La Teoría del Todo fue el extenso reportaje al sociólogo Zygmunt Bauman. Esta es su continuación con el filósofo francés más masivo y, al igual que Bauman, el que más libros vende.
“El egoismo es eficaz para crear riqueza, pero la riqueza nunca ha sido suficiente para hacer una civilización, ni siquiera una sociedad que fuera humanamente aceptable. Se necesita algo más.”
—¿Qué es la política?
—La gestión, tan pacífica como sea posible, de los conflictos de interés y de las relaciones de poder.
—Después de Marx, de Nietzsche, de Foucault: ¿ha sido rebasado el contractualismo moderno?
—El contrato social, tal como funciona según Hobbes o Rousseau (y ya en Epicuro), es claramente una ficción, pero más ilustrativa y operante que la del derecho natural, que precede a cualquier institución. No creo que se pueda, ni que se deba, sobrepasar. Desde este punto de vista, me importa más Rawls que Marx, Nietzsche o Foucault.
—Si la política son relaciones de fuerzas y conflicto de intereses, como usted ha expresado en distintas ocasiones, ¿cuál es hoy, si lo hay, el conflicto decisivo en nuestras sociedades?
—Nada puede probar que sólo hay un punto de vista. No creo que la lucha de clases haya desaparecido, pero tampoco creo que la lucha sea suficiente para explicarlo todo. Lo mismo pasa con un punto de vista político, para la oposición derecha-izquierda. La política sigue siendo esclarecedora y estructurante, pero se complejizó demasiado, especialmente en Francia en estos últimos años. Por ejemplo, los conflictos entre los partidarios y los adversarios de la globalización, entre los eurófilos y los eurófobos, entre los liberales y los estatistas, entre los progresistas y los conservadores, atraviesan tanto a la derecha como a la izquierda. Esto es lo que Emmanuel Macron, nuestro nuevo y querido presidente en Francia, tomó en cuenta con mucha inteligencia y astucia. Deseo que tenga un buen mandato. Nuestro país enfrenta una inmensidad de problemas y necesita un enfoque pragmático y no ideológico. ¿Se puede decir que el conflicto decisivo, hoy, es el que opone a los progresistas y los conservadores? Es lo que respondería Emmanuel Macron, pero temo que la verdad es más compleja. Primero, porque necesitamos la conservación y el progreso. Segundo, porque los progresistas no siempre están de acuerdo entre ellos sobre la mayoría de las cuestiones importantes. ¿Se debe dar privilegio a la oposición entre los ricos y los pobres, entre los ganadores y perdedores de la globalización? Sociológicamente, no sería impertinente. Pero los más pobres son justamente los que votan por los candidatos populistas, especialmente por la extrema derecha. No quiero seguirlos. No soporto más los discursos antielite que convierten la victoria en un pecado. Luchemos por la justicia, no contra la inteligencia y el talento. En fin, creo que la urgencia actual no está en discernir el conflicto decisivo sino en habituarnos a pensar en la complejidad, o sea, en la ocurrencia, en la pluralidad irreductible de los meollos y las oposiciones.
—En su libro “El capitalismo ¿es moral?” usted interpreta la muerte de Dios anunciada por Nietzsche como la muerte social de Dios, en el sentido de que Dios ya no fundamenta la cohesión social ni religa a los individuos. ¿Eso significa que ha muerto toda teología política? Recordemos que para Benjamin el cristianismo se convierte, en un punto, directamente en capitalismo.
—Sí, yo creo que el teólogo-político está en nosotros, sin lugar a dudas, y deseo que así sea: sólo podría volver como una regresión catastrófica, ya sea en nombre del Occidente cristiano y de las Cruzadas o en nombre del islam y de la yihad. Esto no impide que se mida el aporte histórico de esta o aquella religión (por ejemplo, cuando emerge el capitalismo: véase Max Weber o Benjamin), ni disminuye, de manera individual, la fidelidad a los valores o a la fe que se profesa. Pero, colectivamente, necesitamos otra base social que no sea la religión: algunos valores (especialmente los derechos humanos), algunas instituciones (la democracia), un poco de cultura y civilización. Ese es el objetivo de la Ilustración, del siglo XVIII, y especialmente de lo que en Francia llamamos laicismo. Uno de cada dos franceses es ateo, agnóstico o no tiene religión; uno de cada catorce es musulmán. ¿Cómo quieren que el cristianismo sea suficiente para unirnos? ¡No vamos a volver al Medievo, al Occidente cristiano ni a una Francia “hija mayor de la Iglesia”. Mejor. Si la gente es soberana, no es posible que Dios lo sea.
—¿La sociedad de consumo, que se compone de individuos masificados, ha borrado la antigua distinción entre esfera pública y privada?
—No. Pero tiende a debilitar la esfera pública o el lugar que ocupa en nuestra vida. Muchos viven como consumidores más que como ciudadanos: es el reino del consumismo, de hecho, e incluso del cocooning, es decir, replegarse en sí mismo y en su pequeña esfera privada. Es una amenaza que Tocqueville había percibido, y hay que rehabilitar la política contra este fenómeno urgentemente. El consumo nunca es suficiente para alcanzar felicidad, ¡menos aún para alcanzar libertad y justicia!
—En algunos pasajes de “El capitalismo ¿es moral?”, usted subraya que el ocaso de la religión hace más necesaria la moral.
—La pregunta moral es “¿qué debo hacer?”. Sin embargo, durante siglos era Dios quien respondía esta pregunta. No había que preguntarse para que la respuesta saliera de uno mismo. Ya no es así: Dios ya no responde, o sus respuestas se vuelven cada vez menos audibles para la sociedad. Entonces cada uno se tiene que preguntar “¿qué debo hacer?”, y esta pregunta tendrá más importancia. Esto no quiere decir que los valores morales sean completamente diferentes (en esencia, siguen siendo los mismos que antes: el amor, la justicia, la generosidad, la compasión…), pero ninguna institución puede resolver los conflictos sobre los valores o decidir por nosotros. Por ejemplo, ¿el capitalismo es moralmente aceptable? ¿Y el aborto? ¿Y la eutanasia? ¿Y el sexo prematrimonial? La Iglesia puede responder lo que quiera. Pero ya no es ella, excepto en algunos casos, quien gobierna la opinión de nuestros contemporáneos. Mejor. Los individuos son más libres que antes. Pero no olvidemos que más libertad significa también más responsabilidad.
—Si para usted el capitalismo es amoral, pero legítimo antropológicamente en la medida en que se basa en el interés egoísta, ¿eso quiere decir que usted cree en una naturaleza humana ahistórica, independiente de las relaciones de fuerza y de la producción de sujetos?
