San Rafael, Mendoza viernes 19 de abril de 2024

Séptimo arte – Por:.Beatriz Genchi

Los Lumière fueron una familia de apellido premonitorio. La luz en todas sus formas siempre estuvo detrás de sus inventos. Sin embargo, su historia arrancó en una Francia ensombrecida por la invasión prusiana de 1870. Para huir de estos peligros, el matrimonio formado por Antoine Lumière y Jeanne-Joséphine Costille decidió cambiar de lugar de residencia. La pareja abandonó la fronteriza Besançon y se asentó en la ciudad interior de Lyon. Aquí empezaría una dinastía de burgueses emprendedores, el arquetipo social de una élite, cuya alegría de vivir culminará en la Belle Époque.

Antoine, era un retratista con gran visión de negocio. Tras asentarse en Lyon, abrió un estudio fotográfico en el centro de la ciudad, donde ganó clientela entre todo tipo de público. Atrajo a la burguesía acomodada de la plaza Bellecour exponiendo sus retratos en la vidriera. Y a los vecinos más populares del barrio de Guillotière les sedujo mediante la oferta de fotografías de pequeño tamaño, como de carnet, que vendía por un franco la docena.

Sus hijos Auguste y Louis en 1877 se matricularon en la escuela técnica de La Martinière, donde, mediante una férrea disciplina, se educaban los futuros empresarios de la industria. Mientras Auguste mostraba interés por la medicina y la biología, Louis compaginaba su aprendizaje de física y química con su afición al piano.Esta formación les dotó de un espíritu ilustrado y de una lógica científica.

En 1881, con apenas dieciséis años, Louis había hecho algunas pruebas para detener el movimiento en las fotos: el humo de una lumbre de rastrojos en el jardín, su hermano lanzando un cubo de agua, saltando sobre una silla o arrojando un palo al perro de la casa. Acababa de inventar la instantánea que, como habían hecho los pintores impresionistas una década antes, captaba el instante y su luz fugaz. Este hallazgo fue divulgado en el Boletín de la Sociedad Francesa de Fotografía y suscitó gran admiración entre los colegas de medio mundo.

Poco después, el patriarca de la familia compró un terreno en el barrio de Monplaisir, situado en las afueras, lo que permitía la manipulación de productos químicos. En apenas una década, los Lumière construyeron la mayor fábrica de fotografía de Europa y crearon una marca de placas fotográficas con su nombre, que recibió el nombre de «Etiqueta Azul» por el color de la caja. La venta masiva de sus productos les hizo rápidamente ricos y permitió a los hermanos dedicarse a la investigación. En 1883, a la par que se expandían sus negocios, los Lumière convocaron un concurso público a fin de contratar investigadores para sus laboratorios; aunque se presentaron universitarios laureados, los Lumière prefirieron emplear a técnicos instruidos en el liceo de La Martinière.

La creación de la sociedad Antoine Lumière e Hijos acarreó cambios sustanciales en sus vidas. Desde el viejo estudio a orillas del Ródano se mudaron a una villa modernista que bautizaron como Château Lumière. Gracias a su patrimonio, la familia fue haciéndose un hueco en la alta sociedad local. Pero no todos los Lumière reaccionaron igual a su recién adquirida riqueza: mientras que el padre padeció el «mal de piedra», esto es, se hizo construir varias casas, los hijos, en cambio, heredaron los valores de la filantropía y la fe en el progreso.

Con la proliferación de los artilugios ópticos, los espectáculos audiovisuales se pusieron de moda y se registraron patentes de investigadores como Louis Leprince y Thomas Edison, lo que aceleró la carrera hacia el cine. Y de nuevo Louis Lumière dio con la solución: el «cinematógrafo». El aparato consistía en una caja de madera con un objetivo y una película perforada de 35 milímetros. Ésta se hacía rodar mediante una manivela para tomar las fotografías instantáneas que componían la secuencia (que no duraba más de un minuto) y proyectar luego la filmación sobre una pantalla.

Desde principios de 1894, los hermanos Lumière empezaron a ensayar rodajes con su nueva cámara, que, plantada delante de la entrada principal de su propia fábrica, trataba de retratar a golpe de manivela el fin de la jornada laboral. De manera que de la película Salida de la fábrica Lumière realizaron tres versiones antes de proyectarla en la primera sesión pública, que se celebró el 28 de diciembre de 1895 en el conocido Salón Indio del Gran Café de París.

Tras el éxito de público, los Lumière encargaron al ingeniero Jules Carpentier fabricar un gran número de cámaras, nombraron a agentes de la empresa en las principales capitales de Europa y América, y formaron a jóvenes operadores dispuestos a viajar por los cinco continentes para rodar escenas de los pueblos locales. La selección de personal resultó fácil y barata: entrevistaron a los recién licenciados de las facultades y escuelas técnicas de Lyon más capaces para el oficio y les impartieron un curso acelerado de filmación y proyección. Asimismo les proporcionaron un equipo técnico y las credenciales necesarias para realizar su trabajo por todo el mundo.

Así recalaron en la empresa un estudiante de farmacia como Gabriel Veyre, que pronto zarpó hacia América Latina; el veterano soldado Félix Mesguich, encargado de abrir una sucursal en Estados Unidos; el jefe mecánico Charles Moisson, que cubrió en Rusia la coronación del zar, y un antiguo alumno de La Martinière, Alexandre Promio, a quien la regente de España, doña María Cristina, autorizó a filmar algunas escenas de la guardia y la armada reales. Todo un equipo técnico que, en una diáspora planificada desde los despachos de las fábricas Lumière, contribuyó a una globalización sin precedentes de las imágenes del planeta.

Mientras tanto, los hermanos Lumière, además de administrar los asuntos empresariales, proseguían con sus investigaciones para obtener una fotografía en color en un solo cliché. Sus investigaciones incluían desde la técnica de coloreado a mano empleada por los japoneses en sus estampas –como las que coleccionaba Claude Monet– hasta las placas de vidrio traslúcido que se podían proyectar en una pantalla. La pintura, la fotografía y el cine compartían un mismo lenguaje, pues todos reflejaban los cambios de la naturaleza, encuadraban el tiempo detenido y atrapaban la luz fugaz del paisaje. Sólo faltaba que compartiesen una mirada en colores.

La placa autocroma de los Lumière, patentada en 1903 y comercializada en 1907, maravilló a los especialistas por su extrema sensibilidad y fue el único procedimiento en color hasta 1935. De modo que tanto políticos como millonarios se retrataron en colores para pasar a la posteridad.

Gentileza:
Beatriz Genchi – beagenchi hotmail.com
Museóloga – Gestora Cultural.

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