Hace casi unos trescientos años que un hombre humilde, llamado Leeuwenhoek, se asomó por primera vez a un mundo nuevo y misterioso poblado por millares de diferentes especies de seres diminutos, algunos muy feroces y mortíferos, otros útiles y benéficos, e incluso, muchos cuyo hallazgo ha sido importantísimo para la Humanidad.
Anton van Leeuwenhoek (1632- 1723), conocido como el “padre de la microbiología”, fue un tendero neerlandés descendiente de una honorable familia de fabricantes de cestos y de cerveza. Sin embargo el sobresalió por ser el primero en realizar observaciones y descubrimientos con microscopios cuya fabricación, él mismo perfeccionó. Empezó a hacerse preguntas e imaginémonos al joven Leeuwenhoek, ávido de conocimientos. En aquellos tiempos, si un muchacho convaleciente de paperas preguntaba a su padre cuál era la causa de este mal, el padre le contestaba: “El enfermo está poseído por el espíritu maligno de las paperas”. Esta explicación distaba de ser convincente, pero el padre era la autoridad. Era aquel, un mundo en el que la ciencia ensayaba sus primeros pasos; la ciencia, que no es otra cosa sino el intento de encontrar la verdad mediante la observación cuidadosa y el razonamiento claro.
El padre de Antonio murió joven; la madre envió al niño a la escuela para que estudiara la carrera de funcionario público; pero a los 16 años arrumbó los libros y entró de aprendiz en una tienda de Amsterdam. Pues bien, ¡durante seis años, esta fue su universidad!
La Biblia, era su único libro. Por estar aislado de toda la palabrería docta de su tiempo no tuvo más guía que sus propios ojos, sus personales reflexiones y su exclusivo criterio. Visitando las tiendas de óptica aprendió los rudimentos necesarios para tallar lentes; frecuentó el trato con alquimistas y boticarios, de los que observó sus métodos secretos para obtener metales de los minerales, y empezó a iniciarse en el arte de los orfebres. Era un hombre de lo más quisquilloso; y aun luego de algún logro, se pasaba horas y horas dándoles una y mil vueltas. Y sí, nuestro tendero por ejemplo, era el único hombre en toda Holanda que sabía fabricar lentes
Satisfecho de sí mismo y en paz con el mundo, este tendero se dedicó a examinar con sus lentes cuanto caía en sus manos. Analizó las fibras musculares de una ballena y las escamas de su propia piel, ojos de buey donde quedó maravillado de la estructura del cristalino. Pasó horas enteras observando lana de ovejas, pelos de castor y liebre. Era Leeuwenhoek como un cachorro que olfatea todo lo que hay a su alrededor, indiscriminadamente, sin existir miramiento alguno.
No existían microscopios, sino simples lupas o cristales de aumento a través de los cuales podría haber mirado Leeuwenhoek, hasta envejecer, sin lograr descubrir un ser más pequeño que el acaro del queso. Pero esta aparente manía, le sirvió como preparación para aquel día fortuito en que, a través de su lente de juguete, montada en oro, observó una pequeña gota de agua clara de lluvia. Lo que vio aquel día, es el comienzo de esta historia. Leeuwenhoek era un observador maniático; pero ¿a quién, sino a un hombre tan singular se le habría ocurrido observar algo tan poco interesante: una de las millones de gotas de agua que caen del cielo?
Él había admirado un mundo fantástico de seres invisibles a simple vista, criaturas que habían vivido, crecido, batallado y muerto, ocultas por completo a la mirada del hombre desde el principio de los tiempos; seres de una especie que destruye y aniquila razas enteras; seres más fieros que los dragones que vomitan fuego, o que los monstruos con cabeza de hidra; asesinos silenciosos que matan a los niños en sus cunas tibias y a los reyes en sus resguardados palacios. Este es el mundo invisible, insignificante pero implacable —y a veces benéfico— al que Leeuwenhoek, entre todos los hombres de todos los países, fue el primero en asomarse.
Gentileza: Beatriz Genchi – beagenchi@hotmail.com
Museóloga-Gestora Cultural-Artista Plástica
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