—La naturaleza humana es el cuerpo (incluido el cerebro), como resultado de la evolución. Para un materialista como yo, eso no es nada. Un bebé que nace hoy no es diferente a un bebé que nació hace diez mil años, en el momento de la revolución neolítica. Pero la sociedad no es la misma, ni la cultura, ni las instituciones, ni las relaciones de poder ni los modelos de vida. El bebé, al momento de nacer, es casi el mismo que hace diez mil años, pero diez o veinte años más tarde será muy diferente al niño o adolescente neolítico. Excepto, justamente, por un cierto egoísmo (el principio del placer, según Freud; el interés, según Marx; la voluntad del poder, según Nietzsche), que generalmente incluye también a la familia. Ese es el verdadero egoísmo y no el simple “primero yo, segundo yo”, sino más bien “primero mis hijos; después mi esposa y yo; y para los demás, lo que quede”. Por supuesto, somos capaces también de mostrar generosidad, compasión y altruismo, pero en menor medida. En esto concuerdan Kant, Marx y Nietzsche (y no es muy frecuente que pase). No hay una razón para revolcarse en el egoísmo, sino todo lo contrario: ya que somos egoístas, hemos hecho de la generosidad una virtud. Pero si se espera que la sociedad cambie al animal humano para que sea un ser altruista y dulce, se debe saber que son sólo ilusiones. Relean a Epicuro. El dice que “el hombre no tiene naturaleza sociable y no tiene costumbres tranquilas”. Relean a La Rochefoucauld, Pascal, Hobbes. Relean a Freud. Querer transformar la humanidad, forjar un “hombre nuevo”, es una ilusión totalitaria y loca, y ya hemos visto sus efectos en el siglo XX.
—Uno de los libros más leídos y más criticados es “La rebelión de Atlas”, de Ayn Rand. ¿Qué opina del egoísmo como fuerza fundamental de la sociedad?
—Sólo he leído dos libros de Ayn Rand: su gran novela, La gréve (La rebelión de Atlas) y una antología, La vertu d’égoïsme. El primero, un poco charlatán y pesado, no me pareció una obra literaria maestra, pero sí estimulante para el intelecto tanto como el segundo, que me pareció refrescante y provocador. Cambian los buenos sentimientos, la mala conciencia y lo políticamente correcto. Pero lo que Ayn Rand no alcanza a pensar es el paso del egoísmo, como disposición natural, hacia los valores morales casi universalmente reconocidos, como lo son el amor, la generosidad, la justicia o la compasión. En este sentido, Spinoza es más claro ya que muestra cómo se pasa de “la utilidad propia” al “bien común”, y así del egoísmo al humanismo. Es que Spinoza es un pensador más profundo, más riguroso, pero también él mismo decía ser fiel al “espíritu de Cristo”, que, según él, era “de justicia y caridad”. En otras culturas se habla del espíritu de Buda, que es compasivo, o del espíritu de Confucio, que es humano (en el sentido de humanidad como virtud)… Pero el movimiento sigue siendo el mismo: pasar del egoísmo de uno mismo al egoísmo de muchos o de todos (solidaridad), luego pasar del egoísmo de todos a la justicia, e incluso al altruismo (amor o compasión). El Dalai Lama dijo lo esencial en una sola frase que bien podría estar en los Evangelios: “¡Sean egoístas: ámense los unos a los otros!”. Esto incluye lo que hay en Ayn Rand, mientras que prohíbe alegrarse.
—¿Se puede asociar el egoísmo aplicado a lo social de Ayn Rand con la voluntad de Schopenhauer como voluntad de supervivencia?
—El egoísmo, según Ayn Rand, corresponde más o menos a lo que Schopenhauer llama el “querer vivir”. La verdadera cuestión no es saber si los humanos son o no son egoístas (todos los grandes autores están de acuerdo en esto), sino saber cómo se pasa de la naturaleza a la cultura, y por lo tanto, del egoísmo individual o familiar a lo que yo llamaba hace un rato “el egoísmo de todos”, o sea, a la solidaridad, después a la justicia, a la compasión, al amor… Spinoza es más claro que Schopenhauer en este aspecto. Y los Evangelios, más profundos que Ayn Rand.
—Usted acepta la economía de mercado pero no la sociedad de mercado. Sin embargo, ¿hasta qué punto lo uno no implica lo otro?
—Una sociedad de mercado sería una sociedad donde todo se puede vender, y esto es inaceptable. Por definición, el mercado sólo vale por su mercancía, o sea, por lo que se vende y se compra. Si se piensa que todo se puede vender, que todo se puede comprar, se es ultraliberal. Excepto si el mercado, para funcionar correctamente, necesita tener un derecho económico, que no sea en sí mismo una mercancía. Ahí es donde el ultraliberalismo llega a su límite. Si, por el contrario, piensa como yo, que no todo se puede vender, que hay cosas que no se compran (la vida, la salud, la dignidad, la libertad, la justicia), no se pueden entregar al mercado porque no son mercancía. Por ejemplo, un niño enfermo al que podríamos sanar: no podríamos aceptar que muera porque sus padres no tienen los medios para pagar el médico o los medicamentos. Confiemos, entonces, al mercado todo lo que puede venderse y, muy importante, al Estado todo lo que no puede venderse; esto es, por supuesto, esencial. Que haya un mercado de medicamentos no es problemático: se tiene mejores medicamentos en una economía de mercado que en una economía estatizada; sobre este punto la historia ha sido terminante. Pero con la condición de que el Estado haga lo necesario para que los más pobres puedan sanarse también. Es necesario inventar algo entre el medicamento (que es una mercancía) y la salud (que no lo es) para evitar la sumisión, de lo contrario inevitable, de la salud al mercado. En Francia llamamos a esto seguridad social. Es pesada, compleja, necesita reformas, pero para salvarla, ya que es uno de los progresos sociales más fantásticos de toda la historia de la humanidad.
—Para usted, el Estado debe moralizar el funcionamiento de la economía capitalista. ¿Es sostenible esa posición desde una antropología negativa, que ya rechazaba Rousseau, o lo propone como una idea regulativa al modo de Kant?
