Un hombre espera sentado frente a la puerta de un banco este viernes 22 de mayo, en Buenos Aires.
El país se adentra en un nuevo impago de deuda pero sigue negociando con los acreedores
Argentina ha caído en el noveno default de su historia. Se trata de un default con adjetivo: “blando”, “suave”, “selectivo”, “técnico” o “controlado”, según quién lo defina, porque hasta el 2 de junio prosigue la negociación con los acreedores y, al menos de momento, no hay litigio en los tribunales. Pero persiste el riesgo de que se llegue a un desastroso default sin adjetivo y el cuadro macroeconómico no deja de empeorar. Paradójicamente, mientras todo esto ocurre la popularidad del presidente, Alberto Fernández, se mantiene altísima.
Pero la firmeza tiene sus límites. La ciudad de Buenos Aires y su conurbano pueden convertirse pronto, si se confirma la prevista prolongación de la cuarentena desde el 24 de mayo hasta el 8 de junio, en el lugar sometido por más tiempo a restricciones severas en la circulación y el trabajo. La ciudad china de Wuhan, origen de la pandemia, sufrió una cuarentena de 77 días. Buenos Aires debería llegar a los 79 días. El daño en la economía, entretanto, alcanza niveles catastróficos.
La pandemia ha permitido al Gobierno, por ahora, disimular sus dificultades y errores en otros ámbitos. La propia negociación con los acreedores, según el ministro de Economía, Martín Guzmán, se ha resentido por el confinamiento. Dice que conversar telemáticamente no es lo mismo que hacerlo cara a cara. Los acreedores, sin embargo, piensan que ese no ha sido el problema. Recuerdan que el Gobierno de Alberto Fernández asumió el 8 de diciembre, tras largos meses de victoria electoral asegurada, pero esperó hasta marzo para presentar su primera propuesta a los tenedores de su deuda. Algunos culpan al profesor Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía y mentor del ministro Guzmán, por la rigidez gubernamental.
Guzmán planteó una oferta (quita de capital, reducción de intereses, tres años sin pagos y prolongación de maduraciones) y no se movió de ella hasta que llegó el 8 de mayo, la fecha que se había fijado como límite para conseguir reestructurar la deuda, y se consumó el fracaso. Solo uno de cada cinco acreedores aceptó la propuesta. A toda prisa, se abrió un nuevo plazo hasta el 22 de mayo. Y tampoco dio tiempo.
Ahora, la situación de default puede ser adjetivable, pero no discutible. El 22 de abril pasado, Argentina no pagó 503 millones de dólares en vencimientos de bonos Global, sometidos a la legislación de Nueva York. Disponía de un mes de gracia, hasta el 22 de mayo, para regularizar la situación. No lo ha hecho. Alberto Fernández se esforzó en quitarle importancia al hecho: “Estamos en default desde hace meses, desde antes de diciembre que estamos en default”, afirmó el jueves. Eso es cierto: desde el colapso de agosto de 2019, cuando el entonces presidente Mauricio Macri sufrió un descalabro en las primarias y se hundieron el peso y los mercados de valores, se sabe que Argentina no puede hacer frente a su deuda externa. La diferencia es que ahora, si quisiera, un grupo que representara al menos al 25% de los acreedores podría acudir a los tribunales y exigir el pago íntegro e inmediato.
Eso no va a ocurrir mientras permanezca abierta la negociación. Es decir, al menos hasta el 2 de junio, o más allá: salvo que se extienda [el plazo] por un periodo adicional, señaló Hacienda en un comunicado emitido en la noche del jueves. Horas antes de que se consumara el default (oficialmente, a las 5 de la tarde hora de Nueva York), Martín Guzmán anunció su propósito de modificar su propuesta. Los acreedores más duros, como el gigantesco fondo de inversiones Blackrock, también han realizado maniobras de acercamiento. Con una deuda global a reestructurar de 68.000 millones de dólares, la diferencia entre la posición de Guzmán y la de los bonistas se estima en unos 5.000 millones. No parece una cantidad insalvable, teniendo en cuenta que los pagos se escalonarían durante más de una década.
Queda como gran escollo el periodo de gracia, es decir, el tiempo en que Argentina no pagará ni principal ni intereses. Guzmán quiere que sean tres años, lo que supondría dejar casi todo el mandato presidencial de Alberto Fernández libre de la carga de la deuda. En realidad, esa es la clave del plan económico de la Casa Rosada: disponer de mucho tiempo para acumular reservas en divisas y apuntalar el siempre desfalleciente peso; adicionalmente, eso podría contribuir de forma sustancial a la reelección de Fernández en 2023. Pero los acreedores consideran que tres años sin cobrar nada son excesivos.
Quedan diez días, o algo más, para saber si hay acuerdo o si Argentina pierde todo tipo de acceso a los mercados internacionales de crédito. La vía del FMI también estaría cerrada, porque se le deben ya 44.000 millones de dólares, a reestructurar más adelante. En las actuales circunstancias económicas, un default definitivo supondría para Argentina un descalabro incalculable. El país lleva tres años en recesión. En marzo, la economía se contrajo un 11%. Abril, mes completo de confinamiento, arrojará datos mucho peores. Para 2020 se espera una caída anual de la producción del 10%, como mínimo. A falta de crédito, el Banco Central está emitiendo 300.000 millones de pesos cada mes. El 70% del presupuesto se cubre ya imprimiendo moneda. Son cifras pavorosas, que pueden acabar hundiendo a un presidente tan popular como lo es ahora Alberto Fernández.
EL RIESGO DE LA EXPLOSIÓN SOCIAL
Argentina está habituada a las crisis. Desde el colapso de 2001 dispone de mecanismos de auxilio para la población más afectada. Gobierna el peronismo, un movimiento de gran implantación popular. El programa de subsidios para la Asistencia a la Producción y el Trabajo (ATP) ha permitido la supervivencia de miles de empresas y la subsistencia de millones de personas. Pero el riesgo de una explosión social, sobre todo si no se consigue levantar el default en unas pocas semanas, siempre está ahí. El propio Mario Firmenich, máximo dirigente de la organización armada peronista Montoneros hasta su disolución y ahora profesor en Barcelona, publicó el viernes un artículo en el que señalaba que “la prolongación indefinida de una cuarentena ruinosa para millones de personas (…) puede terminar en una rebelión social”. Los habitantes de las villas, poblaciones precarias sin acceso a servicios básicos, están siendo los más afectados por la pandemia y sufren la falta de trabajo. Sin embargo, es la clase media de profesionales, pequeños empresarios y comerciantes, no muy afín al peronismo, la que muestra una creciente incomodidad con la cuarentena y una creciente angustia ante las perspectivas económicas
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