Tres años consecutivos de recesión, un desplome histórico en el nivel de actividad, alta inflación, brecha cambiaria y un deterioro en la mayoría de los indicadores socioeconómicos. El primer año de la gestión presidencial Alberto Fernández, que formalmente se cumple el jueves 10 de este mes tuvo pocos momentos para celebrar.
«Ahora más que nunca vamos a reconstruir el país», insiste el Presidente, al describir su nuevo horizonte, lejos del optimismo que mostraba en su idea de campaña de llenar los bolsillos y las heladeras de los argentinos. Porque la promesa de «volver a prender la economía» quedó rápidamente en el olvido ante la irrupción de la pandemia, que hundió al mundo, de forma casi simultánea, en la mayor crisis de los últimos tiempos.
El coronavirus encontró a la Argentina en una situación de extrema vulnerabilidad: en crisis económica desde abril de 2018, con elevada inflación y alta informalidad laboral, sin credibilidad en su moneda ni acceso a financiamiento para poder enfrentar un shock económico y sanitario sin precedentes. Mientras se apeló a la emisión monetaria para financiar el creciente déficit, se congelaron tarifas de servicios públicos y del transporte, una medida que sirvió para contener la suba de los precios en algunos rubros, al tiempo que la economía se hundió en el segundo trimestre en su mayor caída interanual de la historia.
En cuanto a la economía real, la recuperación es heterogénea entre los sectores, y aun con controles de capitales, el Banco Central pierde reservas y no puede capitalizar el superávit comercial, que también se achica por efecto de la brecha cambiaria. En ese escenario, las proyecciones marcan que el país caerá este año cerca de un 11%. En el escenario social, el trimestre con cuarentena más estricta, el segundo del año, mostró los peores indicadores para el mercado laboral, con una tasa de desempleo que no resultó más alta porque muchas menos personas salieron a buscar trabajo.
Dólar, reservas y Banco Central
El 10 de diciembre de 2019, el dólar mayorista cotizaba a $59,82, el dólar blue se vendía a $69,50 y el Banco Central tenía 43.785 millones de dólares en sus reservas internacionales. Al cierre de esta edición, el dólar mayorista estaba en $81,66 (subió casi un 40% en términos nominales), el blue estaba en $151 y las reservas eran de US$38.651 millones.
Con la llegada de la pandemia, en un país sin mercado de capitales y nulo acceso al financiamiento por el default, la emisión de pesos del Banco Central resultó la única herramienta disponible para financiar el déficit. Entre adelantos transitorios y transferencia de utilidades, el Banco Central giró casi $2 billones al Tesoro, y una vez que comenzó a flexibilizarse el dique de la cuarentena, esa cantidad de pesos comenzó a presionar sobre la brecha y las reservas. La reacción, en una primera instancia, fue reprimir esa demanda, con resoluciones que fueron endureciendo el cepo, limitaron el acceso a divisas para empresas e individuos y obligaron a reestructurar deuda en dólares.
Pero aquellos controles, oficializados el 15 de septiembre, tuvieron un efecto inverso: se aceleró la salida de depósitos en dólares y se agudizó la corrida contra el peso, en un movimiento que llevó la cotización del dólar blue a $195. Semanas después, el Poder Ejecutivo empoderó al ministro de Economía, Martín Guzmán, que dio marcha atrás con medidas tomadas por Pesce y, con intervenciones en el mercado y medidas ?ortodoxas’, logró acortar la brecha. En ese escenario, además, volvió a cargarse de incertidumbre el futuro del titular del Central, hombre del presidente Fernández, tal como había ocurrido a mediados de abril, cuando la fallida y demorada entrega del primer IFE generó largas colas de jubilados para cobrar en los bancos.
Y más allá de esta baja de las últimas semanas, el escenario de fondo enciende luces amarillas. Si bien la salida los depósitos se frenó, las reservas netas son inferiores a los US$2700 millones, los pasivos remunerados (pases y Leliq) superan los $2,5 billones y, entre lo que resta de este año y lo proyectado para 2021, la financiación monetaria del déficit no se interrumpirá.
