí está su reliquia –dijo mientras extendía dos manos enguantadas de blanco.

Recibí la caja de madera, él hizo una pequeña reverencia y regresó por donde había venido. Una vez dentro de la casa, dejé el paquete sobre la mesa de la cocina. No estaba listo todavía para abrirlo, pero sabía que si lo guardaba en otro lugar no volvería a juntar el valor necesario para dar ese paso. Fui hasta la pava eléctrica, la cargué un cuarto con agua de la canilla y la encendí. Mientras esperaba que rompiera el hervor, reflexioné sobre el muchacho que había llamado a la puerta. Me pareció extraño que vistiera casi totalmente de negro, incluso fuera del edificio de la funeraria. Inmediatamente pensé en los curas y su sotana eternamente negra y deprimente. Aunque ambos oficios estaban relacionados hasta algún punto con la muerte, consideré al joven de la funeraria mucho más humano. Allí se trabajaba con personas que habían perdido una parte de su vida y todavía tenían que atravesar el periodo de aceptación que impone nuestra propia condición de mortales. Ahí no hay dios que valga para calmar el llanto o apaciguar la pena. Solo contamos con los restos de aquellos a quienes amamos y nos hemos visto obligados a verles partir. Allí la muerte es tan real que casi puede llegar a palparse. En la iglesia, por otro lado, de todo tiene que hacerse cargo el de arriba.

Miré la caja nuevamente y leí en voz alta la gran palabra blanca que tenía impresa en los costados. “RELIQUIA” resaltaba sobre la madera oscura y llamaba a buscar qué había dentro. No pude esperar a que terminara de hervir el agua y me lancé sobre la mesa. Tenía que saber específicamente qué era lo que había adentro. Tenía la teoría, es cierto, pero de ahí a verlo con mis propios ojos había un abismo de diferencia. Quité el papel burbuja protector y di con lo que buscaba. Separado del fondo por un trozo de poliuretano, había un pequeño rectángulo color azabache. Lo tomé con cuidado y me lo acerqué a la cara. Allí estaba concentrada su vida entera.

Fui hasta el RAC, coloqué el pequeño dispositivo en la ranura y me senté en el sillón de un cuerpo. Al instante la pantalla pasó de blanco o gris y luego adoptó un tono azulado. En enormes letras digitales apareció la presentación de siempre: “Gracias por usar el sistema de Reproducción Amplia Canalizada. Es un producto de TechiCorp”. Inmediatamente la pantalla se completó con la imagen del menú de opciones. Elegí la de reproducir en formato original (desde la pantalla y no en representación holográfica inmersiva) y me arrellané en mi lugar. Hasta las últimas milésimas de segundos dudé sobre si todo esto había sido una buena idea. Cuando las primeras escenas aparecieron, ya no hubo tiempo para vacilaciones.

Allí estaba ella. Apenas una bebé registrando el mundo por primera vez con sus diminutos ojos entrecerrados. La secuencia se aceleraba automáticamente, dejando ver un rastro destellante de recuerdos adquiridos. El rostro de su madre, las manos de su padre, la cuna, la mamadera, sus primeros pasos y aquel vestidito de fiesta que le vi en viejas fotos. Un salto etario liberaba una nueva secuencia. En una sucesión frenética, posible solo gracias a las maravillas de la tecnología, se veía el guardapolvo blanco, los cuadernos, el lápiz, las letras y números, los juegos, los cumpleaños, el amor de la familia y las lágrimas de los golpes al trepar a un árbol. El torbellino del tiempo imparable y luego más vida por delante. Los muros del secundario, los uniformes, las risas, la mirada imperceptible hacia los chicos, las salidas, los eventos, un buzo de quinto año de colores fosforescentes. ¡Fogonazo y nueva luz! Entonces llegaba el viaje, la vuelta, años y años de carrera universitaria, lágrimas saliendo de las mesas y alegrías desbocadas, fiestas, drogas, sexo, alcohol y las más extrañas combinaciones de los cuatro elementos. Mis ojos lo consumían todo como un adicto que de golpe se encuentra con todo lo necesario para darse un sacudón. Nos vi a nosotros desde sus ojos, risas, salidas, cenas, bares, una nueva casa, un nuevo trabajo, peleas, discusiones, gritos, portazos, el volante de un auto, la ruta oscura, el velocímetro subiendo, los ojos refractarios de un venado confundido, el volantazo, el giro, el vuelco, los vidrios, la sangre, el fuego.

Cuando la última imagen se perdió en la oscuridad de la pantalla, yo lloraba desconsoladamente. Aquellas lágrimas eran tan mías como la culpa.

 

Gentileza: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

EMAIL: ravagnani.lucio@gmail.com

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