Transcurriendo el tercer año de mi carrera universitaria, opté por cursar Historia del Arte. Ansioso de conocer ese mundo, apenas percibido un atisbo de los vastos territorios que lo componen, me imaginé comprendiendo la técnica canalizada a través de la pintura y el cincel. Era el portal de un mundo al que siempre había aspirado, pero que la torpeza de mis manos me había negado una y otra vez en todas las etapas de mi vida. Por fin se me revelaría el secreto de los grandes genios y las brillantes creadoras de cuadros y esculturas imperecederos. Sin embargo, lo que más hondo caló en mi ser no fueron las imágenes ni los colores. No me invadieron las formas ni me sometieron los contornos. No me había absorbido el remolino de figuras y perspectivas. Lo que penetró en la bastedad de mi conciencia fue un número.
Reniego de las matemáticas y sus fascinantes pero inalcanzables fronteras desde que tengo memoria. Sin embargo este número no tenía que ver con fórmulas ni fracciones. Era solo una representación humana de un tiempo infinito. Un simple dato sobre la edad de un artista en relación a su obra. Miguel Ángel había esculpido el David con tan solo veintitrés años.
Este dato de color –esta charla de café– quedó grabado como una herida de fuego. Un año más jóvenes que las mías fueron las manos que arrancaron del mármol frío una figura de completa perfección. El impacto de la admiración fue instantáneo. Aquella pieza tallada era la victoria del hombre sobre el plumazo de la muerte.
Todo el día arrastré ese pensamiento que me siguió como una sombra que subía desde el suelo para envolverme con su abrazo oscuro. No podía alejar de mi mente esa revelación, que me sometía con la fuerza de una tormenta y me obligaba a reflexionar sobre mi propia existencia. Me vi hundido ante una sensación de profunda insignificancia. Al igual que uno mira el pico de las montañas guardianas del Valle Grande y contempla una magnitud que lo trasciende, allí estaba ahora aplastado por el peso de mi propio existir. El velo se había corrido y el universo se había expandido de golpe. Mientras Alejando III sostenía el mundo en sus manos, la ilusión de la realidad propia se derrumbaba. La fantasía había quedado expuesta y ahí estaba yo; un hombre común que esperaba el colectivo.
Hay un pesar para el hombre sensible
aunque a algunos les resulte risible,
vano e insulso y que no sigue
el impulso de lo común y lo aceptado.
Una sombra que se cierne sobre la mente
y roe la cordura, descarna la esperanza
y al suicidio apura.
Es el grillete del hombre común,
de simple número y punto siguiente.
Una realidad ardiente
que derrite y no libera, ni permite la
sonrisa o la suave primavera.
¡Ay de mí, condenado a lo mediocre!
A ser no más que el revoque
De una empalizada vieja y roída,
de hierbas amargas asida
y en la oscuridad sumida.
Pues no brilla ni ilumina
aquel que no llega a la cima
y desde la playa mira
como un simple grano de arena,
que llora y muere de pena
al ser del tapiz una mísera tira.
Gentileza:
Lucio Ravagnani Navarrete (Lic. en Letras)
MAIL: ravagnani.lucio@gmail.com
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