—No sé qué considera usted por “antropología negativa”. Al contrario, la mía se pretende estrictamente positiva: tomo en cuenta lo que la ciencia nos enseña sobre nosotros mismos y también sobre nuestra “capacidad de existir y de hacer”, como lo llama Spinoza (el conatus), concepto profundamente positivo y afirmativo. Simplemente me niego a confundir lo real con lo ideal, lo que debería ser, como diría Maquiavelo. El capitalismo no se rige por la virtud, la generosidad o el desinterés. Al contrario, funciona bajo el interés personal o familiar. Digámoslo en una palabra: el capitalismo se rige por el egoísmo. Es por eso que funciona tan fuertemente (el egoísmo, a menudo dilatado al tamaño de la familia, es la principal fuerza motriz del ser humano), y es por eso que no es suficiente. El egoísmo es eficaz para crear riqueza, pero la riqueza nunca ha sido suficiente para hacer una civilización, ni siquiera una sociedad que fuera humanamente aceptable. Se necesita algo más. No hacer del capitalismo algo intrínsecamente moral, intrínsecamente virtuoso; eso no es más que un sueño. Pero sí podemos imponerle desde el exterior una cierta cantidad de límites no mercantiles y no comerciables. Sólo los Estados son capaces de ello. Es mucho más que una idea directriz. En la práctica, se lleva a cabo desde hace más de 150 años. Cuando abolimos la esclavitud moralizamos el capitalismo. Cuando prohibimos el trabajo infantil, cuando garantizamos las libertades sindicales, cuando creamos un impuesto a las ganancias progresivo, cuando instauramos la licencia paga, la jubilación y la seguridad social, cuando sancionamos los abusos a las posiciones dominantes moralizamos el capitalismo. Y esto se hace cada vez no por el simple juego del mercado, menos aún por la moral, sino por el derecho, y por tanto, a través de la política y el Estado. Es una gran lección que sería un error olvidar. Si usted cuenta con la moral para regular el capitalismo, está creyendo en una ficción. Contemos con el Estado, el derecho, la política y con nosotros mismos.
—¿Qué significa la derrota de Le Pen y el triunfo de Macron para Francia y para Europa?
—“Derrota” es demasiado decir: la extrema derecha no había jamás obtenido en Francia tantos votos. Pero falló fuertemente en la segunda vuelta. Esto confirma que los franceses no están dispuestos a entregarse al populismo, ya sea de derecha (Marine Le Pen) o de izquierda (Mélenchon). Mejor. El éxito de Macron se debe a sus propias cualidades: su carisma, su talento, su audacia, pero también a una profunda necesidad de renovación. Hace treinta años que en Francia los partidos políticos dicen lo mismo y fallan en la reformación del país, especialmente en bajar el desempleo.
—¿Qué significa el triunfo de Trump para el mundo y para Estados Unidos?
—Asistimos a un alza de los peligros tanto políticos como económicos, ecológicos y militares. Y a una confirmación de que la democracia es el mejor de los regímenes, pero sin haber sido nunca una garantía contra lo peor (recordemos a Hitler, quien fue nombrado canciller del Reich tras el triunfo de su partido en las elecciones) o contra la mediocridad (Berlusconi, Sarkozy, Trump).
—¿Hay una globalización económica y una provincialización política?
—Esto es claramente observable. Hoy en día, todos los problemas ecológicos y económicos tienen escala global; mientras que nuestros medios de decisión y de acción sobre esos problemas existen únicamente a escala nacional o continental (por ejemplo, la Unión Europea en construcción). Este desfasaje lleva la política a la impotencia, lo que representa un problema gravísimo. No necesitamos menos globalización económica, sino más globalización política. ¿Un Estado global? No me parece posible ni deseable. Pero sí necesitamos una política a escala mundial que pase por negociaciones entre Estados, que establezca vínculos de fuerza, compromiso y, en algunos casos, tratados. Es parcialmente lo que se hace en la ONU, la OMC, el FMI y otras instituciones mundiales. ¡Pero estamos lejos de eso!
—¿La crisis del capitalismo a qué decisión lleva?
—El capitalismo es un proceso sin objeto ni fin, como solía decir mi maestro y amigo Louis Althusser. Bajo ningún concepto puede tomar decisiones, sin importar cuáles sean. Las decisiones les pertenecen a los individuos y al pueblo. Yo, por mi parte, soy un liberal de izquierda. Deseo que nuestra gente se beneficie de la eficacia económica del capitalismo para crear riqueza (es la única forma de reducir la pobreza), pero también que le impongan, desde fuera, lo que yo llamaré, a priori, un cierto número de limitaciones, no mercantiles ni comerciables. Este es el modelo socialdemócrata, o, como se le llama actualmente, socioliberal. ¿Cuál es la diferencia entre ambos? La época. El socioliberalismo es la socialdemocracia frente a las obligaciones y oportunidades de la globalización, y el que las asume. Por supuesto, tiene mucho más valor que la negación, la evasión o la disminución. No contemos con el Estado para crear riqueza. Pero tampoco contemos con el mercado para crear justicia o para preservar el medio ambiente: sólo los Estados tienen la posibilidad de lograrlo.
—Usted distingue cuatro niveles u órdenes dentro de la sociedad. El primero es el orden económico-tecnocientífico, regido internamente por la oposición de lo posible y lo imposible. El segundo es el dominio jurídico-político, estructurado por la oposición de lo legal y lo ilegal. El tercero es el orden de la moral, organizado internamente por la oposición del bien y el mal, del deber y la prohibición. El cuarto es el nivel ético, regido por la oposición entre la alegría y la tristeza. Cada uno está controlado por el orden ubicado por encima de él, es decir, el económico-tecnocientífico por el jurídico-político, éste por el de la moral, y éste por el ético. Ahora bien, ¿cuál es el nivel que controla a este último, excluido un orden o nivel cultural o intelectual no tecnocientífico?
—Ningún orden controla a los demás, si se entiende que así se gestiona el funcionamiento. Como máximo, puede imponer una limitación a un orden inferior. Por ejemplo, la ley de la oferta y la demanda, en el orden Nº 1: el Estado, siempre y cuando estemos en una economía de mercado, no la puede abolir; pero puede limitarla puntualmente, por ejemplo, con un bloqueo de precios (si logra impedir el mercado negro); o, si se trata del mercado de trabajo, puede limitarla al fijar un salario mínimo. En cuanto al orden N° 4, que es el orden del amor, nada lo limita, y esto no es muy grave. Primero porque el amor infinito es aquello que nos podríamos desear y que es bueno, y segundo, porque el amor infinito, digamos, no es lo que nos amenaza.
—¿Hay algo que no le hayamos preguntado y desee agregar?
—No, gracias: ¡ya me cansé! Además, me gusta más el silencio que el discurso. Respondo de buena gana a las preguntas que me hacen, pero preferiría que no me preguntaran nada: la vida tiene sus derechos, pero también sus deberes… La filosofía necesita las palabras, pero la sabiduría necesita el silencio.
