Casi todas las escuelas permanecieron cerradas durante 2020 y la educación nunca fue considerada una actividad esencial. Los relatos de los maestros y las familias
Problemas reportados: mi computadora y celular están rotos, tengo mala conectividad, no entiendo la plataforma, mi wi-fi es inestable, mi PC no funciona bien.
La lista sigue: comparto computadora con mamá, comparto computadora con toda la familia, no tengo computadora, mi PC está en reparación, mi netbook está bloqueada, no tengo espacio para estudiar en mi casa.
Y sigue: ayudo a mis abuelos con las compras, me da dolor de cabeza usar mucho la computadora, en casa hay un familiar enfermo.
Un preceptor de una escuela pública llamó a las casas de los alumnos, una por una. Les preguntó a los chicos y a sus padres por qué no se conectaban con las actividades escolares y se topó con esa variedad de respuestas.
En esa escuela -y en otras dos secundarias técnicas porteñas- Sebastián Katz da clases. En total tiene 63 alumnos. Entre ellos, dice, con 34 no tuvo ningún contacto desde que empezó la cuarentena. Ahora está cerrando notas: aprobaron tan solo 12, de los cuales ocho pasaron con lo justo.
“En escuelas técnicas tenemos muchas materias prácticas, la no presencialidad frustra a todos y es lógico. Primero la cuarentena era de quince días, después otros quince, y otros quince y así… no hubo una hoja de ruta. Se está viviendo una tragedia educativa. El cierre de las escuelas expuso y acrecentó la desigualdad”, le dijo Katz a Infobae.
Desde el domingo 15 de marzo, el día en que el ministro de Educación nacional Nicolás Trotta definió el cierre, hasta hoy, pasaron ocho meses y medio. La educación nunca fue considerada una actividad esencial. Ya hace dos meses el país entró en una curva descendente de contagios, pero solo se logró que el 1% de los alumnos (127 mil sobre casi 11 millones) termine el ciclo lectivo con clases presenciales. A eso se le suma un número indeterminado de estudiantes que desde octubre sostienen alguna actividad de revinculación, una o dos veces a la semana como mucho.
El título de tragedia educativa se ajusta al contexto. En un país con el 64,1% de los niños y adolescentes por debajo de la línea de pobreza, la escuela -como institución, pero también como establecimiento- tiene un rol central. El impacto del cierre tan prolongado en términos de aprendizajes, deserción escolar, pérdida de capital cultural y secuelas socioemocionales aún no se llega a dimensionar.
Guillermo Jaim Etcheverry, presidente de la Academia Nacional de Educación, publicó en 1999 La tragedia educativa. La tesis de su libro, en pocas palabras, decía: la mayoría de los padres argentinos cree que la educación en general está en crisis. Pero al mismo tiempo, esos mismos padres argentinos creen que sus hijos reciben educación de calidad. A principios de año, antes de que se desatara la pandemia, actualizó su libro con un título elocuente: Educación. La tragedia continúa.
Si algo tuvo de positivo el cierre escolar, fue que involucró definitivamente a las familias en la educación de sus hijos e incluso las hizo irrumpir en el debate público. Tanto que se organizaron y en algunos casos salieron a las calles a pedir por educación; algo impensado prepandemia.
Jaim Etcheverry no es tan optimista en torno a los motivos de ese compromiso. “La calidad no parecería constituir una preocupación fundamental de las familias. El reclamo va más en el sentido de las consecuencias sociales y emocionales que han experimentado los chicos. El lema parece ser ‘la emoción primero, el saber después’”, planteó, al mismo tiempo que consideró que la tragedia educativa ahora tomará ribetes todavía más dramáticos. “Lógicamente esta experiencia, además de la pérdida de aprendizajes, ha incrementado la desigualdad y agravado la deserción, lo que resultará muy difícil de recuperar”.
Para intentar mensurar el impacto del cierre escolar, un paper que realizó David Jaume, investigador del Banco de México, da algunas pistas. En su investigación analizó los efectos de la pérdida de medio año de clases en primaria entre los ’80 y ’90 a raíz de un extenso paro docente en la Argentina. Descubrió que no asistir a la escuela durante tanto tiempo se asocia a menores ingresos en la adultez (3% menos tomando medio año y 6% un año completo) menor participación laboral y menos posibilidades de terminar la secundaria y la universidad.
