Los niños esconden en sus juegos la entrada a mundos inimaginables. Los adultos, incrédulos y sometidos por la presión aplastante de las responsabilidades, ignoran el poder creador de las mentes desatadas. Aquellos pequeños actores interpretan los roles más inverosímiles, cobrando vida solamente a través de la mirada destellante de la inocencia. Esa misma ingenuidad derivará, para algunos, en una cárcel de deudas, obligaciones y servicios. Para otros, sin embargo, permanecerá como la fachada inescrutable de los más absolutos secretos.
Ya casi estábamos llegando. Las luces empezaban a quedar atrás y el aire fresco del campo se colaba por la hendija abierta de la ventana trasera. En el último tramo del camino el asfalto se cortaba y daba paso a un camino de tierra con pequeñas piedras que traqueteaban contra el guardabarros de mi antigua F-100. A los costados se alzaban frondosos álamos de tronco blanco, como fantasmas errantes en esa noche fría.
No debo distraerme. En cualquier momento vendrán de nuevo para obligarme a tomar aquellas píldoras que no necesito. No pueden enterarse de lo que escribo. De todos modos, nadie creería mi historia. Solo serían más y más problemas. Pero escribo. Escribo porque debo dejar registro de lo que pasó.
Continúo.
Miré por el retrovisor para asegurarme de que viajaba solo. En el asiento trasero, durmiendo como un ángel, estaba la pequeña. Una nínfula, como las llamaron alguna vez, dormía con los labios entreabiertos y respirando tranquilamente, mientras las ruedas de la camioneta rasgaban el camino terroso. Sus trenzas anudadas, aunque ligeramente despeinadas, caían suavemente sobre su hombro y mejilla izquierda, elevando el nivel de inocencia de su rostro. Su cuerpo delgado y vestido con una jardinera gastada no alcanzaba a ocupar todo el largo del asiento. A cada golpe de los neumáticos contra alguna roca grande, ella vibraba y volvía a asumir la posición del sueño.
Estaba seguro de que no despertaría hasta llegar a la casa de campo. Los caramelos habían tenido suficiente somnífero como para dormir a una docena de ellas. Incluso pensé que podría haber cometido un exceso y haberla matado sin querer, pero cuando la respiración se regularizó abandoné esa idea. Por seis largos meses había esperado este momento. Planeando, calculando y midiendo, aunque luego todo hubiera resultado mucho más sencillo de lo que creía. Lo primero fue conseguir el trabajo en la farmacia del pueblo. Recuerdo que pasé un mes entero memorizando, día y noche, los nombres de los medicamentos, infusiones y cremas para poder pasar con creces la prueba eliminatoria. Una vez dentro, solo tenía que esperar a que la persona indicada llegara. Para cuando este sucedió, ya habían transcurrido tres meses.
Entonces llegaron ellos.
Los Espigneri eran una bella familia constituida por papá jefe de mecánicos, mamá arquitecta y ella – ¡Oh con cuán hermosa figura se había presentado aquella mañana fresca en el local! – la pequeña Valeria. Había encontrado a la indicada.
El pueblo era tan pequeño como un garabato. Cuatro avenidas principales, un hotel frente a la Plaza Central, un hospital en el extremo sur, la vieja iglesia con su cementerio al oeste y la alegre escuela, que abarcaba todos los niveles de enseñanza hasta el secundario, sobre la colina terrosa. Desde el momento en que conocí a la pequeña Valeria, me dediqué a ganarme el afecto de la familia y a frecuentar la Plaza Central donde usualmente retozaban los niños. Me sentaba en un banco con un libro en la mano y fingía que leía mientras miraba cómo aquella jovencita corría de un lado a otro jugando a las escondidas. De tanto en tanto captaba sus ojos color avellana dirigiéndome miradas fugaces pero certeras, como si de algún modo estuviera enviándome un mensaje. Cada paseo por la plaza o visita al taller del padre, donde Valeria se sentaba sobre una mesa de trabajo a mirar la danza de herramientas, eran momentos únicos de tensión y placer sublime. Decidí que actuaría una tarde de invierno, donde los días se acortan rápidamente, en uno de mis paseos por la plaza. Allí estaba Valeria, saltando la cuerda mientras el sol se escondía y las sombras crecían en tamaño y espesor. Su casa se encontraba lo bastante cerca como para caminar, pero el viento corría frío y hacía pesada la labor. Ofrecí llevarla en mi camioneta hasta su hogar y ella aceptó sin dudas. Luego del segundo caramelo, ya dormía profundamente.
Llegamos a la casa de campo y ahogué el ruido del motor. Abrí la puerta trasera y cargué a la pequeña Valeria en mis brazos. El perfume natural en la piel de su cuello hacía que la sangre corriera veloz por mis venas. Atravesé la puerta de entrada y puse el cerrojo. Avanzando sin hacer ruido, llegué al dormitorio y dejé a la bella Valeria, que aún dormía, sobre la cama. Con ella inconsciente el acto no sería tan placentero y satisfactorio, pero tendría que bastar. Fui hasta el baño y me mojé la cara para calmar mi ansiedad. Al volver, la pequeña se encontraba de pié junto a la cama y me miraba con una sonrisa cómplice.
A partir de allí todo se sucedió como un solo movimiento fluido. Me recosté y ella pasó por encima de mí. Desde allí me miró, aún sonriendo con aquellos dientes blancos y perfectos de niña, mientras mis manos subían por su espalda delgada. Comenzó a quitarse la jardinera y yo cerré los ojos con éxtasis de placer vibrando por todo mi cuerpo. Cuando miré nuevamente, un mundo de horror me envolvió al instante.
Aquella no era mi nínfula joven y hermosa. En su lugar había surgido un monstruo, un demonio de piel roja y ardiente con colmillos goteantes de saliva espesa y ojos amarillos que quemaban hasta el alma. Intenté gritar, pero sus garras atenazaban mi garganta. Sus fauces se abrieron de forma imposible y las tinieblas devoraron mi visión. Me desvanecí y abracé a la muerte.
Dicen que me encontraron en la Plaza Central, vagando y balbuceando como un demente. Me llevaron al hospital y me encerraron en un cuarto acolchonado.
Nadie cree mi historia. Nadie ve la verdadera naturaleza de aquel ser horripilante disfrazado de niñita. Vivo en un estado perpetuo de terror supremo. Sé que viaja por las sombras y que me vigila. Que me atormenta. Me castiga por haber sido un hombre muy, muy malo.
Gentileza:
Lic. Lucio Ravagnani Navarrete – ravagnani.lucio@gmail.com
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