San Rafael, Mendoza viernes 26 de abril de 2024

Neurubirat – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

“[…] el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales”

Funes el memorioso

Jorge Luis Borges.

 Desde la vereda del bar casi ni se escuchaba el zumbido de las terminales. La música de rock y las charlas a los gritos intentando superar el estruendo de los parlantes hacía que la atmosfera de la calle apenas tuviera intensidad. A lo largo de los años nunca pude terminar de comprender por qué los bares y cafés insistían con esos decibeles cuando era evidente que dificultaban, y a veces hasta impedían, la comunicación con la persona de al lado. Después de unos minutos de dar sorbos a mi pinta de cerveza y mordisquear maníes pelados, comprendí que quizá esa era justamente la razón. El aislamiento en pleno espacio público.

La alienación en nuestra propia mente, resguardados por los invisibles muros de la música constante. Volví la vista hacia la terminal que en ese momento cruzaba la calle. Su paso era lento y el cartel de “VACÍA” estaba iluminado. Si finalmente iba a dar ese paso, tenía que ser ahí mismo. Apuré lo que quedaba de cerveza en un largo trago, dejé los billetes en la mesa y salí.

Mientras me acercaba al aparato en forma de esfera, revisé mis bolsillos. Si había olvidado la credencial, todo el valor que había juntado no serviría para nada. Finalmente mis dedos tantearon el borde plástico en el bolsillo interno de mi campera. A pesar de la incertidumbre, no detuve mi marcha ni por un segundo. Sabía que eso era todo lo que hacía falta para dimitir y aquello no era un gusto que pudiera darme. Ya no. De manera que llegué hasta el sitio donde la terminal se había posicionado, junto a un puesto de recarga energética del otro lado de la senda peatonal. Cuando estuve al lado, pude notar las letras impresas en el costado izquierdo. CABINA NEURUBIRAT. Mod-1.5. Debí darme cuenta de que era un modelo viejo, ya que el chasis redondeado era un poco más pequeño que el de sus semejantes de última generación. Pero lo que adolecía de estético lo compensaba con un costo reducido por el servicio que prestaba. Puse mi mano sobre el panel izquierdo y esperé unos segundos. La luz parpadeó tres veces en rojo hasta finalmente ponerse de color verde y la puerta se abrió. Entré e inmediatamente la terminal volvió a cerrarse. Hubo una pequeña vibración y el cartel pasó de “VACÍA” a “EN USO”.

Respiré profundamente mientras las pantallas se activaban y comenzaban a desplegarse frente a mis ojos. Me sentía tan cómodo en aquel asiento mullido inclinado hacia atrás que ni siquiera noté el casco con las microscópicas agujas transmisoras alrededor de mi cabeza. Había oído que las terminales Neurubirat estaban diseñadas para que la persona se sintiera lo más confortable posible durante el procedimiento. Eso podía asegurarlo sin lugar a dudas. Mientras el sistema cargaba los últimos datos biométricos, recordé el día que estrenaron la primera de aquellas máquinas. La gente no estaba muy contenta con el diseño exterior. Una especie de gran globo metálico sostenido por seis patas robóticas semejantes a las de un arácnido y una antena que sobresalía por la parte trasera, parecida a la cola de un escorpión. La Corporación había explicado que ese particular diseño había sido pensado en términos de funcionalidad. Era imperioso que las terminales pudieran avanzar sobre cualquier tipo de terreno para que todo el mundo pudiera acceder a las maravillas de la personalización memorial.

¡Hemos trascendido los límites de la naturaleza una vez más!” comenzaba diciendo el anuncio oficial el día del lanzamiento. “¡Nunca más el ser humano se verá atormentado por recuerdos del pasado! ¿Una reminiscencia incómoda? ¿El fantasma de un viejo amor? ¿Imágenes de horribles y violentos escenarios grabados a fuego? ¡YA NO MÁS! Las terminales Neurubirat permiten elegir qué recuerdos borrar y cuáles conservar. Que el pasado deje de ser un tormento para convertirse en una dulce evocación de la PERPETUA FELICIDAD.”

La desconfianza inicial se desvaneció rápidamente cuando diferentes figuras del espectáculo comenzaron a salir en televisión anunciando las maravillas de esta nueva tecnología. El común de la gente les siguió no mucho después y, al cabo de tres meses, la Corporación sacaba al mercado un nuevo modelo ante la creciente demanda. Ahora, un año y medio después de aquel primer anuncio, estaba sentado por primera vez en una terminal Neurubirat de primera generación viendo cómo se desplegaba ante mis ojos un panel táctil con las diferentes zonas de mi memoria.

Las tablas de referencia por color facilitaban el trabajo de búsqueda más de lo que había imaginado. Una primera ventana dejaba elegir la edad aproximada en que el evento se había producido. Luego, la imagen se desglosaba en diferentes áreas comunes: trabajo, familia, amor, vicios y ocios. Un botón rojo con letras negras indicaba “RECUERDOS TRAUMÁTICOS COMPLEJOS”. Di gracias de no tener que hacer uso de esa opción y continué con mi búsqueda. Dos ventanas automáticas después, hallé mi objetivo.

