San Rafael, Mendoza viernes 19 de abril de 2024

Labor cumplida -Por:. Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Quien tenga mascotas en algún momento se habrá hecho la pregunta «en qué estará pensando…?» Este relato no arroja demasiada luz sobre dicho interrogante, pero imagina una realidad posible. Una en donde, con absoluta naturalidad, esos acompañantes fieles no nos ocultan ningún secreto.

No solo la tiró al piso, sino que también la aplastó. La apretó con la bota negra hasta reventarle la cabeza y recién ahí dejó de moverse y chillar. Yo lo vi todo, claro. Lo vi con los ojos clavados en el cuadro y la boca abierta. Debo haber tenido la lengua un poco salida porque un instante después la sentí seca y me invadió un inevitable deseo de tomar agua. Por un momento, el perfume confuso del jardín se mezcló con el aroma de la sangre que se escurría entre las gritas del cemento. Cuando volví para fijarme, solo quedaban el leve rastro de un pequeño charco de sangre.

La noche transcurría serena y plácida. El repiqueteo constante de las hojas formaba una armonía que los de adentro no percibían. Es cierto que a veces los envidiaba por sus altos colchones y sus mullidos sillones, pero la verdad es que afuera se estaba bien. La luna brillaba con fuerza y despertaba dentro de mí un ferviente deseo de hablarle. Quería contarle que me alegraba su presencia y preguntarle si la noche le parecía tan agradable como a mí. Lo hice y de adentro me callaron con un grito. Miré hacia arriba una vez más, luego hacia la ventana y, finalmente, decidí que ese momento era tan bueno como cualquier otro para dormir. Un ruido extraño me despertó, poniéndome alerta inmediatamente. Se sentía como una fuerza imparable de la naturaleza que se acercaba a toda velocidad. Sabiendo que generaría una posible reprimenda, protesté una vez más. Esta vez no me llegaron gritos ni portazos, por lo que me animé a insistir con el barullo para evitar la catástrofe que se avecinaba. El eco del garaje debe haber potenciado demasiado el retumbo porque apenas estuve allí recibí gritos y algunos insultos. Estaba tan acostumbrado que no llegó a afectarme, pero de todas maneras desistí de mis intentos guardianes. Aquel barullo se perdió a lo lejos, tan despacio como había llegado. Me dormí casi sin darme cuenta hasta que sentí el calor de la mañana contra mi cuerpo desnudo.

Esa vez no recibí pan ni galletas ni nada. A través de las rejas podía ver los rostros somnolientos que me saludaban con palabras separadas por el gran portal. Esperé pacientemente, porque sabía que en algún momento caería algo para mí. No me gustan las migajas porque son difíciles de comer desde el suelo, pero estaba seguro de que algo más llegaría. Todo fue en vano. No hubo sobras ni requechos y la apertura de la reja tardó en llegar. Se me permitía un tiempo breve en el interior y siempre aleatorio. Algunas veces me acostaba, conforme, durante varias horas mientras que en otros momentos la alegría solo duraba algunos minutos. Después de tantos años, aún no lograba comprender cómo funcionaba el sistema.

Por la tarde tuve un poco más de suerte y dejaron caer unas tostadas no del todo quemadas. No puedo decir que eran mis favoritas, pero la ausencia de la mañana había calado hondo en mi deseo de masticar algo más que el repetitivo alimento cotidiano. Dos de ellos salieron y fueron hasta el fondo. Los seguí unos pasos más atrás, como de costumbre, y los tres nos detuvimos bajo el gran árbol. Los oí hablar fuerte, pero la comprensión de esas palabras era ajena a mi conocimiento. Estaba por dar media vuelta y regresar cuando un sonido captó mi atención.

Rsha… raghh…Ratt…

No conseguía completar el proceso y darle forma a esa memoria que peleaba por salir. Una vaga imagen, como de sombras hace mucho extraviadas, venía a mí por intervalos. Casi podía ver la representación frente a mis ojos, pero también podría haber sido solo un instinto olvidado. Lamí sus tobillos dos veces y me alejé despacio. La tarde, plácida y serena, pasaba despacio en el patio. Cuando volvieron a entrar, acariciaron mi cabeza y se perdieron tras las rejas. Ese pequeño gesto fue suficiente para comprobarlo: definitivamente yo era un buen perro.

Gentileza: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete –  ravagnani.lucio@gmail.com

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