San Rafael, Mendoza martes 23 de abril de 2024

 Navidad anticipada – Por:. Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Las fiestas de fin de año merecen un capítulo aparte en las páginas modernas de la humanidad. Tan variadas y particulares son las historias que se gestan en estas fechas que su categorización resultaría prácticamente imposible. Sin embargo, siempre podremos contar con una serie infaltable de elementos que nos confirmen que estamos hablando de ese momento y de ningún otro. En nuestra memoria siempre existirá esa celebración que, de alguna manera, nos marcó para siempre. Incluso puede que lleguemos a desear fervientemente repetir ese instante de felicidad que se arraigó con fuerza a nuestra memoria y que ha servido de vara medidora para todos los que le siguieron. Puede que, al volver, sintamos una vez más esa alegría insuperable. Pero quizás ese viaje a los rincones más custodiados de la memoria sea solo un camino de ida.

Cuando sonó el timbre supo inmediatamente que había llegado. No solo por el hecho de que a esa hora no esperaba visitas, sino porque además ninguno de sus conocidos tocaba el timbre. Por alguna extraña razón todos preferían la puerta. La golpeaban rítmicamente con los nudillos, gustosos de sentir sobre la piel ese sutil impacto de la madera barnizada. Cada uno componía una sinfonía única que revelaba quién se encontraba del otro lado aun antes de abrir. Tres golpes cortos, sus padres. Dos golpes secos y espaciados, algún amigo. Cuatro golpes rápidos, el servicio de mensajería del trabajo. Pero esta vez la puerta no delató a la persona que se encontraba del otro lado. Había sonado el timbre y su música programada encriptaba la figura del visitante. Aquel sonido era impersonal, desprovisto de cualquier esencia humana y amigo del enigma y del misterio. Fue justamente ese anonimato del llamado lo que le indicó que había llegado. La ventana confirmó que estaba en lo cierto. Corrió los tres pasadores que aseguraban la puerta, se colocó la máscara sobre la boca pequeña y la nariz prominente y giró el picaporte.

– ¿Señor…Marechiegui? –la voz del repartidor era igual de monótona que el timbre.

– El mismo. –dijo intentando sonar lo más sereno posible.

– Aquí está su paquete. Por favor, firme aquí y coloque aclaración, fecha y número de documento aquí.

Cumplió de manera automática y mientras colocaba los últimos dígitos del documento se preguntó si esa actividad maquinal no estaría aniquilando lentamente nuestro natural uso de la razón.

Se despidió del repartidor y nuevamente corrió todas las trabas y cerrojos. La impaciencia hizo que quitarse la mascarilla fuera más dificultoso que de costumbre, pero al tercer intento lo logró dejándola caer sobre la mesada. Miró el paquete que había dejado sobre la pequeña mesa de la cocina y lo inspeccionó. Sobre la parte superior tenía el gran sello de la empresa. Pasó los dedos por el dibujo de los tres engranajes y notó la textura suave característica. Era oficial. Mientras cortaba cuidadosamente las cintas protectoras recordó el anuncio en televisión y cantó, casi sin notarlo, el jingle. Sintió nuevamente esa automatización integrándose a su esencia y dejó de tararear. El interior de la caja estaba lleno de pequeñas esferas de poliuretano expandido que protegían el producto. Justo en el medio, con un cuidado matemático, lo vio.

Era ligeramente más grande de lo que había imaginado. Le quitó los restos de protector plástico lo observó en detalle. A simple vista parecía uno de esos globos de vidrio con diferentes decoraciones navideñas en su interior que venden en las tiendas de regalos. Pero este no tenía una pequeña cabaña de madera o diminutos pinos nevados. Su interior estaba envuelto en una niebla gris que giraba y se arremolinaba como un huracán de bolsillo. Contempló como extasiado aquella tormenta encapsulada y supo que no iba a poder aguantar hasta Navidad. Faltan solo dos días para nochebuena, dijo en voz alta hablando consigo mismo. Haré una pequeña prueba ahora para ver si funciona bien y el veinticuatro a la noche hago el uso formal. Esta era una mentira que se contaba a menudo. Un poco de procrastinación y el resto del trabajo a la tarde. Un capítulo más ahora y el resto de la temporada mañana. Comida chatarra hoy y el lunes comienzo a comer sano. Autoengaños que terminaban por confeccionar la esencia de quien en verdad era. Fue hasta el living, apagó la luz de la lámpara de pie y colocó el dispositivo en el medio de la habitación. Las instrucciones, perdidas en algún rincón de la caja, fueron descartadas inmediatamente. Su generación no leía manuales de uso, experimentaba. “Una Navidad soñada en la palma de la mano”, recordó el slogan con sus brillantes letras rojas y azules y sonrió en la oscuridad. Veamos de qué se trata.

Al principio no sucedió absolutamente nada. La niebla gris dentro del pequeño globo siguió girando paulatinamente, chocando contra los bordes del vidrio. A los pocos minutos, sintiendo como una rabia de decepción le subía desde el estómago, estuvo a punto de arrojar el dispositivo contra la pared cuando un destello captó su atención. Había sido casi imperceptible e incluso creyó que lo había imaginado, pero al cabo de unos segundos lo volvió a ver. Del centro de la tormenta afloraban unos filamentos azulados que iluminaban de forma intermitente la habitación. Sus ojos se clavaron en aquel espectáculo artificial. La luz danzó otro momento y en un estallido blanco dejó ver una imagen familiar. Allí estaba él de niño, preparando una gran mesa decorada con un mantel verde y rojo. Podía sentir el olor de la comida y, de fondo, aquellas voces familiares. No era como ver una película, sino como haber viajado en el tiempo. El aroma del vitel toné se fundía con el dulzor de la gaseosa y las risas inundaban el ambiente. Sintió el perfume de su madre cuando pasó a su lado y el humo de la parrilla que ardía en pleno verano. Todo lo absorbió aquel momento conservado en nostalgia de un tiempo pasado más imaginario que real. Notó el cosquilleo al mirar el árbol que brillaba con pequeñas luces de colores y supo que en algunas horas estaría rodeado de regalos envueltos en papel alegre. Aquel lugar era su casa. La casa donde fue tan feliz y que ahora ocupaba alguna otra familia. ¡Solo que no había otra familia sino la suya! Allí estaba, claro. Tan cierto y real como las estrellas titilantes en el cielo nocturno de ese veinticuatro de diciembre. Abrazó a su madre y a su padre y se sentó a esperar con la ansiedad de un niño que no sabe lo que es pagar cuentas o deber dinero. Estaba inundado de un júbilo navideño que lo consumía en jovial alegría. Los platos nuevos, el tintineo de las copas en el brindis, los cohetes, los regalos, las risas, la música, el pan dulce, garrapiñadas, sidra, turrón, el calor de un verano soportable, los abrazos, los besos, las luces, el corcho despedido de una botella de espumante, el olor a pólvora, la noche, las luces, las luces, ¡LAS LUCES!

Cuando los agentes de policía finalmente derribaron la puerta, fueron recibidos por una ola de tufo a carne podrida. En la oscuridad perpetua, dispersada solo por la blancura de las linternas, el cadáver sonriente de un masculino de aproximadamente treinta años sonreía mirando una tormenta en miniatura. Afuera, las sirenas azules de los móviles se mezclaban con los fuegos artificiales que recibían el Año Nuevo.

Gentileza:

Lic. Lucio Ravagnani Navarrete –  ravagnani.lucio@gmail.com

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