San Rafael, Mendoza viernes 27 de diciembre de 2024

La confesión – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Hay crímenes que son demasiado graves para cualquier condena. Cuando el ultraje preña a la traición, la misma condición de ser racional que caracteriza al ser humano se disuelve como la sal en el agua. Entonces las palabras son insuficientes, la clemencia inservible y el perdón un sueño tan idílico como imposible. Es entonces cuando la mente criminal, acorralada frente a las lanzas de la culpa, recurre a los malabares de palabras para justificarse. Queda allí la esperanza de que la víctima, luego de haber concedido la voz a su victimario, levante las murallas de la ira para que caiga nueva luz sobre tan terrible agravio. Hay crímenes, sin embargo, que son demasiado graves para cualquier condena. Tan brutales que no tienen perdón de Dios.

Querida mía,

En estas palabras que nunca llegarán a ti veo mi único camino hacia la expiación. Desde “El Incidente” me he visto obligado a vivir la vida de un forajido, de un exiliado. Haber huido de casa, aquel sitio que por tantos años llamamos nuestro hogar, terminó por desgarrar mi alma mutilada. Muchas fueron las noches que tuve que buscar refugio en un banco de la terminal o sobre los canteros descuidados de alguna plaza. En todas aquellas ocasiones no podía escapar al horror del hecho acometido. Incluso mientras escribo estas líneas, que nunca viajarán hasta tu bandeja de entrada, se me revuelve el estómago al evocar los eventos de aquella noche nefasta.

En el afán de enmascarar mi vergüenza he evitado espejos, charcos y vidrieras. Temo que al ver mi propio rostro encuentre los rasgos indiscutibles de un monstruo. Un ser desalmado que se dejó llevar por sus instintos más primales, consciente de que sus acciones solo traerían consigo miseria y dolor. Así como oculto mi cara, también abogo por olvidar mi propia identidad más profunda. He dejado de pronunciar mi nombre al punto tal de haberlo olvidado. Quien no se nombra, no se define. En esa falta de definición espero terminar de limpiar mi culpa y mi pena. ¿De qué valdría ser si existiendo apenas puedo transportar mi carga?

Mis dedos, que ahora tipean a toda velocidad compitiendo contra la náusea, aún se sienten sucios. Con ellos destrocé nuestra unión. Con ellos firmé mi sentencia de muerte sobre una servilleta mal doblada. Todavía puedo oler los rezagos del crimen por el que no me condenará ningún juez ni me absolverá ningún cura. Chorrea de las yemas calcinadas el viscoso líquido de la traición, constantemente demorando mi confesión. ¡Ah, qué martirio! Si hasta las rimas inintencionadas saben al amargo dejillo de tu desprecio. Sin embargo, temo que si detengo este constante fluir de la conciencia después no tenga la fuerza necesaria para retomar la labor. Es por ello que, sin volver sobre lo ya tecleado, continuo con el afán de poder alcanzar un final digno de este tan horroroso capítulo de nuestras vidas.

Lamento profundamente haberte dejado sola en la escena del crimen. Las excusas son la especialidad de los cobardes y yo soy el más cobarde de todos. Pero no gastaré energía en pretextos bien gestados ni en evasivas ingeniosas. Plasmo aquí el mea culpa que, espero, me permita continuar viviendo esta miserable existencia merecida. Hice lo que hice porque quise hacerlo. Me permití cruzar la línea insalvable y, lo que es aún peor, disfruté cada segundo. Me regodeé en cada bocanada y me sentí extasiado casi hasta el orgasmo con el aroma que inundó la habitación. A pesar de que una parte de mí se sienta repugnado por lo que voy a decir, creo que es imperioso no callarlo. Te culpo a vos también por El Incidente. Fuiste vos quién despejó el camino y dejó aquello al alcance de mi mano huidiza. Fuiste vos quien la noche anterior me llenó la cabeza con fabulaciones acerca de su forma y textura. Cuando la trajiste desde afuera, cubierta para que el viento no le quitara el calor, me desafiaste con los ojos a ultrajarla.

Es que honestamente, querida mía, ¿quién en su sano juicio descuida un sánguche de milanesa?

 

Gentileza: 

Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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