“Apresurémonos para que la filosofía se vuelva popular”
—¿Por qué la filosofía es hoy principalmente un asunto académico, de especialistas?
—Es más que eso. Pero es verdad que ha habido una tendencia, desde Kant y el idealismo alemán, a que se vuelva un tema de especialistas. En parte, se explica por la dificultad de la cuestión (pensar siempre es difícil), y en parte, por el esnobismo y la fascinación por lo oscuro, pero también por el peso de la universidad y las preocupaciones de la carrera. Es más fácil obtener un puesto o un ascenso cuando se es el especialista indiscutido de un campo restringido que cuando se trata de una filosofía general dirigida a un público masivo. Es más fácil escribir el milésimo libro sobre Platón, Descartes o Nietzsche que rivalizar con ellos. De ahí esta especie de encierro académico. Me parece que estamos saliendo de ello, y me alegra haber contribuido. “Apresurémonos para que la filosofía se vuelva popular”, decía Diderot. Era el ideal del Iluminismo y es el mío.
—No hay una edad determinada para filosofar. Sin embargo, ¿cuáles son las condiciones para aprender a filosofar en las sociedades contemporáneas bajo el influjo de la información, que no es en sí misma pensamiento?
—Para filosofar basta con estar dotado de la razón y de una cultura filosófica mínima, pero cuanto más rica sea nuestra cultura, mejor lo haremos. ¿Cómo aprender a filosofar? Leyendo a los grandes filósofos del pasado, meditándolos, criticándolos, admirándolos. En fin, siguiendo su ejemplo, no para repetir lo que han dicho, lo que sería en vano, sino para inventar su propio camino de pensamiento. Esto implica que no nos pasemos el día entero leyendo diarios o mirando la televisión; no impide que nos interesemos por la actualidad. La información no reemplaza al pensamiento. Pero la reciprocidad entre ambas es real: ningún pensamiento podría reemplazar el mundo y lo que nos enseña.
—¿Qué diferencia encuentra usted entre razonar y filosofar? Heidegger decía que las ciencias no piensan sino que calculan.
—Heidegger claramente se equivoca. Newton, Darwin, Einstein, Bohr o Grothendieck no se cansan de calcular. Elaboran hipótesis, crean conceptos, inventan teorías, reflexionan, imaginan, especulan, argumentan, y demuestran cuando es posible. La filosofía es un cierto uso de la razón entre otros. Se diferencia de las ciencias por sus objetos (que son más objetos de reflexión que de conocimiento) y por su incapacidad de demostrar. Filosofar es pensar más allá de lo que sabemos y de lo que podemos saber. Esta es a la vez la grandeza y el límite de la filosofía. No es un saber más; es una reflexión sobre los saberes disponibles.
—¿El acto de reflexionar es el acto propiamente filosófico o lo es la crítica de la ignorancia, de la estupidez, de los prejuicios, de los “idola tribu”?
Los dos van juntos. Una filosofía puramente crítica sería agotadora. No alcanza con combatir la idiotez y las ilusiones; es necesario encontrar un pensamiento positivo, afirmativo, que nos satisfaga al menos de manera aproximada.
—Dado que el filósofo no es un sabio sino un aspirante a la sabiduría, ¿en qué consiste la sabiduría?
—La sabiduría es el máximo de felicidad posible con el máximo de lucidez. Pero la lucidez está primero. La filosofía no es ni un analgésico ni un euforizante. Es, tal vez, lo que la diferencia de lo que hoy llamamos “desarrollo personal”.
—¿El sabio ya no precisa filosofar?
—Nadie es sabio completamente. Es por eso que siempre tenemos la necesidad de filosofar. La sabiduría, que es un arte de vivir, no responde del todo a ninguna de las preguntas de la filosofía, que es el arte de pensar, se hace y nos hace. ¿Por qué hay algo y no nada? ¿Dios existe? ¿Hay vida después de la muerte? ¿Somos libres o estamos determinados? ¿Qué es la justicia? ¿Qué podemos saber? ¿Qué debemos hacer? ¿Qué podemos esperar? La sabiduría no responde. Pese a que el hombre sea sabio, aún si lo suponemos perfectamente realizado, será llevado a filosofar, por necesidad existencial (para ser feliz), por puro interés intelectual o por el simple placer de pensar.
—¿Qué relación establece usted entre filosofía y arte de vivir? ¿Reconoce en ello la influencia del último Foucault?
—“Lo contrario a la sabiduría es exactamente la idiotez”. Esto enuncia lo esencial: se trata de vivir de la manera más inteligente posible, y la filosofía, si no es todo, contribuye enormemente. Se trata de pensar mejor para vivir mejor. Esto no me lo enseñó Foucault, sino los griegos, sobre todo Epicuro, los clásicos, sobre todo Descartes y Spinoza, y algunos modernos, sobre todo Alain, Camus y Marcel Conche. Cuando le envié al “último Foucault”, como usted lo llama, mi libro Le Mythe d’Icare, en enero de 1984, temía que mi tentativa le pareciera anacrónica, arcaica, obsoleta; y se produjo lo contrario. El 15 de abril me escribió una carta muy cálida: “He aquí un verdadero libro de filosofía, una verdadera ética”. Eso me impactó y me emocionó, más aún cuando supe de su muerte dos meses más tarde. Leyendo su Historia de la sexualidad entendí que había recorrido, sin saberlo, un camino en algún sentido paralelo al suyo o hasta convergente.
—¿La filosofía occidental comienza con la condena a muerte de Sócrates, quien era más libre que sus jueces, según ha afirmado usted?
—No, la filosofía occidental empieza con los presocráticos: Anaximandro, Heráclito, Parménides, Empédocles… Pero Sócrates retoma la cuestión del hombre mientras que los presocráticos eran más bien filósofos de la naturaleza. Su condenación es emblemática: era más libre, intelectualmente, moralmente, espiritualmente, que sus jueces y lo pagó con su vida.
—¿Es preferible padecer injusticia a cometerla, como propone Platón?
—Moralmente sí, por supuesto. Pero la moral no es todo, ni siquiera esencial. En general, lo mejor es no tener que cometer ni soportar ninguna injusticia. Esto supone una sociedad correctamente organizada, lo que implica un problema político más que moral.
—¿Qué distingue la moral del moralismo?
La moral sirve para juzgarse a sí mismo. El moralismo para juzgar a los otros. La pregunta moral es “¿Qué debo hacer?”. Mientras que el moralismo consiste en preguntarse por lo que deben hacer los otros, o cómo imponerles lo que juzgo que es su deber… Lo dije varias veces: “La moral no es legítima salvo en primera persona”, para otros, el derecho y la misericordia alcanzan.