La situación fiscal y los impuestos
Los números indican que este año el sector público cerrará con un déficit primario superior al 7% del PBI, un nivel récord desde, al menos, 1975. El déficit de 2019 había sido menor a 0,95% del PBI. Pero, más allá de la pandemia y de los gastos motivados para mitigar su impacto sanitario y económico, el Gobierno adoptó una postura mucho más fiscalista en los hechos que en su discurso, aunque este punto no está ajeno a las tensiones internas entre los distintos grupos de la coalición. A pocos días de asumir, se aprobó en el Congreso y a pedido del Poder Ejecutivo la ley de Emergencia Económica que, entre otros puntos, subió las retenciones, creó un nuevo impuesto a la compra de dólares y suspendió la aplicación de la fórmula de movilidad jubilatoria, dándole al Presidente la facultad de decidir los aumentos por decreto (en la práctica, resultó en una contradicción con aquel anuncio de campaña sobre la suba de haberes).
La pandemia, al igual que en todos los países del mundo, llevó al Estado a incrementar su gasto para fortalecer los sistemas de salud, asistir a las personas que no podían trabajar por la cuarentena y también a las empresas, para evitar su descapitalización y lograr que mantuvieran los empleos. Según estimaciones del FMI, la Argentina gastó alrededor del 6% de su PBI en este rubro, aunque las restricciones presupuestarias y el nulo acceso al financiamiento condicionaron los planes.
El ATP, que tuvo siete entregas, se acotó y se transformó en un esquema de créditos a tasa subsidiada, y el IFE, de $10.000, fue pagado tres veces y, luego de idas y vueltas en las declaraciones sobre su continuidad, la ayuda social se desactivó antes de la cuarta entrega. «Obviamente tuvo un costo fiscal. Hubo un punto de déficit por mes entre abril y junio», detalla la economista Marina Dal Poggetto, directora de Eco Go, en referencia al incremento en el gasto y el desplome de la recaudación. En esos meses, el Tesoro llegó a recibir más fondos vía asistencia del Banco Central que a través de impuestos.
La cuestión tributaria también fue un punto clave. Subas en las retenciones, en Bienes Personales, cambios en Ganancias (se aplica un anticipo en la compra de dólares) y mayores alícuotas para productos electrónicos, fueron algunos de los recursos a los que apeló el Gobierno, más allá del aporte solidario extraordinario o «impuesto a la riqueza».
La incertidumbre cambiaria y la expansión de la brecha, que presionaba sobre las expectativas de devaluación, obligaron a un giro ?hacia la ortodoxia’ encabezado por un empoderado Guzmán, que hace equilibrio entre la «consolidación fiscal» y los plazos «razonables» para la recuperación. El cambio en la fórmula jubilatoria, presentada un día antes de la llegada de la misión del FMI, la eliminación del gasto Covid-19 en el presupuesto y los anuncios de aumentos de tarifas son algunas de las señales que resuenan en la Argentina y, también, en Washington.
La deuda y la negociación con el FMI
«La Argentina hoy no puede pagar nada» fue la frase a la que apelaron tanto el presidente Alberto Fernández y el ministro de Economía, Martín Guzmán, a la hora de avanzar en la renegociación de la deuda, un proceso que incluyó conversaciones por Zoom, propuestas cruzadas, cartas agresivas de los acreedores, apoyo de economistas internacionales y la intervención del Papa y derivó en un acuerdo finalmente exitoso, que alcanzó una adhesión voluntaria del 93,5% (llegó al 99% por vía de las cláusulas de acción colectiva).
Fue un dilatado proceso de negociaciones, que comenzó con una primera propuesta en abril cerró ese capítulo a fines de agosto, con el acuerdo con los tres grandes grupos de acreedores internacionales. Aquella oferta inicial, presentada como Guzmán como la definitiva, proponía un canje por un VPN (valor presente neto) de 37 centavos por dólar. Ese esquema no alcanzó al 15% de adhesión por parte de los acreedores, cuya posición inicial al momento de comenzar las conversaciones apuntaba a un canje por 70 centavos por dólar. Entre disputas por el marco legal a aplicar, amenazas con romper las negociaciones y litigios legales, las puntas se acercaron, hasta el canje definitivo, por un VPN de 54,9%.
Así, la Argentina logró salir de un nuevo default, que se insinuó en 2019 con el reperfilamiento de algunos títulos y se concretó, según las calificadoras internacionales, cuando dispuso no pagar los US$503 millones correspondientes a bonos globales que vencían en mayo. Hasta entonces, el Gobierno había usado US$4700 millones de las reservas del BCRA para pagar intereses de deuda.
