San Rafael, Mendoza martes 16 de abril de 2024

Doce pasos – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

El arrepentimiento es un elemento que une a todos los seres humanos. Llega a nosotros desde los primeros momentos en este mundo cuando un golpe, una quemadura o un paso en falso nos recompensan de forma tan particular nuestra curiosidad. Hay remordimientos peores que otros que nos marcan de por vida como una herida profunda en nuestra memoria. Otros, por el contrario, solo componen jocosas anécdotas que contamos, divertidos, en las reuniones familiares o de amigos. Pero existen también el abatimiento de saber que, no importa cuánto lo deseemos o lo mucho que hagamos, ya no hay vuelta atrás. La culpa nos corroe desde lo más profundo de nuestro ser; desde ese abismo infinito al que no nos atrevemos a mirar porque cada vistazo es un paso más hacia la locura. Lo que más pesa sobre nosotros es que, ante estos momentos, no hay culpables ajenos. Las más grandes atriciones son los jueces de nuestro propio ser.

Por un segundo todo fue luz y dolor. El brillo de la mañana le atravesaba los párpados, perforándole el cerebro en una migraña anticipada. Sintió la boca seca a pesar de estar recostado sobre un pequeño charco de su propia saliva y chasqueó la lengua tres veces contra el paladar. Sin abrir los ojos giró la cabeza sin mover el cuerpo, raspando con la nariz el piso sucio y pegoteado. Los músculos del cuello se quejaron y un nuevo relámpago de dolor surcó su cabeza. Por un momento sintió que aquel destello lo había partido en dos y que el brillo blanco que percibía era la puerta al Más Allá. Pero allí estaba. Tirado sobre un suelo tan familiar como repulsivo.

Cuando logró abrir los ojos no vio más que siluetas. Los contornos borrosos se plegaban sobre sí mismos como un espejismo. Intentó ponerse apoyando las manos contra el suelo, pero el engaño de los músculos cansados lo derribó. El golpe fue duro y disparó una secuencia de imágenes inconexas. En una algarabía de voces y risas apenas lograba distinguir que aquellos seres que lo rodeaban eran personas. Estaban cubiertas de un filtro violáceo y sus voces se apagaban y encendían al tiempo que sus rostros se quebraban en un caleidoscopio humano inconcluso. En un instante se hallaba otra vez en aquel piso de pesadilla. Intentó ponerse de pie nuevamente, esta vez cerrando con fuerza los ojos como si al hacerlo pudiera invocar una energía superior que le permitiría lograr su cometido. Finalmente se incorporó y dio un vistazo a su alrededor. Notó las cortinas amarillentas del cuarto que a duras penas lograban frenar los rayos de sol y una arcada violenta le lanzó de un empujón hacia el baño. Abrazado al inodoro, vomitó manchado de negro la porcelana teñida por el sarro. Con dos hilos oscuros aún colgando del labio partido, tiró la cadena y buscó en el remolino de agua contaminada el acceso a sus memorias más cercanas. Un abismo profundo y vacío le respondió con el silencio del olvido. Fue hasta el lavamanos y también buscó respuestas en el agua de la canilla que corría ininterrumpida hacia el desagüe. El mismo resultado oscuro y silencioso.

Al cabo de unos minutos de permanecer con la mirada perdida en el agua prófuga, hizo un cuenco con las manos para lavarse la cara. Algo le había pasado a sus dedos. Desde las puntas hasta las últimas falanges, siguiendo por las palmas y el dorso de las manos e incluso las muñecas y brazos, pequeñas heridas rojas trazaban en su piel un mapa incompleto. Aquello lo sacudió desde el interior y un nuevo pinchazo mental le hizo ver destellos de fuego. Lo primero que hizo fue revisar puertas y ventanas. La sensación de que alguien había irrumpido en el lugar mientras él dormía lo inquietó sobremanera, erizándole los vellos de los brazos. Todo estaba igual. Nadie había entrado y él no había salido. Había pasado la noche en su casa, al igual que los casi ocho meses anteriores, evitando sanos e infectados por igual. Un poco más repuesto ante la reconfortante idea de seguir cumpliendo con el aislamiento, decidió curar la resaca con la magia de su almohada.

Era eso, una resaca. Casi las había olvidado, pero una grieta en las murallas de su voluntad lo habían arrojado de vuelta hacía aquel averno de ardores y hedores.

Cuando llegó al cuarto demoró unos minutos en dar forma a lo que veía. El colchón había sido estampado contra una de las paredes y las sábanas amarillentas conformaban un bollo de tela en un rincón. Las maderas de su cama, arrancadas a la fuerza, le hicieron acordar a los colmillos de alguna bestia que producía en él un desagradable sentido de familiaridad. Un sonido familiar lo trajo de vuelta. La alarma automática de su teléfono celular indicaba que eran las diez de la mañana. Se acercó a la mesa de luz, tomó el aparato y deslizando el dedo silenció la odiosa sirena. En la pantalla azul, un pequeño sobre blanco con bordes rojos le marcaba que tenía un correo electrónico sin abrir. De forma casi mecánica introdujo la contraseña y entró en su email. Una sola oración, breve y ominosa, se dibujaba pequeña contra el fondo blanco.

“CUIDADO CON LO QUE HACES”.

En el remitente leyó su propio nombre.

Con los ojos fijos en el mensaje, como si detrás de aquellas letras estuviera el sentido mismo de la vida, avanzó hacia donde estaba el colchón volcado. Guardó el teléfono en su bolsillo y corrió el colchón. Una visión de horror puro lo congeló en el lugar. En la esquina, aún algo escondidos, los restos crucificados de su gato lo miraban entre oscuras manchas de sangre y pegotes de pelo. Las maderas arrancadas forjaron la cruz infantil donde el animal, torturado hasta la muerte, colgaba jugoso. Frente a aquel escenario grotesco, un detalle final terminó por enviarlo a las desoladas tierras de la locura. Alrededor del cuello del animal, manchada de culpa e ira ciega, una pequeña medalla apenas brillaba. En su cara visible, las palabras de aliento: SIETE MESES SOBRIO.

Gentileza: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete – ravagnani.lucio@gmail.com

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