En el reino animal, la regla por la que se regula la coexistencia de los integrantes de una misma estirpe se llama “la ley del más fuerte”. La natural búsqueda del más apto es el camino por el cual se asegura la supervivencia de la especie.
Los animales que viven en comunidad compiten continuamente entre sí y aquellos que son derrotados pagan su fracaso con sus privilegios, sus jerarquías e incluso con sus vidas.
Los que fueron vencidos no comparten en igualdad de condiciones el territorio en común con sus congéneres victoriosos; se subordinan, se someten, se subyugan.
Hasta la revolución francesa (al menos en sus inicios) y la independencia norteamericana, este modelo animal, en mayor o en menor medida, era el que imperaba entre los hombres. Luego de ella hubo un cambio severo en las reglas de juego de la organización social. El aprovechamiento de la naturaleza dejó de ser el privilegio del más fuerte para transformarse en una posibilidad al alcance de casi todos. Sin entrar en grandes disquisiciones, en la actualidad, su utilización depende más del esfuerzo y del mérito que de la potencia bruta.
Esto de compartir un espacio en común, que no le pertenece a nadie pero que todos tienen derecho a utilizar, nos obliga a dictar una serie de reglas que nos permitan vivir en paz y armonía.
Las normas de convivencia del ser humano se pueden sintetizar en una sola máxima que parece obvia, pero que rara vez se cumple; el respeto del individuo.
El respeto del individuo es el respeto a las decisiones del otro y como si fuese un espejo, ese mismo respeto es el que debo exigir se me otorgue. Aunque parezca paradójico mientras más defiendo el derecho del otro más estoy defendiendo mi propio derecho.
Creo que todo precepto que se considere justo debe seguir este principio, debe analizar el aspecto puntual sobre el que fue redactado siguiendo este norte. Si así se redacta, su aplicación será simple y no causará oposición de quienes son decentes.
Pero lamentablemente esta regla tan sencilla y efectiva es burlada por gran parte de nuestra sociedad. Con una visión miope, de corto plazo y de satisfacción instantánea, buscamos obtener alguna ventaja sobre el resto de la sociedad y para colmo nos vanagloriamos cuando lo conseguimos. Esta postura ventajista es nuestra tristemente célebre “viveza criolla”.
Somos incapaces de planificar a largo plazo, vivimos en la inmediatez y queremos réditos instantáneos, queremos cosechar sin plantar. Y en esa voracidad casi compulsiva arrasamos con lo que tenemos por delante sin miramiento alguno.
Lo terrible del asunto es que se ha transformado en un hecho cultural, distintivo de nuestro país; somos reconocidos por ello en todo el mundo. No solo es una cuestión folklórica, sino que es casi un deporte nacional. El “colarse” en una fila, entrar a un espectáculo sin pagar, engañar a un ingenuo, defraudar al fisco, copiar en un examen o encontrar un vericueto legal para “zafar” de una obligación, nos eleva, en la consideración popular, a la condición de héroe, de compadrito, de capo, de “maestro”.
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