Claro que los efectos, en este caso, se mitigarían porque durante la cuarentena los docentes continuaron trabajando y hoy se cuenta con herramientas digitales que no existían décadas atrás. Sin embargo, serán justamente los chicos que no disponen de esas herramientas los que más sufrirán el golpe de la pandemia. La evaluación de la continuidad pedagógica, que el Ministerio de Educación difundió en julio, arrojó que el 10% de los alumnos -más de un millón de chicos- no tuvo contacto con la escuela durante la cuarentena. Cuatro meses después muchos más estudiantes pudieron haber quedado en el camino.
Es que ya de por sí los tres meses de vacaciones de verano suelen dejar un tendal de alumnos que se caen del sistema. Solo basta trasladar ese efecto a todo un año calendario con las escuelas cerradas, de marzo de 2020 a marzo de 2021. “Atravesamos muchas crisis argentinas y siempre el impacto se reflejó en el abandono escolar de los jóvenes de contextos vulnerables, pero esta vez estamos frente a una situación sin precedentes, los estudios más optimistas estiman que 1.500.000 jóvenes abandonarán la escuela”, señaló Marcelo Miniati, director ejecutivo de Cimientos, una ONG que acompaña a adolescentes vulnerables para que terminen la secundaria.
“Estamos ante el mayor desafío educativo de la historia argentina. Un año entero sin clases presenciales en nuestro país significó más desigualdad y más inequidad educativa. Los jóvenes de contextos vulnerables, por falta de dispositivos electrónicos, mala conexión a internet, hogares inadecuados para el estudio y familias sin el capital social y educativo para poder acompañarlos, han sido y serán los más perjudicados. Es urgente garantizar el derecho a la educación. Estamos hipotecando el futuro y perpetuando una Argentina desigual”, agregó.
La experiencia de los docentes en primera persona
Bruno Videla es profesor de secundaria en la Ciudad de Buenos Aires. Él divide este año singular en momentos muy marcados. Al principio, cuando se suspendieron las clases presenciales, reinó el desconcierto porque nadie sabía qué respuestas ofrecer ni mucho menos por cuánto tiempo se extendería el cierre. Ya cuando se olía que iba para largo, las escuelas empezaron a trazar estrategias más claras de continuidad a distancia y la participación de los alumnos fue dentro de todo positiva. Hasta que llegó el anuncio de que ningún alumno repetiría de año. Ese mensaje, dice, “fue una bomba” que generó que los chicos que intentaban seguir conectados bajaran los brazos.
“Antes del receso, los chicos que se conectaban -alrededor de un 50%- lo veían como una novedad, con cierto entusiasmo, pero duró poco. Después del receso hubo un quiebre. Varios estudiantes quedaron en el camino. Los tutores y docentes se comunicaron con las familias. Se encontraron con que los chicos estaban desanimados, que había conflictos en el hogar por la incertidumbre en el empleo, que no tenían espacio para estudiar”, comentó.
El profesor da clases en tres escuelas: una en Belgrano y dos nocturnas, una en Flores y la otra en Saavedra. Las diferencias fueron “notables”. Mientras que en la de Belgrano pudieron seguir porque contaban con plataformas, en las nocturnas solo recibió un puñado de trabajos prácticos de sus alumnos. Entre las tres escuelas, tiene 184 alumnos. Solo 77 entregaron los 5 TPs del cuatrimestre, varios de ellos fuera de término.
“Cuando empezó a hacerse evidente que incluso en las escuelas más favorecidas solo la mitad respondía, se activó lo que llamaron proceso de intensificación de aprendizajes (PIA). Hubo una reducción brutal de los contenidos. Los pocos que tuvieron la suerte de aprobar no aprendieron ni la mitad de los contenidos contemplados”, planteó, al mismo tiempo que sentenció: “En la Argentina, mismo dentro del sistema público, ya había escuelas de primera, segunda y tercera. Lo que hizo esta virtualidad tan prolongada y caótica fue profundizar la brecha todavía más. Para nosotros los docentes fue agotador, fue una locura sin horarios”.