No me hizo falta pagar por la reproducción en video de aquella memoria. Pude evocarla sin problema hasta el más mínimo detalle. El mensaje en el teléfono. La cama desarmada. El placard de su ropa vacío y el relicario olvidado sobre el pequeño aparador del baño. Sentí un ardor familiar que subía desde el estómago y se congelaba de golpe erizándome la piel. Las lágrimas comenzaron a agolparse en mis ojos con la misma sal amarga que la primera vez. Parpadeé tres veces y dejé que una se escurriera. Miré la pantalla luminosa desplegada frente a mí. “¿BORRAR RECUERDO?” Presioné el botón azul de “SÍ” y cerré los ojos. Un perfume parecido a la vainilla llenó la cápsula. Lo respiré con placer mientras los zumbidos crecían y las luces se apagaban. Dos minutos después, la calle me dio la bienvenida.

Caminé feliz, todavía pudiendo percibir el ligero aroma dulce de la terminal que nuevamente mostraba su cartel como “VACÍA”. Pasé frente al bar y miré la mesa que había ocupado, ya limpia y lista para recibir a un nuevo cliente. La dosis de serotonina (cortesía de la Corpo cada vez que alguien usaba sus máquinas) reveló en mi camino un espectro de luces, perfumes y sonidos que me llegaban claros y sutiles. El mundo estaba convertido en un sábado por la tarde, con el sol brillando y la cuenta bancaria en verde. Si había una mejor sensación que esa, definitivamente yo no la conocía.

Continué calle abajo en dirección al edificio de departamentos donde me había mudado poco tiempo atrás. A una cuadra y media busqué las llaves en el bolsillo derecho de mi pantalón de jean y escuché el tintineo del metal. Podía ya ver la puerta de entrada cuando, sin querer, pisé algo que yacía en el suelo. Bajé la vista para comprobar qué era aquel crujido y descubrí que se trataba simplemente de un folleto viejo y pisoteado. Los colores vibrantes anunciaban el estreno de lo que, según aseguraba el papel, sería el mayor éxito en la historia del cine. La imagen mostraba un grupo de distinguidos personajes, con los actores principales en el centro y sus expresiones congeladas para siempre en la imagen impresa. Tuve una sensación de déjà vu cuando me fijé en sus rostros. Algo en aquellas facciones intentaba dar con una parte de mí que se escondía en un recóndito rincón de mi mente.

Pero no estaba escondido. Oh, no…no lo estaba. Estaba borrado.

Nuevamente el ardor y el congelamiento interno. Otra vez la piel erizada. Pero esta vez los ojos, enormes y pulsantes, estaban secos. Aquel recuerdo, relacionado a la película publicitada en ese papel, había sido arrancado de mi cerebro. ¿Por qué había decidido hacer algo así ante un elemento tan inofensivo como un largometraje de pantalla gigante? Si había borrado aquella memoria tan insignificante, entonces ¿qué más había borrado? Sentí que me mareaba y tuve que dar unos pasos torpes para atrás para mantener el equilibrio. Una epifanía se filtraba como los rayos de un sol fulminante entre las nubes del invierno. Había despedazado mis presencias del pasado, generando un enorme mar de amnesias autoinflingidas. ¿Y si había eliminado, entre todo eso, una parte fundamental de mi persona? ¿Si acaso había desechado eso que hacía que yo fuera yo y no otro? ¿Qué había considerado desechable? ¿Qué imagen, momento, instante había enviado para siempre al abismo insondable de olvido eterno?

Salí corriendo en dirección al bar perseguido por los fantasmas que había sometido al exilio. ¿Quiénes eran? ¿Por qué ellos? ¿Quién era yo sin ellos? Llegué hasta la esquina y vi que la terminal todavía se encontraba desocupada. Crucé la calle a la carrera, sin prestar atención al tráfico y escuchando un bocinazo con insulto incluido que se perdía en la distancia. Coloqué mi mano en el panel y me abalancé dentro de la cabina apenas se abrió. No tuve tiempo de sentir el confort del respaldo mullido. Ingresé mi código personal en la primera pantalla holográfica y busqué la opción de restauración. El costo del procedimiento era inmenso, pero ya no importaba. Cuando saliera pediría un préstamo. Tenía que saber quién era yo en verdad. Llegaron los zumbidos y el perfume, pero esta vez el dolor de una descarga eléctrica me sacudió desde la nuca hacia el resto del cuerpo. Mis ojos se cerraron y me desvanecí entre las nubes de vainilla.

Desde el bar de siempre miro cómo una estación Neurubirat cruza la calle mientras la noche cae sobre la ciudad. Es un modelo nuevo. Me doy cuenta por el chasis ovalado y el color blanco crema que brilla bajo la luz de los postes. Dejo el diario personal y la lapicera a un costado y tomo un largo trago de cerveza. Una amargura conocida, familiar, me recibe desde el fondo del vaso.

 

Gentileza: 

Lic. Lucio Ravagnani Navarrete – Ravagnani.lucio@gmail.com

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