San Rafael, Mendoza 20 de abril de 2024

Esperando la lluvia – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

La vida entre eriales nos lleva a adorar el agua. Cuando el cielo se oscurece en pleno día, llega con el viento la esperanza de un aguacero que calme la sed de la tierra y las plantas. Los que habitan estas tierras pueden identificar la lluvia antes de su llegada. “Va a llover”, dicen mientras levantan la cabeza y olfatean el aire. Entonces caen las primeras gotas ue anuncian la llegada de sus compañeras. En verano, con las ventanas abiertas de par en par, dejamos que el hogar se limpie con el aroma de la tierra húmeda. Sin embargo, en este ritual de agradecimiento las plegarias, a veces, llegan a er demasiadas. 

Miranda abrió la puerta y vio a su abuelo sentado en una mecedora. Una brisa leve movía los escasos cabellos canos del anciano, mientras su mirada se mantenía fija en el Oeste. Sus manos, arrugadas por demás, se afirmaban sobre los apoyabrazos de madera. Parecía balancearse a la par del reloj, lo suficientemente despacio como para no marearse y tampoco quedar estático. La nieta lo miraba con su pequeña mano aún en el picaporte.

– ¿Qué estás haciendo, abuelo?, – dijo mientras miraba ella también hacia el Oeste.

– Estoy esperando a la lluvia. – Con la última vocal llegó una brisa cargada de olor a tierra mojada.

La niña siguió mirando al Oeste. Ahora las nubes grises se desplazaban lentamente y aparecían, tímidas, sobre los techos de las casas. Hacía más de tres meses que no llovía en la región y el paisaje lo mostraba con pena. La tierra quebrada mostraba sus cicatrices día y noche, crujiendo bajo el peso de las pisadas. Los árboles coposos se elevaban con la fuerza del sol y a duras penas impedían el paso de los rayos. La sombra misma hervía durante la siesta y era imposible conservar el sueño sin ayuda de los aires acondicionados. Los ventiladores, despojados de sus habilidades, escupían un aire caliente como aliento de dragón. Era el ardiente verano en su máxima expresión. Pero aquella tarde prometía un respiro a las almas atormentadas.

A los pocos minutos, las primeras gotas de la tormenta repiquetearon contra los tejados de chapa. Una sinfonía de alivio se extendió rápidamente y los pulmones se llenaron con el aire de la tempestad. El cielo gris plomo descargó con fuerza su carga contenida. Se abrieron las ventanas y el sonido tintineante repercutió en todos los rincones. Esa noche se podría dormir.

Llovió durante toda la noche y también toda la mañana del día siguiente. La gente, renovada luego de un descanso reparador, recibió aquella jornada con buen ánimo. Los que podían trabajar acudieron a sus puestos. Los desempleados se agarraron el vientre rugiente y camuflaron sus lágrimas con el chaparrón. El agua celestial cayó sobre autos, perros, cartones y veredas. Mojó los trajes, los vestidos, las remeras y los harapos. Alimentó a los charcos, las canaletas, las macetas y los ríos. Sobre todo a los ríos. Mientras tanto, en la casa con la mecedora, nieta y abuelo miraban la lluvia caer.

Siete días con sus noches fueron marcados con la precipitación incesante de la tormenta. A la madrugada del octavo día, se desató la tragedia. El río se liberó de su cauce y comenzó su desenfrenada carrera de destrucción. Arrasó primero con las casas aledañas, que cayeron como si estuvieran hechas de papel. Los campos de cultivo se ahogaron bajo una corriente de barro y rocas. Los árboles parecían faros raquíticos que pugnaban por mantenerse en pie a pesar de la fuerza que insistía en arrastrarlos. Se llenaron los zanjones, los desagües y los canales. Cualquier barrera, natural o artificial, quedaba obsoleta ante el avance  del río. La ciudad, ajena a los problemas del campo, miraba por la pantalla de los televisores cómo aquella gente invisible luchaba por salvar lo poco que tenía.

El décimo día sonó la sirena. Los camiones se lanzaron a la carrera para comenzar la evacuación. Mandaban a salir de las casas y escapar de aquel inusual fenómeno. La gente salió mirando sus teléfonos y algunos casi se olvidaron las mochilas con alimentos y medicina. Hombres, mujeres, niños y niñas eran azotados por la inclemencia de la tempestad que parecía haber llegado para quedarse. El abuelo cargó a la pequeña en la parte de atrás del camión y, con un enorme esfuerzo, subió él también. El ruido del motor se perdía en un rugido distante pero creciente. El río, tan lejano de las montañas de cemento, llegaba a cobrarse su terreno. El sol no se veía desde hacía mucho pero se sentía. Hacía bullir los charcos de los techos con un calor invisible que ahogaba a cualquiera que siguiese respirando.

A los pocos minutos, una violenta mano de agua turbia destrozaba una mecedora de madera en el pórtico de una casa vacía.

Gentileza:

Lic. Lucio Ravagnani Navarrete –  ravagnani.lucio@gmail.com

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