En las conversaciones con los maestros, la sensación que flota es que los alumnos que quedaron en el camino son muchos más que ese millón que reportó el informe oficial. Soledad Palacios da clases de historia en una escuela de Boulogne. Tiene alrededor de 180 alumnos. En los años más bajos, tuvo muy buena asistencia. El problema surgió en los cursos próximos a egresar. Allí, a medida que pasaba el año, la participación se desplomó.
La profesora optó por distintas estrategias: plataformas como Classroom, clases por Zoom e intercambio a través de grupos de WhatsApp. “La diversidad se debió a las distintas realidades de los chicos. Muchos tuvieron que salir a trabajar, otros no tenían celular hasta la noche porque los padres se los tenían que prestar, y en algunos casos solo existía una computadora para toda la familia”, explicó.
Más allá de las dificultades para sostener todo un año a distancia, Soledad considera que tanto ella como sus alumnos fueron privilegiados. “Nosotros pudimos tener clases de manera virtual, casi sin problemas. Digo casi porque la conectividad y los problemas de la vida misma muchas veces generan dificultades fortuitas… pero para muchos otros chicos no existieron las clases virtuales”.
Para una maestra de Santiago del Estero, que pidió preservar su identidad, la continuidad fue más difícil. Al principio de la cuarentena, se organizaron enviando cartillas con actividades para que los chicos las completen y devuelvan por correo electrónico. A la vez, hacían dos veces por semana videollamadas para saber cómo se sentían, para que sintieran el acompañamiento. Cuando la cuarentena se extendió, abrieron un aula virtual para intercambiar tareas y empezaron con algunas clases a través de Meet.
La maestra compró un pizarrón con la idea de mostrar un entorno lo más parecido posible a un aula. El esfuerzo trajo sus frutos: el 70 por ciento de sus alumnos pudo tener una continuidad. Los restantes se desconectaron y no se sabe si volverán a la escuela. Varios de los niños sufrieron incluso ataques de pánico y depresión por el encierro.
“Después del año vivido creo fervientemente que los niños necesitan volver a la presencialidad con los protocolos necesarios porque la escuela más allá de su función pedagógica tiene una función muy importante que es la contención, la escucha y la socialización con sus pares”, remarcó la docente.
Las madres, al frente de la educación en el hogar
Belén es madre de una niña que va a la sala de 5 de un jardín privado en Bariloche. El estancamiento que notó este año, sin la posibilidad de contacto con sus maestras, se volvió evidente. Hasta abril escribía sus primeras palabras e intentaba leer. En la cuarentena dejó de hacerlo. Sus dibujos también perdieron detalles. Las pequeñas sumas y restas que hacía se esfumaron. Dejó de participar en el taller de inglés. En líneas generales, perdió el entusiasmo por aprender.
“La motivación decayó. Era difícil que se comprometiera con las propuestas que se mandaban inicialmente por área. Solo hacíamos la mitad. Y pronto se manifestó en cambios en el estado de ánimo”, comentó. Al principio fue enojo. “¿Por qué tenía que venir este virus? ¿Cuándo se va a ir ese bichito?”, preguntaba. Después pasó al temor: “Mamá, ¿quién nos va a cuidar si todos los adultos se mueren?”. Y por último, sobrevino la ansiedad: “Se mete los dedos en la boca, se mordisquea a diario y dice que extraña a sus amiguitos”, cuenta Belén.
Las madres se cargaron al hombro la continuidad pedagógica en el hogar durante la cuarentena. Así lo refleja el informe oficial del Ministerio de Educación. En 9 de cada 10 hogares fueron las madres quienes ayudaron a sus hijos.
En General Roca, Juliana dejó de trabajar por la tarde para acompañar a sus hijas. Tiene dos niñas, de 4 y 7 años. La menor dejó de conectarse porque la esencia del jardín se diluyó, sin contacto físico ni posibilidad de jugar con los compañeros. “A veces se conecta y a veces no quiere y lo respeto. Con la mayor fui más inflexible y prioricé que siempre se conectara e hiciera todas sus tareas”, describió.