A partir del acuerdo, que se selló con una quita de capital de 1,9% y una baja de las tasas de interés promedio de los nuevos títulos al 3,07%, el país redujo su carga de deuda pública en más de US$32.000 millones, con una especial reducción en el corto plazo. A partir del nuevo perfil de vencimientos, los pagos pendientes entre 2020 y 2023, que representaban más de US$38.700 millones para la actual gestión, se achicaron a US$2890 millones tras el acuerdo.
Cerrado el capítulo con acreedores privados, luego de un canje que replicó las condiciones para la deuda en legislación local, el Gobierno ahora avanza con la reprogramación del acuerdo con el FMI y los US$44.000 millones que desembolsó entre 2018 y 2019. El plan es suscribir un acuerdo de facilidades extendidas, para extender los plazos de pago. Mientras tanto, la deuda total siguió en aumento: entre enero y octubre, según datos de la secretaría de Finanzas, el stock de títulos en moneda local y extranjera creció en US$10.058 millones.
El desplome de la economía
En 2019, la Argentina completó su segundo año de recesión, con una caída de 2,2% del PBI. Fernández llegó a la Casa Rosada con la promesa de «levantar a la Argentina de la postración en la que estaba». Si en el primer trimestre no se logró revertir la tendencia contractiva (la actividad se contrajo 5,4% interanual, según el Indec), el escenario dio un vuelco irreversible con la llegada del coronavirus y las medidas de aislamiento, y archivaron las expectativas de crecimiento de 1,3% para el año que los analistas consultados por el Banco Central esperaban, en diciembre, para 2021.
El shock de oferta y demanda que generó la cuarentena, con millones de argentinos confinados en sus hogares y apenas un puñado de actividades exceptuadas, hundió a la economía y provocó su mayor caída interanual en la historia: de acuerdo con el Indec, se derrumbó un 19,1% en el período. Conforme se fueron flexibilizando las restricciones, la recuperación fue heterogénea, con algunas actividades que volvieron a niveles prepandemia y otras que aún no despegan.
«Los sectores de servicios sufrieron muchísimo con el confinamiento y hoy operan por el piso. En cambio, la producción de bienes se recuperó, y si bien hay un efecto brecha cambiaria que permite a las empresas adelantar movimientos, hay algunos rubros de la industria que superan niveles de 2019», dice Matías Rajnerman, economista jefe de Ecolatina.
Así lo muestran los datos del Indec correspondientes a septiembre. El comercio (+5,8%), la industria (+2,2%) y los bancos (+7,7%) operaron ese mes por encima de sus niveles de 2019, según el EMAE. En cambio, sectores como el transporte y las comunicaciones (-19%), las actividades sociales (-50%), los hoteles y restaurantes (-59,5%) y la construcción (-28%) seguían golpeados. La brecha cambiaria también condiciona el escenario. Más allá de la incertidumbre en cuanto a los precios, motiva el adelantamiento de importaciones o el sobrestockeo en empresas productoras de bienes, por la expectativa de devaluación en el corto plazo.
Más allá de la caída coyuntural de la actividad, los números reflejan el desplome de una variable clave que afecta el crecimiento potencial en el mediano plazo. En el segundo trimestre, condicionado también por la cuarentena, la inversión aceleró su caída: se contrajo 38,4% en términos interanuales. Los economistas advierten que un nivel de inversión sobre PBI inferior al 10% no alcanza para reponer el stock de capital que se deteriora o se desgasta. En otras palabras, el país es más pobre no solo en términos sociales, sino también en su capacidad productiva. Y eso condiciona su recuperación en el mediano plazo.
Inflación y tarifas congeladas
Tras un 2019 con inflación de 53,8%, 2020 cerrará con un índice menor. Según estimaciones de economistas y analistas, que a lo largo de 2020 en su mayoría sobreestimaron los valores mensuales, el año cerrará con un 37%. La caída interanual es celebrada por funcionarios del Gobierno, que se entusiasman con el sendero a la baja y su continuidad hacia 2021.