—Usted suele citar la fórmula universal del imperativo categórico kantiano. ¿No tiene hoy más vigencia la del fin en sí mismo: “Obra de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca solamente como un medio”?
—Algunas veces utilizo una u otra fórmula, según el contexto o el problema considerado. Pero ninguna de las dos es suficiente, ni siquiera ambas sumadas son suficientes. Por ejemplo, Kant apoyaba la pena de muerte, pero estaba en contra de la libertad sexual. Hoy, la mayoría de los kantianos tiene una posición inversa. No hay un imperativo categórico para ponerlos de acuerdo.
—¿Cómo interpreta el concepto de “banalidad del mal” de Hannah Arendt?
—Como evidencia: no es necesario ser un monstruo para ser capaz de lo peor. Basta con ser un hombre y dejarse llevar por las pasiones tristes (el odio, la cólera, la envidia, el miedo…) o por la ideología (dogmatismo, fanatismo, terrorismo…). Esto no quiere decir que el nazismo sea algo banal, sólo que un hombre común (no más cobarde ni cruel que la mayoría) puede, en ciertas circunstancias, ser un nazi y comportarse como tal. Como Eichmann, funcionario aplicado, nazi convencido, sinvergüenza mediocre. Por supuesto, esto no disminuye el horror de la Shoah, pero tampoco se puede explicar por la simple monstruosidad de algunos individuos.
—En Occidente son diferentes el médico del cuerpo y del alma, en Oriente aún están integrados como en la Grecia antigua, cuando Epicuro prescribía el tetrafármaco. ¿Hay sólo avance en la medicina de Occidente o hace falta “más Platón y menos Prozac”?
—Para los antiguos, la filosofía era una medicina: era la medicina del alma. Y para nosotros también. ¿Por qué? Porque el alma, a través de los tiempos, ha sabido encontrar sus terapeutas: no son filósofos sino médicos (los psiquiatras) o psicólogos. Yo veo un progreso más que un retroceso. Usar a Platón para sanar una depresión sería una doble contradicción para la filosofía y para la depresión. Pero la reciprocidad es también real: usar un psicotrópico para filosofar, o incluso para hacer las veces de sabio, sería equivocarse sobre la vida, la filosofía, la sabiduría e incluso sobre la medicina. No hay que elegir entre la filosofía y la medicina, pero tampoco se las debe confundir. El tetrapharmakon de Epicuro sólo es un remedio en su metáfora. Esta metáfora propone cuatro cosas: “No hay nada que temer de los dioses; no hay nada que temer de la muerte; se puede alcanzar la felicidad; se puede soportar el dolor”. No lo utilicen para salir de una depresión o curar un delirio. Yo añadiría que nadie está obligado a ser médico, ni a dárselas de filósofo. Con cierta frecuencia se los comento a los médicos que me invitan a sus trabajos: yo no necesito ser médico; ¿acaso ustedes necesitan ser filósofos?
—¿La sabiduría es la salud del alma?
—No necesariamente, puesto que se puede tener una buena salud psíquica sin ser sabio, y también es posible que un sabio sufra de una u otra patología mental. La salud física es la capacidad de vivir eficazmente en la realidad. La sabiduría, si logramos alcanzarla, es la capacidad de vivir felices, o más o menos felices, en la verdad. No es lo mismo.
—Freud inventó la profesión del psicoanalista, ¿alguna rama aplicada de la filosofía podría convertirse en una profesión en el futuro?
—No lo creo. La filosofía no cura ninguna enfermedad, y la salud, incluso psíquica, nunca basta para ser feliz. Sabe lo que decía Freud: “El psicoanálisis no sirve para ser feliz: sirve para pasar del sufrimiento neurótico a la desdicha cotidiana”. Habría que ignorar el sufrimiento neurótico para no ver el progreso considerable que es pasar del sufrimiento neurótico a la desdicha cotidiana. En la neurosis, uno es prisionero de su inconsciente, de su infancia, de sus síntomas. Pero, contra la desdicha cotidiana uno se las puede arreglar. Sin embargo, cuando se está en la desdicha cotidiana, cuando uno ya se recuperó, o no está muy enfermo, la pregunta que surge es “¿Qué se debe hacer?”. Mi respuesta: se debe hacer filosofía. Por eso, siempre digo que la filosofía comienza donde la terapia termina.
—Descartes era soldado y Spinoza pulía lentes, ¿el filósofo puede ser profesional de la filosofía?
—El oficio es la forma en que nos ganamos la vida, y el pensamiento, como tal no es suficiente. Se necesita algo más. ¿Qué? Me gustaría responder “No importa”. Pero no sería del todo cierto. Ser soldado, limpiador de lentes o profesor de filosofía no cambia nada de lo esencial, pero es una trampa para el profesor: con cierta frecuencia él verá su salón de clases como el mundo, o el mundo como un salón de clases. El riesgo, cuando la mayoría de filósofos son profesores, es que la filosofía se vuelva cada vez más académica, cada vez más lejana del mundo real: filosofía de especialistas.
Religión: “Soy un ateo fiel”
—En “El alma del ateísmo”, donde propone una espiritualidad sin Dios, usted rechaza el oscurantismo y el nihilismo. ¿Qué entiende por nihilismo?
—Nihil en latín significa “nada”. El nihilista es el que no cree en nada, que no respeta ningún valor, que no tiene principios ni ideas. Y es justamente lo opuesto del fanatismo, que confunde sus creencias con certezas. Entonces hay que enfrentarlos. Lo peor que nos puede pasar es que no tengamos nada para contrastar (entre el fanatismo de los unos y el nihilismo de los otros). Entonces lo peor se haría realidad, y serían los fanáticos, sin lugar a dudas, los que lo causarán. Entre alguien que no encuentra razón para vivir (el nihilista) y aquel que está dispuesto a morir y matar por sus ideas (el fanático), no hay que ser un genio para saber quién va a ganar.
—¿Cómo evitar lo que llamó “fariseísmo” en una sociedad individualista?
