San Rafael, Mendoza viernes 26 de abril de 2024

Surgieron de la mugre – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido.

  1. P. Lovecraf

 Yo estoy seguro que esto venía de antes. No con el nivel de obviedad actual, pero definitivamente había sido un proceso constante. Podría culparse a los medios por intentar camuflar la situación, por defender los intereses de unos pocos sumando presión a la ya caldeada situación social. Al final todo explotó. Las imágenes se propagaron como un virus por todas las pantallas del mundo y por primera vez fuimos noticia por un motivo diferente al de una crisis económica.

Tampoco quiero mostrarme como una de esas personas que profetizan y vaticinan finales terribles para la raza humana, pero sí quiero recalcar la idea de que era evidente que algo extraño sucedía. Eran pequeños detalles, nimiedades que escapaban a la vista de la gente con los ojos pegados a las pantallas de los celulares o corriendo de acá para allá mientras perseguían ese colectivo que nunca los iba a esperar. Señales sutiles, como una carta robada oculta sobre la superficie del escritorio. Montoncitos de basura apilada a los costados de la calle, botellas rotas o cartones mojados con marcas de huellas que habían sobrevivido la noche de acechanza. Sonidos repetitivos, agudos y casi inentendibles que parecían emerger de las bocas de tormenta en las esquinas. Claro que este cambio, esta… leve ruptura de la normalidad, estaba cubierta por las bocinas de los autos, el trabajo de los barrenderos y la lluvia de panfletos que caían, para esta fecha, cada vez con mayor continuidad.

Venían de las cloacas, eso seguro. Su color, su hedor y la forma en que les costaba acostumbrarse a la luz delataban su origen. Hubo unos pocos focos de resistencia ante su aparición, pero eran demasiadas y cada vez más inteligentes. Bueno, tan inteligente como puede ser una peste así de repugnante. Lo más interesante fue descubrir sus hábitos y costumbres. Aparecían siempre en grupos de no menos de tres y en lugares estratégicos. En un principio parecieron tener una afinidad por decorarse las oscuras y viscosas caras con pequeños pedazos de plástico brillante. Roían con sus pequeñas mandíbulas los conos de tráfico, carteles de publicidad y hasta restos de basura y se los colocaban cerca de los ojos o al costado de las bocas babosas, como intentando así demostrar algún tipo de estética que escapaba al conocimiento y comprensión de la raza humana. Recién al cuarto día de su llegada su hostilidad se volvió incontrolable y fue entonces demasiado tarde.

La gente comenzó a quedarse en sus hogares, con las ventanas y puertas enrejadas y las cortinas corridas. No acudían con el llamado del timbre y las provisiones empezaron a escasear  rápidamente. Comenzaron a crearse equipos de buscadores que hacían viajes relámpago a los viejos almacenes y supermercados intentando almacenar en sus mochilas todo aquello que sirviera para subsistir. Los despreciables invasores tomaron el control de las calles y las fuerzas del orden nada pudieron hacer contra un enemigo que se reproducía constantemente y a un ritmo alarmante. Para nuestro asombro, fueron pocos los intentos de irrumpir en las viviendas de las personas, como si todo lo que necesitaran para sobrevivir pudieran encontrarlo en la calle. De a poco, las veredas comenzaron a llenarse de trapos viejos y apestosos y la basura se acumulaba de a kilos en las esquinas. Resistirse fue inútil. Las alimañas desarrollaron pronto la habilidad para manipular pequeños objetos que utilizaban a modo de picas o puñales. Cuando dominaron las armas de fuego supimos que sería el fin. No temían morir porque no tenían nada que perder. Su raza parecía inagotable y por cada uno que moría, dos más nacían cada día.

Lo peor de todo, lo más enloquecedor y repugnante, fue aquel sonido. Una especie de gorgoteo prehistórico que retumbaba día y noche por las calles desiertas. Si el temor a una muerte desagradable no era suficiente, el desmoronamiento psicológico que aquel clamor causaba fue el golpe final.

El asco que me produce el recuerdo no llega a compararse con la torsión de mis entrañas cuando las veo allí, en la vereda, comiendo mugre y “bailando” triunfales al ritmo de aquella música vomitiva.

¿Acaso la raza humana se ha rendido ya a los múltiples pies de tan odiosas criaturas? ¿O es que el temor los ha enfrascado a todos bajo una cúpula de cotidianeidad paralizante? Esas preguntas me mantuvieron en vilo durante tantas noches que no puedo recordar su origen en mi mente. Lejos quedó el tiempo para dudar y reflexionar. Quienes otrora se dedicaron a pensar, ahora fertilizan las ruinas de una ciudad decadente. Es el momento de actuar.

Mis manos ajadas sostienen a duras penas el fusil. A mis pies, una caja de veinticinco balas doradas brilla con la luz de la tarde filtrándose por la ventana. Desde el segundo piso, la vista es óptima. Tengo a una de ellas en la mira, apuntando justo entre medio de esas antenas decoloradas por el sol. Ya no queda más que apretar el gatillo y esperar que el fogonazo sea el inicio de una nueva revolución. Una que esta vez pueda triunfar.

Dejo estas líneas para que quien las encuentre pueda dar crédito de cómo comenzó esta rebelión de un solo hombre cansado de una vida encerrado por su propia seguridad. Se apiade el cosmos de nuestras mentes limitadas si esto se convierte en otra carnicería descomunal.

Bien.

Aquí voy.

*Click* *BOOM*

Gentileza:. Lic. Lucio Ravagnani Navarrete –  ravagnani.lucio@gmail.com

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