San Rafael, Mendoza viernes 19 de abril de 2024

Peligros de oficina – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

En el día a día uno vive rodeado de potenciales accidentes. Nuestro cerebro, guardián de nuestro bienestar, las ignora en su gran mayoría para no caer en un estado de agorafobia. En este estado de permanente tuteo con la muerte, disfrutamos de nuestra libertad persiguiendo nuestros objetivos y cumpliendo con nuestras obligaciones. Desestimamos estos peligros en pos de una vida plena de satisfacciones y nos atraen las noticias de dichos accidentes por resultarnos algo ajeno. La casa, el trabajo, las reuniones con amigos son todos lugares que pueden caer en lo “unheimlich”. Nunca sospechamos de los elementos más inofensivos justamente por catalogarlos de tal manera. Pero allí están, siendo parte del gran caos universal. Trazando ellos mismos, tal vez, un sórdido plan que nos involucra.

Miró el reloj que colgaba en la pared de la oficina y vio que solo faltaban quince minutos. Ese cuarto de hora solía transcurrir con la lentitud de los siglos, sobre todo si presagiaba la llegada del fin de semana. Navegaba por las diferentes redes sociales, minimizando los navegadores cada vez que algún colega pasaba por la puerta pronunciando la fórmula de cortesía correspondiente: “Hasta el lunes”. Sonaba tan bien. Sonaba a descanso, relajación y tiempo libre. A sentarse en calzoncillos en el sillón y consumir capítulos de series y comida chatarra por igual. Eran las palabras mágicas que abrían el portal del ocio. Pero esta vez cambiaría la rutina. Estos últimos quince minutos laborales de la semana cumpliría con las pequeñas tareas pendientes que lo dejarían satisfecho y complacido consigo mismo.

Cerró el navegador y acomodó el escritorio. Limpió los restos de comida y arrojó los envoltorios plásticos a la basura. Llevó la taza de café a la pequeña cocina del personal, la limpió y la dejó acomodada junto a las otras. Se sentía bien, orgulloso de sí mismo ante los actos que correspondían en un ambiente laboral compartido. Quiso, incluso, ir más allá de su propio espacio y hacer algo por otra persona. No completar un informe ni redactar una nota. No, no, tenía que ser algo lo suficientemente sencillo como para aún salir a horario y ni un minuto más tarde. Decidió, entonces, que repondría el papel de la impresora principal.

Caminó despacio hasta la sala de copiado con el andar de quien se siente realizado. En el cuarto todo se encontraba en perfecto orden. Solamente la luz roja de la inmensa fotocopiadora industrial centellaba como un faro, señalando la carencia que sentía. Se acercó y la miró detenidamente. Había visto cientos de veces a sus colegas abrir el gabinete gris y arreglar los problemas con los cilindros de tóner o las resmas de papel. “Si ellos pueden, yo también”, pensó mientras hacía presión con los dedos sobre el borde de la tapa. Las trabas cedieron y el interior de la máquina quedó expuesto. Era mucho más simple de lo que había pensado y eso le sacó una pequeña sonrisa. Pasó los dedos por las inscripciones de cada sector hasta que dio con la bandeja de carga. La abrió y comprobó que, efectivamente, se encontraba vacía. A pesar de la nimiedad de la situación, se sintió como un héroe moderno que ha ganado su primera batalla. La proximidad del fin de semana ya actuaba sobre su apabullada mente. Se incorporó y fue hasta el armario que tenía en su puerta la palabra “REPUESTOS”. Allí lo recibió una torre de seis enormes cajas de cartón. Tomó la de más arriba y casi cayó al suelo al comprobar el peso. Insultó en voz alta y, luego de apoyar la caja sobre el suelo, comprobó su reloj de pulsera. Todavía quedaban cinco minutos para el horario de salida. Podía hacerlo. Podía cumplir con lo propuesto sin sacrificar nada de su tiempo libre.

Dentro de la caja de cartón, cuatro resmas A4 le mostraban su rostro plástico y brillante. Tomó la de la izquierda y arrancó la cubierta. Estaba a punto de colocarla en la bandeja de la impresora cuando recordó, en un asalto de lucidez, haber visto a un colega sacudir las hojas antes de acomodarlas. Tomó el fajo por la parte inferior y torpemente las sacudió como si quisiera quitar la tierra de una prenda vieja. En el movimiento sintió un filo invisible. El borde de un papel había cortado la piel de su dedo índice, justo a la altura de la articulación. Unas gotas carmesíes cayeron sobre la resma. “Nadie se va a dar cuenta el lunes” pensó mientras guardaba el montón de hojas en la bandeja y cerraba el gabinete. Con un click la luz roja de la impresora se volvió verde, titiló tres veces y se apagó.

Volvió a su escritorio y se dio cuenta de que habían pasado ya cinco minutos de su horario de salida habitual. Se maldijo por querer cumplir con su buena acción y tomó su saco para partir. Esperando el ascensor, sintió que algo resbalaba por su mano. Las gotas de sangre ahora corrían como un fino hilo rojo que caía rítmicamente sobre la alfombra. Se cubrió con un pañuelo descartable usado que encontró en el bolsillo del pantalón y entró en el ascensor. Bajó hasta la planta baja y, al salir, notó que el pañuelo se había teñido casi en su totalidad. ¿Por qué no cesaba el sangrado? Comenzó a agitarse y sintió que el dedo índice ahora latía con cada respiración entrecortada. En la vereda, el sol de la tarde lo desorientó. Hiperventilado, veía pasar frente a sus ojos una palabra que no alcanzaba a comprender del todo. Flotaba despedazada, con algunas letras faltantes. Hemo… fil… falia… folio… emiofilo…

El mareo llegó de golpe. Los autos estacionados se fundían en un enorme tren metálico que fulguraba con las luces y el ruido de la calle parecía el rugido de una bestia primitiva. Se tambaleó mientras sentía que la sangre de todo su cuerpo se escapaba a chorros por el minúsculo corte de su dedo. Lo único que veía con claridad era la figura de los árboles. Advertía sus cortezas quebradas como canaletas abiertas por enormes garras. Oía el fluir de la savia rabiosa desde las raíces hasta las ramas más altas. En sus colores, rostros dementes lo observaban y se reían con silenciosas carcajadas que lo atormentaban entre jadeos. Tropezó con el desnivel de una baldosa suelta y cayó de bruces al suelo, tomando con su mano izquierda el dedo sangrante. Respirando tierra y sudor, continuaba con la mirada fija en esos árboles siniestros que ahora se cernían sobre su cuerpo débil y desprotegido. “Es una venganza” pensó mientras se sumía en las sombras del desmayo. “La última venganza de los árboles.”

 

Gentileza:

Lic. Lucio Ravagnani Navarrete –  ravagnani.lucio@gmail.com

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