La casa de mi adolescencia tenía un pequeño mueble que hacía de bar. Entre las muchas y muy variadas botellas que decoraban la superficie, una en particular llamó siempre mi atención. Se trataba de un botellón de vidrio trabajado, con detalles finos y elegantes y de un color anaranjado claro. Un día, intrigado por su contenido, decidí abrirla. El tapón estaba adherido de tal manera que me fue imposible cualquier intento por quitarlo. Decidido a no quedarme con la duda, le pregunté a mi padre sobre aquella extraña reliquia. “Esa botella fue un regalo. Adentro tiene licor de huevo casero, pero hace tantos años que nadie la abre que dudo que sea aún bebible.” Dos pensamientos rondaron por mi mente adolescente aquel día. El primero consistió en comprender cómo se le pudo haber ocurrido a alguien que era una buena idea fermentar huevo para después encima tener que tomarlo. El segundo, más duradero, era una pregunta. ¿Por qué alguien esperaría tanto tiempo para disfrutar de un regalo? El primer pensamiento lo comprendí de mayor. El segundo todavía me lo sigo preguntando.
Le llegó como un obsequio por haberse recibido de la facultad. Su padre pensó que sería una buena elección para festejar ese hito tan importante en la vida de un joven estudiante, pero el recién egresado se negó. “Mejor la guardamos para un evento más importante. Cuando consiga trabajo o cuando haga el posgrado.” Así la botella pasó a ocupar su lugar en la vitrina de aquel mueble robusto que ocupaba casi toda la pared del living. Oculta de los rayos de sol que entraban por la ventana del quinto piso, su contenido durante tanto tiempo añejado aguardó aún un poco más.
Pasó el tiempo como pasan esas cosas que uno da por sentadas y un segundo festejo tuvo lugar. El diploma del doctorado ahora compartía sitio junto a los logros enmarcados que concentraban los años de esfuerzo, insomnio y lágrimas de todo tipo. En la estantería todavía reposaba la botella, hace tanto regalada, con su líquido rubí resguardado por el duro vidrio verde. Desde su atalaya de mobiliario dejaba ver su etiqueta de diseño. Sus curvas perfectas se reducían a la altura del cuello decorado con aquella capucha negra opaca. Parecía contener el elíxir de la felicidad fermentada al punto justo. “Todavía no. Prefiero reservarla para un momento más especial.”
Acontecieron mudanzas, traslados y bodas. Los hijos nacieron, crecieron y se fueron a continuar el frágil ciclo de la especie. La botella rubí, testigo de las desventuras de una vida común con pequeños respiros de fantasía, aguardaba paciente. No había perdido el brillo ni la mirada filosa, pasando de caja en caja y de mueble en mueble. Durante años cosechó amores, despedidas, risas y suspiros. Decantaba en su base la nostalgia de lo no acontecido; la incertidumbre de lo que pudo haber sido. Enterradas las manos que en su génesis la habían comprado, aguardaba el gesto que la liberara de su lámpara mágica.
Aquel otoño no presagiaba el invierno. Los árboles con sus hojas atardecidas se mecían con la brisa de la tarde que transcurría segura de sí misma. Sentado en el hall de entrada, aspirando el humo de un Cavendish húmedo, sintió el aroma del mosto en una invisible nube pasajera. Era una señal y pensó que era el instante justo. “Creo que ahora es un buen momento.” Pasó de largo por el pasillo que lucía cuadros gastados, giró a la izquierda, atravesó el umbral sin puerta del living, llegó hasta la vitrina del rincón derecho y la miró por un momento. Allí lo esperaba la botella rubí, tan lustrosa como siempre. Desde el silencio de su etiqueta le contó la historia de su vida adulta. Le trajo el recuerdo de sus padres, el amor de su mujer y la partida de sus hijos. Le habló al oído de los tiempos donde las cosas casi fueron, pero al final no. El vidrio verde y su contenido oscuro reflejaron los ojos ancianos y las arrugas fijadas. Finalmente la tomó con sus manos gastadas para llevarla a cumplir su propósito. Quitó su capucha con cuidado y atravesó su tapón con soltura y sin esfuerzo. El aroma a fruta y madera lo envolvió todo en una galaxia de viñas en la base de la montaña. Flotaba por toda la habitación el tonel, el campo y el viaje. El oxígeno completó su metamorfosis invisible y la botella rubí mudó su esencia a una copa elegida. El otoño lo esperaba desde el hall.
Se sentó con cuidado de no estropear su cuerpo y su tesoro. La vida y sus misterios confluían en aquel punto justo. Un aleph de vid y brisa. Cuando sus labios ya casi se empapaban, una mano delgada lo detuvo. A su lado, inconfundible, la Sombra lo miraba. “Ahora es el momento” le dijo con su aliento frío.
Intacta, la copa rubí recibió la inminente noche.
Gentileza:
Lic. Lucio Ravagnani Navarrete – ravagnani.lucio@gmail.com
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