Pero detrás del número aparecen condicionantes que encienden alarmas, especialmente en el corto plazo. Porque la suba en los precios de 2020 estuvo condicionada por la pandemia y las medidas de aislamiento para prevenir los contagios de coronavirus, por la caída del consumo, por la profundización de la recesión y por algunas medidas oficiales dispuestas para contener los precios en la emergencia. «Se puede elegir cuándo, pero no cuánta inflación tener. El Gobierno, en un contexto de crisis, eligió patear los aumentos de la pandemia, con un criterio acertado, pero la consecuencia es que los aumentos vienen después», ilustra Rajnerman.
Con la pandemia se prolongaron los congelamientos de las tarifas (servicios públicos y telecomunicaciones) y del transporte (medida a la que ya había apelado la administración de Macri), que anclaron la inflación tanto para el bolsillo de los consumidores como para la estructura de costos de las empresas. Por ejemplo, la categoría servicios públicos para el hogar aumentó 11,4% entre enero y octubre, frente a un IPC promedio del 26,9%. También se intervino en el rubro alimentos, con congelamientos, controles y el plan Precios Cuidados, aunque la brecha cambiaria y factores asociados a la cuarentena (logística y abastecimiento) influyeron para que hubiera aumentos en algunos casos de magnitud, como en el caso de la carne o frutas y verduras.
Sobre el final del año, la inflación se acelera: en octubre el índice fue de 3,8% y el escenario impulsó también al BCRA a incrementar su ritmo de devaluación. Además, en su último Informe de Política Monetaria, advirtió que «hacia adelante algunos factores podrían ejercer presión sobre el proceso de formación de precios», en referencia a los aumentos de servicios, las paritarias y la «búsqueda de recomposición de los márgenes de comercialización minorista en algunos sectores». Optimista, el presupuesto 2021 prevé que los precios aumenten 29%. «Para eso, no tiene que superar el 3% mensual, y la baja debería verse en el primer trimestre del año. Pero las perspectivas son que pueda quedar desactualizado muy rápido. Hoy la Argentina no tiene un plan antiinflacionario», dice Guido Lorenzo, director ejecutivo de LCG.
La pobreza y el empleo
Al momento de asumir, Fernández heredó un escenario negativo tras dos años de recesión. El salario real había perdido un 20%, según estimaciones oficiales, y se habían perdido 126.000 empleos en el sector privado formal. La pobreza, según el Indec, había llegado al 35,5% de la población. Ese valor implicó una suba de 3,5 puntos porcentuales en todo 2019, y significó que 1,5 millones de argentinos que viven en zonas urbanas cayeran en la pobreza.
El nuevo gobierno apostó en los primeros meses de gestión a reactivar el consumo como estrategia para «volver a prender la economía», con bajas en las tasas de interés y asignación de sumas fijas para recomponer el poder adquisitivo de salarios y asignaciones. «El plan era desarmar las cláusulas gatillo en las paritarias y que se fijaran con la inflación futura y no la pasada», relata Dal Poggetto, en referencia al manejo de la «puja distributiva» al que apostaba Fernández.
El impacto de la pandemia y el confinamiento decretado para frenar los contagios, alteró el escenario y provocó un shock económico que agravó la recesión y empeoró todos los indicadores sociales. La cuarentena fue regresiva en términos de su impacto en el mundo laboral (afecta menos a los deciles de mayores ingresos, con recursos y actividades más adaptables al trabajo remoto).
Según datos del Indec, en el segundo trimestre, con las medidas de aislamiento más estricta, cayó un 34,7% la cantidad de puestos de trabajo en el sector informal (casi 1,7 millones), que se suman a los 1,78 millones de cuentapropistas que no pudieron trabajar y a los 289.000 empleos formales perdidos. Así, el desempleo llegó al 13,5% (el valor más alto desde 2005) pero condicionado por el contexto: el número no contempla a quienes no tenían trabajo, pero tampoco podían buscarlo activamente por la pandemia. La tasa de actividad cayó al 38,4%.
En ese escenario, el Indec informó que en el primer semestre la pobreza subió al 40,9%, aunque si se considera el segundo trimestre superó el 47%. El escenario es más crítico entre los jóvenes. Según datos de la UCA relevados entre julio y octubre, el 64,1% de los menores de 18 años son pobres.
Sé el primero en comentar en «La gestión económica en el primer año de gobierno»