—Las religiones proponen una moral: es Dios, no el individuo, quien gobierna. Pero en nuestros países, las religiones pierden fuerza. Nuestra moral, que es esencialmente humanista, es ahora más autónoma que antes. En cuanto al individualismo, creo que es el objetivo de nuestra época, pero en vano se tiene en cuenta sólo lo malo. Yo prefiero una sociedad individualista que una sociedad holística, como la del Medievo. Tampoco vamos a añorar la época donde se quemaban herejes y homosexuales porque no tenían la misma religión o sexualidad del grupo. En el fondo, ser individualista es pensar que no hay nada más precioso que un individuo humano. Este es el camino de la época. Acuérdense de la fórmula de André Gide: “Hay que seguir su propio camino, pero cuesta arriba”. Si siguen el camino individualista de la época cuesta arriba, y así, hacia lo universal, quiere decir que no hay nada más precioso que el individuo humano, sin importar cuál individuo: eso es lo que llamamos humanismo, ese horizonte moral infranqueable de nuestros tiempos. Por el contrario, si siguen el camino individualista de la época cuesta abajo, hacia el ombligo o un poco más abajo, quiere decir que no hay nada más precioso que el yo: lo llamamos egoísmo. No podemos elegir la época ni el camino. Pero podemos elegir, en cada momento, si queremos subir o bajar, si queremos lo universal o si queremos mirarnos el ombligo, si queremos el humanismo o el egoísmo.
—¿Qué piensa de la crítica que realiza Nietzsche del cristianismo?
—Nietzsche está en lo correcto cuando critica lo que llama la “castración” del cristianismo, y su culpabilización de la sexualidad; razón para criticar también el mundo aparente y su ideal ascético. Pero se equivoca sobre casi todo, y especialmente sobre el cristianismo. No, los Evangelios, a pesar de lo que Nietzsche pretende, no expresan una moral del resentimiento, ni una moral de la esclavitud. Y ni hablar de aceptar su pretendida moral de los Maestros que condenan la democracia, el socialismo, el feminismo y que hace apología de la violencia y de la “bestia rubia”.
—El economista y periodista francés Jean Boissonnat lo definió como un “ateo cristiano”. ¿No es esa definición contradictoria y paradójica?
—Un cristiano cree en Dios, un ateo no. Hablar de un “ateo cristiano” es contradictorio. Prefiero definirme como un ateo fiel: ateo porque no creo en ningún dios y fiel porque permanezco fiel con todas las fibras de mi ser a una cierta cantidad de valores llamados judeocristianos, que culminan, a mi parecer, en los Evangelios, en la Etica de Spinoza o en el inquietante Journal de Etty Hillesum.
—¿Cómo valora al papa Francisco?
—Parece simpático e inteligente. Deseo que imponga su poder a la tan conservadora curia. Pero no cuento con él para resolver los problemas del mundo.
—Aparte de que se trata de una religión sin dios, ¿qué le ha interesado del budismo zen?
—En primer lugar, lo que me interesa es el budismo en general, que es más una espiritualidad que una religión. Sin ser budista –no creo en el karma ni en la reencarnación– me siento cercano a algunos temas budistas: la falta de permanencia, la inmanencia, el determinismo: la “producción condicionada”, la identidad tan fuertemente marcada en Nagarjuna del nirvana y del samsara. Lo que me gusta del zen, y más todavía del tch’an, que es su versión original y china, es, sobre todo, la práctica de la meditación sentada, silenciosa y sin objeto, y un cierto menosprecio hacia las doctrinas.
—¿Qué es más peligroso: creer o no creer en Dios?
—Esa no es la cuestión. No se trata de elegir la posición más cómoda o la menos inquietante sino la que parezca verdadera, o la más verosímil. Vivir es peligroso. Pensar también. Pero qué bueno es. Cada posición conlleva sus propios peligros. Del lado de la religión: el fanatismo, la superstición, la ilusión. Del lado del ateísmo: el nihilismo, o una imitación de la religión a veces peor, como el estalinismo y el maoísmo.
—¿Cómo sería posible fundar una moral o una ética sobre “el misterio del ser”, como usted dice?
—No es posible. Primero porque un misterio no podría fundamentar nada. Luego porque la moral, en mi opinión, no puede ser fundada. No es preocupante: nadie ha fundado las matemáticas, la música o la política; eso no impide practicarlas. Nadie ha fundado el amor, eso no nos impide amar. La moral no puede ser sólo “sin obligación ni sanción” como ya vio Guyau, no tiene fundamento ni garantía. A veces me preguntan, “¿por qué someterse?”. Me extraña la pregunta. ¿Necesita de un fundamento para que se le prohíba violar, torturar o asesinar? Si es así, usted es un imbécil y ningún fundamento podrá mejorarlo. Si no lo necesita, eso confirma que la moral no necesita ser fundada, sino ser transmitida y vivida. No hay que ser indigno de lo que la humanidad forjó de sí misma y de nosotros. No necesitamos de un fundamento, sino coraje, fidelidad, voluntad y amor.
—Freud afirma, en “El porvenir de una ilusión”, que nadie deja de creer en Dios por un argumento racional, ya que se trata de un “sentimiento oceánico” y, por lo tanto, irracional. ¿Está de acuerdo?
—Son dos cosas diferentes. El sentimiento oceánico es una experiencia espiritual: la experiencia de ser uno con el todo, que no prueba nada ni es un argumento a favor –ni en contra– de la existencia de Dios. Un ateo puede sentirlo tanto como un creyente e incluso más. Solo la fe, para Freud y para mí, es tanto afectiva como racional, y por tanto, susceptible de ceder ante tal o cual argumento. Pero no porque se fundiría con el sentimiento oceánico sino más bien porque se enraíza en los miedos del pequeño niño humano que busca un Padre todopoderoso para tranquilizarse y consolarse. El complejo de Edipo afecta más la creencia en Dios que el sentimiento oceánico.
—¿De qué manera su espiritualidad atea, que requiere la abolición del ego, contradice la antropología negativa que legitima del capitalismo?
—No soy yo el que habla de una antropología negativa. Que los humanos sean egoístas es una información positiva o afirmativa: el conatus para Spinoza, la voluntad de vivir para Schopenhauer, el interés para Marx, la voluntad de poder para Nietzsche, o la libido para Freud. Querer existir lo más y mejor posible no es repudiable. El egoísmo es la raíz de todos los males, como dice Kant, pero también forma parte de los derechos del hombre. Moralmente, la aporía se resuelve en la fórmula del Dalai Lama antes citada: “Sean egoístas: ámense los unos a los otros”. Espiritualmente es diferente. ¿Qué es la espiritualidad? Es la vida del espíritu. Especialmente, en su relación al infinito, a la eternidad, al absoluto. Sin embargo, todo el ego se termina, es transitorio, relativo. Ahí está la vida espiritual, en sus experiencias más fuertes, y se instala debajo del ego. Esta vida espiritual no suprime el egoísmo, pero lo pone, provisionalmente, entre paréntesis. Por desgracia. El ego siempre acaba volviendo, y conviene más aceptarlo. Las experiencias de eternidad, en mi experiencia, nunca duran mucho tiempo.
—¿Cuáles son sus referentes de la espiritualidad oriental?
