Una de las cosas que hemos perdido durante estos meses de forzado aislamiento son las interacciones aleatorias en espacios públicos. Ese comentario compartido al ver los precios de una vidriera, aquel genérico “¿cómo está el clima hoy, no?” o incluso el simple “disculpá, ¿este va para el centro?” quedaron resguardados en el selectivo museo de la memoria. Cuando recuperamos algún recuerdo de aquella realidad extraviada donde el Otro no era un factor de peligro invisible, nos damos cuenta de que algunas de esas coletillas triviales terminaron forjando parte de nuestro ser actual. Entonces se revela un cuadro congelado de ese entonces y las acuarelas del tiempo llegan incluso a perfumar la evocación que se creía perdida. Comenzamos a hilvanar aquel evento y, tirando del hilo, finalmente damos con la mecha que detonó un imprevisto; lo espontáneo. Son piezas que creíamos insignificantes en un momento, pero al restaurarlas resultan fundamentales. Por algo están ahí, expuestas en el atrio de nuestra historia pasada, esperando que un nuevo vistazo revele detalles que nunca antes percibimos.
Hacía un calor de muerte. El otoño había pasado rápido y dejó solo una estela de hojas secas y lluvias aisladas en la memoria. La primavera, en cambio, trajo consigo toda la furia del verano futuro. Las flores parecieron abrirse de golpe, forzadas por algún lazo invisible a acelerar su ritmo natural y al principio parecían cansadas; quebradizas por el sopor de un sueño interrumpido. Un comienzo de primavera que superaba los treinta grados centígrados era una cachetada directa al rostro. Mientras afuera volvía a surgir el verde, adentro del colectivo el olor a sobacos, pies y perfume barato destruía cualquier pensamiento poético.
Estaba atrapado entre una señora regordeta que sostenía la cartera fuertemente contra su pecho y un adolescente que miraba a la nada con la boca abierta y la espalda encorvada. Cada tanto, la mujer miraba al joven con cierta desconfianza y bastante asco. A pesar del ambiente infernal, el chico llevaba puesto un gorro negro que lo hacía transpirar grandes gotas de sudor grasiento, mojando sus mechones desaliñados para finalmente caer al piso. Yo evitaba pensar que me esperaba una jornada de laburo metido en una oficina pequeña con una sola ventana, con problemas propios y ajenos y trabajo acumulado de la semana pasada. Estaba concentrado en revolcarme sobre mis propios pesares cuando del fondo del colectivo alguien gritó. “¿¡PERO ESTE COLECTIVO PARA EN ALGÚN MOMENTO O ESTAMOS TODOS YENDO A LA CASA DEL CHABÓN?!”. Se escucharon algunas risas antes del frenazo y de pronto la alegría frugal del momento se convirtió en un torrente de puteadas e improperios. Se abrieron las puertas y la gente comenzó a bajar, algunos todavía insultando al chofer. A mí todavía me quedaban tres paradas así que, liberado de la presión que sentía durante la congestión de personas, relajé los hombros y me tomé de la baranda. Cuando bajaba la última pasajera, una chica joven con una gorra al revés y unos jeans rotos al estilo skater de los años noventa, pegué un salto y de dos zancadas salí justo antes de que cerraran las puertas. Por lo bruco del movimiento casi empujé a la muchacha, que se dio vuelta para mirarme con desprecio mientras yo hacía un gesto de disculpa con la mano. La vi alejarse echando vistazos sobre el hombro para comprobar que yo no era un pervertido que la iba a seguir. Me enderecé y vi que en la cuadra siguiente había una plaza. Crucé la calle sin mirar a los dos lados y fui hacía allí.
Los bancos estaban gastados y a algunos les habían arrancado las maderas. Busqué el menos desvencijado y me senté a mirar. Miré sin observar nada en particular, por el hecho de mirar y nada más. Una pareja paseaba llevando frente a ellos un cochecito de bebé rojo y blanco, una abuela era tironeada de la mano por su nieto que quería ir a las hamacas, un pochoclero se quejaba a los gritos por el aumento del gas envasado. Tan compenetrado estaba en la escena de aquella pintura cotidiana que no me había dado cuenta de la persona sentada a mi lado. No estaba ahí cuando llegué, por lo que debe haberse acomodado despacio para no molestar mientras yo me abstraía en mi propio pensamiento. Sin saber muy bien qué decir –si es que en realidad debía decir algo– la miré por un segundo y noté que tenía la vista tan perdida como yo hacía unos segundos atrás.
–Hola. –Fue todo lo que me atreví a decir como para no quedar como un antipático típico.
–El otro día llamé al amor de mi vida por teléfono y, cuando atendieron y escuché que era él, corté rápido. –dijo mientras encendía un cigarrillo sin apartar la vista de la plaza. –Me hizo bien saber que no murió todavía.
Yo me había quedado paralizado. ¿De qué me hablaba esta mujer de edad indefinida que fumaba sin lanzar el humo y miraba sin mirar? Pensé que era alguna de esas personas poco cuerdas que abundan en los espacios verdes de la ciudad, buscando el confort de otro ser humano o un refugio en la sombra. Yo transpiraba, en parte por el calor y en parte porque aquella conversación me estaba poniendo nervioso. Iba a preguntarle si la persona que amaba estaba enferma o algo pero no me salió nada. En ese instante, mirando cómo el cabello ceniza le caía sobre el costado izquierdo de la cara, noté que ella no transpiraba. Vestía un pantalón oscuro y una camisa blanca con un pullover negro cuando hacía un calor que derretía los pájaros, pero esa mujer no transpiraba ni un poco. Cuando me estaba por levantar para ir a la parada de colectivos y tomar el próximo que me dejara en mi trabajo, dijo algo más.
– ¿Hace cuánto que no luchás? –Sin darme tiempo a responder tiró el cigarrillo consumido al suelo, lo pisó al pararse y se alejó con las manos en los bolsillos. Me quedé mirando hasta que la perdí de vista entre un contingente de turistas japoneses que parecían una manada de gacelas escudriñando para todos lados. Volví la vista al cigarrillo aplastado y pensé en la oficina. Me desprendí un botón de la camisa y caminé hacia mi casa.
Gentileza: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete
EMAIL: ravagnani.lucio@gmail.com
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