San Rafael, Mendoza viernes 26 de abril de 2024

Punto límite – Por:. Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Terminó de ponerse el reloj y miró la hora. Todavía estaba a tiempo de terminar el ritual matutino, dedicándole incluso un tiempo extra a los detalles. La última media hora había transcurrido entre aseo, ropa y perfumes. Mientras terminaba de hacerse el nudo de la corbata, miró la taza de café que había dejado sobre el desayunador. Un charquito frío de agua turbia le devolvió una mirada desinteresada. Lo agarró de golpe, tirando algunas gotas al piso impoluto, y lo volvió a colocar en la cafetera. Pulsó el pequeño botón rojo y regresó al cuarto para los toques finales. Quince minutos después, completaba el atuendo con un par de gemelos especialmente elegidos para la ocasión. Los acomodó milimétricamente en las muñecas y regresó a la cocina. La cafetera, cansada del yugo torturante de su dueño, había decidido sabotear el desayuno convirtiéndose en una versión a escala del Vesubio. De su cráter metálico brotaban ardientes hilillos de magma cafeinada. Un pequeño triunfo para lo material, un gran paso hacia el abismo del estrés lacerante.

Con el desayuno arruinado, solo quedaba seguir. Habría tiempo para limpiar el desastre después. Hoy lo único importante era la presentación. Revisó el maletín, escudriñó los papeles ordenadamente dispuestos y sonrió. Era una mueca sincera, natural, lejana a la que figuraba en incontables fotos que guardaban celosamente las redes sociales. Una flexión muscular producida por la fantasía recurrente del dinero próximo. Cerró el maletín que contenía su destino y salió. La cerradura automática trabó la puerta, como si con ese pequeño chasquido indicara que la carrera ya había comenzado. El tramo desde el departamento hasta el ascensor transcurrió de forma casi completamente imperceptible. Elevado por el eco de sus zapatos contra el piso lustroso repasó las palabras elegidas para impresionar a los miembros de la Junta. Tocó el botón de ascensor y esperó. La única desventaja que le encontraba a vivir en el piso catorce era los segundos que perdía esperando para bajar. Cuando finalmente llegó, la puerta corrediza le dio acceso a la enorme caja transportadora con su gran ventanal panorámico. Desde allí arriba, la ciudad parecía pertenecerle.

Los números de la pantalla digital comenzaron a descender. De a poco la urbe perdía su forma de maqueta y comenzaba a adquirir su tamaño real. Un sacudón repentino aniquiló la sensación de armonía. Miró hacia la pequeña pantalla digital y sus ojos confirmaron el peor de sus terrores. El ascensor se había quedado varado.

Lo primero que sintió fue una sensación de auténtico terror. Allí, suspendido desde el décimo piso dentro de un receptáculo de vidrio, pudo notar cómo la desesperación echaba raíces en él. De golpe hizo calor. Mucho calor. Tanto calor que sentía cómo el vapor se escapaba entre su cuello y el último botón de la camisa. Se aflojó la corbata y mirando al cavío bajo sus pies comprendió lo que sucedía. Estaba entrando en pánico.

Comprender lo que sucedía no ayudó a mitigar su consternación. No era el miedo a las alturas o la sensación de claustrofobia lo que había disparado esa reacción en él, sino la innegable certeza de que no llegaría a la reunión con la Junta. Comenzaba a entrar en una vorágine de locura cuando la vio. Ahí fuera, caminando como si nada estuviera mal en el mundo, una pequeña hormiga negra recorría su camino por el vidrio de la ventana. Algo se quebró dentro de él. Juraría que pudo escuchar cómo un mecanismo de seguridad dentro de su cuerpo fallaba y se rompía en mil pedazos. Aquella hormiga era la burla más grande que jamás hubiera tenido que tolerar. En su andar campante en vertical desafiaba la gravedad y la volvía inútil. Seguía viaje hacia su objetivo y él, un respetado hombre de negocios, se encontraba atrapado como una alimaña. Era, a su modo de ver, más insignificante que su amiga himenóptera. Una rabia brotó de su estómago, ardiente y ponzoñosa como el ácido fórmico. La cólera de los pecadores. El éxito sin parangón del estrés en su máxima expresión. Miró por el ventanal en busca de su enemiga y repentinamente se dio cuenta. Claro, todo resultaba tan evidente ahora. Tenía que saltar.

Contempló el espacio infinito entre el ascensor y la vereda. ¿Qué eran diez pisos para alguien como él? Nada. La misma nada en la que se convertiría si faltaba a la reunión. Estaba decidido, entonces. Saltaría. Rompería el vidrio con el maletín y reclamaría la libertad que le habían robado. Tomó impulso contra la puerta bloqueada, levantó el maletín a la altura de sus ojos y se preparó. Se sentía un caballero medieval compitiendo en una justa. Esta vez el rival era el reflejo casi traslúcido de su propia persona. Estaba por dar el primer pasó cuando lo derribó un nuevo sacudón. El ascensor había sido reparado y descendía con una armonía renovada.

Aquella tarde salió de la oficina con un aumento de salario, pero sin ninguna alegría. No podía dejar de pensar en la pequeña hormiga. En cómo él, justamente él, había perdido una lucha sin propósito contra algo que ignoraba completamente su existencia. A partir de ese día algo había cambiado para siempre.

 

Gentileza

Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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