—Primero, me interesé en el budismo primitivo, aquel que se cree que es el más cercano al pensamiento de Buda. Me apoyaba, sobre todo, en las obras de divulgación pero de calidad, por ejemplo, los libros de André Bareau o de Walpola Rahula. Luego, me interesó el budismo más tardío, especialmente en Nagarjuna, cuyas Stances leí y medité. En fin, me enamoré del tch’an, que hace una especie de síntesis entre la gran sabiduría de Buda y lo que yo llamo la gran euforia de Lao Tsé: leí muchas veces el volumen de La Pléyade sobre el taoísmo. Finalmente, descubrí a Swami Prajnanapada, que es, a mi parecer, el más grande maestro espiritual del siglo XX: no escribió ningún libro, pero leí todos los testimonios que había en francés sobre él. Ni hablar de la práctica del zazen, que implementé hace unos diez años pero que me importa menos que los libros.
“El amor no elimina la soledad pero permite vivirla entre dos”
—El amor no es lo contrario de la soledad, sino la soledad compartida. ¿El amor en su esencia es soledad?
—La vida es soledad. En una frase de Buda: “El hombre nace solo, vive solo, muere solo”. Solo pero no aislado. Al nacer, hay una madre, y por lo general, toda una familia; al morir, están los médicos y las personas más cercanas. Pero se muere solo, así como se nace solo, porque nadie puede nacer o morir por nosotros. Es por esto que vivimos solos: porque nadie puede vivir por nosotros. Por eso amamos solos: porque nadie puede amar por nosotros. Una hermosa fórmula de Rilke: “En la medida en que estamos solos, amor y muerte se acercan”. El aislamiento es un accidente o una desgracia. La soledad, no. Ella es parte de la condición humana, y es el precio que hay que pagar por ser uno mismo. El amor no elimina la soledad, pero permite vivirla entre dos (en la pareja) o entre muchos (en la amistad).
—¿“Es feliz quien ha perdido toda esperanza; porque la esperanza es la mayor tortura que existe y la desesperanza la mayor dicha”? ¿“No hay serenidad sin desesperanza”?
—La primera fórmula fue extraída del Samkhya-sutra, que cita el Mahabharata. Sin embargo, encontramos ideas parecidas en Occidente, por ejemplo, en el estoicismo de Spinoza. Deseamos lo que no tenemos, no disfrutamos lo que tenemos. Aquel que espera ser feliz, es porque no lo es. Y aquel que es feliz, ¿qué más podría esperar? ¿Que su felicidad continúe? Pero entonces tendría miedo de que se termine, y así, su felicidad cedería paso a la angustia… Es la gran fórmula de Spinoza: “No hay esperanza sin miedo, ni miedo sin esperanza”. La serenidad, que es la ausencia de miedo, supone entonces también la ausencia de esperanza. Pero cuidado, que no se confunda la desesperanza, en el sentido filosófico que le doy a esta palabra (la ausencia de esperanza o lo que podríamos llamar “inesperanza”), con la tristeza, la depresión o la desesperación suicida. Me refiero a una alegre desesperanza, un poco en el sentido del alegre saber de Nietzsche. No se espera lo que no es ni lo que no depende de nosotros para que sea. Más valdría desear lo que es (no sería más esperanza, sino amor) y lo que depende de nosotros para que sea (no sería más esperanza, sino voluntad). Bueno, no se trata de prohibirse esperar (es imposible). Se trata de esperar un poco menos, y, sobre todo, de amar y actuar un poco más.
—No espero nada, no temo nada, ¿soy libre?
—Esta es la fórmula de Kazantzakis. Pero podemos encontrar la misma idea en la Antigüedad, en los cínicos y los estoicos, por ejemplo, en Demónax: “Pero yo considero libre al que no teme ni espera nada”. Por supuesto, es un ideal prácticamente inaccesible. Se puede intentar acercarse por lo menos un poco, a lo que sería, según Spinoza, “volverse menos dependiente de la esperanza y del miedo”…
—¿El deseo es la fuerza que mueve todo? Como sostenía Spinoza, ¿es potencia y no carencia?
—“El deseo es la esencia misma del hombre”, dijo Spinoza, y ahí radica la fuerza que mueve al individuo y a la sociedad. Pero Spinoza, al contrario de Platón, nos enseña a pensar en el deseo no como una carencia, sino como una potencia: potencia de disfrutar, alegrarse y, por lo tanto, potencia de existir y actuar. Así, la sexualidad es un buen modelo: es el impotente el que está falto de algo, no él o la que hace el amor y lo disfruta. Esto no quita que en ocasiones se esté “en falta” (es lo que llamamos frustración), pero esta falta no existiría si, en primer lugar, no existiera en nosotros la capacidad de disfrutar y de hacer. Al igual que el hambre (debido a la falta de alimento) y el apetito (la capacidad de disfrutar de lo que comemos), si nuestro cuerpo no estuviera programado para alimentarse (si no tuviéramos apetito), no pasaríamos hambre. Es, entonces, la capacidad lo principal. La falta no es la esencia del deseo, como lo creía Platón, sino su límite o accidente.
—¿El amor es el deseo libre de carencia y lo contrario de la fuerza y como Adorno decía “sólo eres amado cuando puedes mostrar tu debilidad sin que el otro la use para afianzar su fuerza”?
—El ejemplo de la sexualidad: si hay un momento en el que nada me falta es cuando hago el amor. Y, sin embargo, ¡qué deseo, qué placer, qué intensidad! Algunos me han objetado que algo más me falta: el orgasmo. Si sólo se tratase de llegar al orgasmo por el camino más corto, la masturbación sería suficiente o, más bien, valdría más la pena. Pero no: lo que busco no es en primer lugar ni sobre todo el orgasmo, sino el deseo mismo. El mío, el del otro, en acto y en potencia en el mismo momento. Sin embargo, un violador podría decir lo mismo. Es por esto que la capacidad no basta: necesitamos también de la dulzura, de aquello que los griegos llamaban agapè, que es el amor de la caridad, del que Adorno dio una bella y muy emocionante formulación. Tengo mis dudas de que seamos capaces de sentir este amor hacia el prójimo, es decir, hacia cualquiera. Pero en la pareja o la familia por supuesto que sí.
—En el posmodernismo: ¿hay más o menos gente que prefiera el éxito al amor?