Si bien relegó materias como educación física o música, pudo seguir aprendiendo lo indispensable. El impacto estuvo más bien por el lado emocional. La mayor empezó con tics nerviosos y problemas de ansiedad, que la obligaron a llevar un tratamiento psicológico hasta hoy. Su hija de 4 tiene episodios de llanto incontrolable.
Gabriela, de Córdoba Capital, es madre de dos chicos: Teo que va a segundo grado en una escuela privada y Ema que asiste a primer año en una secundaria pública. Por ser su primer año, Ema necesitó mucha ayuda. Tuvieron que comprarle una computadora para que pudiera seguir con las tareas. Según dice la madre, no adquirió el hábito de estudiar. Solo se limitó a hacer y enviar actividades.
Por su parte, con Teo fue la madre la que hizo las veces de docente en la casa. Si bien la maestra le enviaba un video con la tarea a realizar, siempre necesitó la explicación suya para hacerla.
“La motivación por aprender fue cayendo con el tiempo. En realidad, creo que nunca hubo interés de estudiar. Solo de cumplir con lo solicitado. Como familia pasamos por diferentes momentos emocionales y de logística. Tratamos de mantener la responsabilidad de hacer lo que había que hacer para tener al menos un eje en el cual movernos, pero también desestimamos las actividades que no pedían entregas haciendo más hincapié en los contenidos básicos como la lectura o juegos de matemática. Establecimos un contrato entre los miembros de la familia para poder convivir todos los días todos juntos y con las responsabilidades de cada uno, pero fue muy difícil”, comentó.
La angustia y su efecto sobre el aprendizaje
La doctora Andrea Abadi, directora del área de Neurodesarrollo y CEA del Centro CITES INECO, trazó un panorama general del estado emocional de los chicos. “En los primeros momentos habíamos visto síntomas compatibles con ansiedad y con trastornos del ánimo, pero ya a esta altura lo que encontramos es un nivel de cansancio y hastío enorme. Chicos sumamente desmotivados, niños que están totalmente renuentes a algún tipo de escolaridad a través de las pantallas, que no quieren conectarse y que en algún sentido han perdido la esperanza de reencontrarse con sus amigos”.
Según la especialista, el daño ya está hecho. “Un año en la vida de los niños es un montón”, advirtió y remarcó que el desánimo va de la mano con la pérdida de aprendizajes. “Para poder aprender, un chico tiene que sentir la motivación interna del logro obtenido. Cuando hacen un esfuerzo quieren que se los reconozca en función de su esfuerzo, que se los felicite. Estudian para tener la nota, para pasar de grado porque se lo ganaron. El mensaje que se ha transmitido a nivel ministerial de que todos pasarían de grado fue perjudicial”.
Por su parte, la doctora Clara Raznoszczyk Schejtman, profesora de Primera Infancia en la Facultad de Psicología de la UBA, señaló que la estrategia que emprendan los docentes en el reencuentro no puede ser única porque el impacto tampoco fue único. “Ante las amenazas y los temores aparece la resistencia y allí los aprendizajes se cierran. Los docentes hoy no están pudiendo ofrecer una vuelta a lo que era la actividad escolar tradicional. En una primera etapa los maestros deberían estar sensibles a cada situación que se presenta”.
En la misma línea, agregó: “No se trata de mitigar lo que pasó. La línea de tiempo no vuelve atrás. Todas las vivencias que tuvimos en el pasado se reactualizan y no sabemos su potencialidad traumática o si se pondrá de manifiesto en situaciones nuevas. Lo que sí sabemos es que los chicos perdieron el ritmo escolar, la rutina. Para ellos y sus padres el 2020 va a quedar marcado a fuego”.
Fuente:https://www.infobae.com/educacion/2020/12/05/la-tragedia-educativa-argentina-docentes-madres-y-especialistas-analizan-el-ano-sin-clases-presenciales-y-proyectan-su-impacto/
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