San Rafael, Mendoza miércoles 08 de mayo de 2024

El jardinero de la nación – Por:.BEATRIZ GENCHI

En el mes de noviembre, el azul violáceo de once mil jacarandás transforma las calles y plazas porteñas en una fiesta visual. Es un tiempo donde, como describe la canción de María Elena Walsh y Palito Ortega, «el cielo en la vereda dibujado está», algo que seguramente provocaría el orgullo de Carlos Thays, el genial paisajista francés que le dio ese color tan único y estimulante a la ciudad y que también diseñó el esquema de calles arboladas atravesadas por decenas de plazas y parques.

Thays fue jardinero, horticultor, ambientalista, además de artista y científico, y su historia en la Argentina comenzó en 1889 cuando llegó por un proyecto de dos años, pero como sus plantas, echó raíces y se quedó para siempre en el país. Pero como una vida puede abarcar muchas pasiones, Thays además inventó el concepto de parque natural y así logró preservar el entorno de las Cataratas del Iguazú. También hizo posible la industrialización de la yerba mate en su tiempo.

Por esas bromas que tanto le gusta realizar al destino, el hombre al que Buenos Aires le debe el 80 por ciento de sus lugares verdes no nació en esas pampas sino en Francia, el 20 de agosto de 1849. Su padre era un tipógrafo belga establecido en París y su madre, una joven de Versalles. Thays fue discípulo de uno de los paisajistas más reconocidos de su tiempo, Edouard André, con el que trabajó por toda Europa. En 1891 lo nombraron director de Parques y Paseos de la Ciudad de Buenos Aires, pero no fue elegido «a dedo» y mucho menos por acomodo.

En una kermesse, Thays conoció a Cora Venturino, él tenía 41 años, ella apenas 16, pero la atracción fue recíproca. Cora se convirtió en su esposa, pero también en la socia ideal que lo seguía feliz a su trabajo con una canasta con la merienda. Primero lo hacía sola pero luego se sumaron sus hijos, Carlos León y Ernestina. Para ellos su padre tenía el mejor trabajo del mundo: diseñar plazas. La familia entera lo acompañaba mientras el padre se encargaba de indicar dónde y qué plantar, delineaba caminos y canteros, diseñaba rejas y obras ornamentales, armaba invernaderos y hasta corregía o abría artificialmente fuentes o surtidores de agua. Incansable, llegaba a trabajar más de veinte horas por día; él mismo dirigía cada obra, pues no tenía equipo de trabajo. Por eso en medio de una jornada agotadora, se escuchaba un «hup, hup», la manera cariñosa que empleaba Cora para llamarlo e indicarle que era momento de hacer una pausa para merendar. Con los años, sus nietos usaron esa expresión como apodo para su adorado abuelo. Quizá por eso, en tiempos donde los medios de transporte eran precarios, Cora no dudó en seguir a su marido a Misiones para ayudarlo en la tarea de organizar el Parque Nacional Iguazú, aunque esto implicó llegar a caballo hasta las cataratas, y soportar un clima y un paisaje tan agobiantes como mágicos.

Apasionados por el verde, armaron su hogar dentro del Jardín Botánico de Buenos Aires, en esa coqueta casita que todavía se conserva y donde hoy funcionan las oficinas administrativas. Pero la casa no solo era refugio familiar, sino también el lugar donde el matrimonio creó un centro científico de relevancia internacional, dedicado al estudio no solo de la flora argentina sino también de otras regiones del mundo. Así pobló plazas, calles, regimientos y hospitales con 150 mil árboles y como cada especie tiene una época de floración, logró que los vecinos siempre puedan ver flores al andar.

Su experiencia y conocimientos sumados a la perfección de sus creaciones lo convirtieron en el preferido de las élites que se lo disputaban al momento de contratarlo para embellecer sus propiedades. Así fue como creó los jardines de unas cuarenta estancias en Buenos Aires y La Paz, en Córdoba.

Pero Thays no trabajó solo para la aristocracia argentina, él lo hacía para todos. Solía repetir que «para ser feliz, es preferible vivir en una cabaña dentro de un bosque que en un palacio sin jardín». Por eso, si los vecinos de los barrios le pedían una plaza, allá iba a diseñarla. Si le solicitaban flores para una fiesta, no dudaba en mandarles las más lindas y perfumadas. Su tarea era tan espectacular que lo llamaban el «jardinero de la nación».

Thays se convirtió en un anciano muy alegre que solía entretener a todos relatando las divertidas vivencias de su vida. Argentino por opción, no olvidaba sus orígenes y solía cantar canciones francesas o entonar La Marsellesa. A diferencia de otros protagonistas de la historia argentina, no vivió la incomprensión que padeció Belgrano, ni tuvo la agitada vida privada de Sarmiento ni los cuestionamientos de un Rosas o Urquiza. Fue Thays fue un hombre sabio con un espíritu desprovisto de interés comercial o gloria personal que «simplemente» creó una arquitectura tan bella que logró despertar las ganas de vivir en esta ciudad.

Cuando murió, en Buenos Aires el 31 de enero de 1934, una multitud salió a acompañar el paso del cortejo al cementerio de la Chacarita. Lo despidieron funcionarios y aristócratas, pero también obreros y estudiantes, familias y trabajadores. Gente que deseaba expresar su agradecimiento a un hombre que les había regalado el placer de enamorarse junto a un sendero de flores o de sentir que Buenos Aires es una sucursal del cielo tapizada de flores de jacarandá.

Gentileza: BEATRIZ GENCHI beagenchi@hotmail.com

 

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