—Es siempre el amor el que gobierna, incluso cuando amamos más el éxito que el amor. No creo que la posmodernidad cambie mucho. ¿Conoce muchas personas que no antepongan su éxito profesional a la salud de sus hijos? ¿Y cree que antes el éxito les era indiferente a las personas? No lo creo, e incluso Lucrecio y Séneca me dan la razón. Lo esencial fue correctamente formulado por Spinoza en su Traité de la réforme de l’entendement: “Toda nuestra felicidad y toda nuestra miseria dependen de una sola cuestión: ¿a qué tipo de objeto estamos asociados por amor?”. De ustedes depende ver si prefieren el amor o el éxito, y tal amor por sobre tal otro.
—¿El melancólico no está enfermo de la verdad mientras que el histérico esta prisionero de la mentira?
—Es una gran fórmula la que utilicé. Coincide con Nerval (aunque encontramos una idea cercana en Freud): “La melancolía sufre de una extraña enfermedad: ve las cosas tal cual son”. Sin embargo, no es una razón para hacer apología de la melancolía. El melancólico es un enfermo de la verdad, pero es él quien está enfermo y no la verdad. Desde este punto de vista, lo opuesto al melancólico no es el histérico, prisionero de la mentira, sino el sabio, quien ama la verdad y se exalta en ella, ya que, como se ve en Spinoza, “el amor es una felicidad que acompaña la idea de una causa exterior”. Es por esto que es justo y necesario “combatir la melancolía” como decía Spinoza pero a través de la verdad, si es posible, y no por la mentira, y a través de la filosofía y no por la histeria.
—¿La felicidad del sabio no es el premio a su virtud sino la virtud misma, la felicidad es el objetivo de la filosofía pero no es su norma porque la norma de la filosofía es la verdad?
—Se trata de dos ideas diferentes. Que la bienaventuranza no sea “el precio de la virtud sino la virtud en sí misma” es la última proposición de la Ethique y estoy de acuerdo. Que la felicidad sea el objetivo en vez de la norma de la filosofía es una idea más personal. El objetivo de una actividad es hacia lo que ella tiende. Su norma es a lo que se somete. Cuando digo que la felicidad es el objetivo de la filosofía pero que no es su norma significa que no es que deba pensar una idea porque me haga feliz, sino porque me parece verdadera. De lo contrario, no sería necesario filosofar. Muchas ilusiones agradables me harían feliz más fácilmente que muchas de las verdades desagradables que conozco. Es así como el filósofo busca la felicidad, como cualquier otro, pero aún más la verdad. Y si debe elegir entre una verdad y una felicidad, no sería filósofo o digno de serlo si no eligiera la verdad.
—¿Vale más una verdad triste que una falsa alegría?
—Sí, vale más una verdadera tristeza que una falsa alegría. Es una fórmula que utilicé a menudo, y que creo verdadera, o más bien, justa, al menos para aquellos que se dicen filósofos. Pero hay algo mejor que una verdad triste: una verdad llena de alegría, una verdad alegre. La verdad no es ni alegre ni triste en sí misma. Depende de nosotros establecer un vínculo alegre, y no triste, con la verdad. Es el amor por la verdad, sin el cual la filosofía no es más que una actividad sofística inútil y peligrosa.
—Como diría Platón: ¿“La búsqueda de la felicidad es lo mejor repartido del mundo”?
—Sí, no hace falta ser filósofo para amar la felicidad: cualquier imbécil puede hacerlo. No hace falta ser sabio para amar la sabiduría: cualquier filósofo puede hacerlo. La verdadera sabiduría no es el amor a la felicidad, ni el amor a la sabiduría: es el amor a
la vida, sin importar cómo sea, alegre o triste, sabia o no, y por supuesto, ninguna vida es alegre o sabia completamente. “No deseamos las cosas porque son buenas, explica Spinoza, sino que son buenas porque las deseamos”. Yo diría lo mismo: no se debe amar la vida porque es buena, sino que la vida es buena en la medida en que la amamos.
—¿Solo hay poesía para lectores poetas, amar es también querer amar?
—Pero no basta sólo con amar la poesía para ser poeta, ni querer amarla para poder amarla. Si se fantasea con la poesía, no se escribe. Si se fantasea con el amor, no se ama. San Agustín en sus Confesiones, se acuerda de su frívola juventud, amorosa y egoísta: Amare amabam, nondum amabam. “Yo amaba amar, pero todavía no amaba…”. Aprendamos a amar de verdad y no a amar el amor. Funciona tanto para la poesía como para las demás cosas.Colaboró con parte del cuestionario: Rubén Ríos
—La gestión, tan pacífica como sea posible, de los conflictos de interés y de las relaciones de poder.
—Después de Marx, de Nietzsche, de Foucault: ¿ha sido rebasado el contractualismo moderno?
—El contrato social, tal como funciona según Hobbes o Rousseau (y ya en Epicuro), es claramente una ficción, pero más ilustrativa y operante que la del derecho natural, que precede a cualquier institución. No creo que se pueda, ni que se deba, sobrepasar. Desde este punto de vista, me importa más Rawls que Marx, Nietzsche o Foucault.
—Si la política son relaciones de fuerzas y conflicto de intereses, como usted ha expresado en distintas ocasiones, ¿cuál es hoy, si lo hay, el conflicto decisivo en nuestras sociedades?
—Nada puede probar que sólo hay un punto de vista. No creo que la lucha de clases haya desaparecido, pero tampoco creo que la lucha sea suficiente para explicarlo todo. Lo mismo pasa con un punto de vista político, para la oposición derecha-izquierda. La política sigue siendo esclarecedora y estructurante, pero se complejizó demasiado, especialmente en Francia en estos últimos años. Por ejemplo, los conflictos entre los partidarios y los adversarios de la globalización, entre los eurófilos y los eurófobos, entre los liberales y los estatistas, entre los progresistas y los conservadores, atraviesan tanto a la derecha como a la izquierda. Esto es lo que Emmanuel Macron, nuestro nuevo y querido presidente en Francia, tomó en cuenta con mucha inteligencia y astucia. Deseo que tenga un buen mandato. Nuestro país enfrenta una inmensidad de problemas y necesita un enfoque pragmático y no ideológico. ¿Se puede decir que el conflicto decisivo, hoy, es el que opone a los progresistas y los conservadores? Es lo que respondería Emmanuel Macron, pero temo que la verdad es más compleja. Primero, porque necesitamos la conservación y el progreso. Segundo, porque los progresistas no siempre están de acuerdo entre ellos sobre la mayoría de las cuestiones importantes. ¿Se debe dar privilegio a la oposición entre los ricos y los pobres, entre los ganadores y perdedores de la globalización? Sociológicamente, no sería impertinente. Pero los más pobres son justamente los que votan por los candidatos populistas, especialmente por la extrema derecha. No quiero seguirlos. No soporto más los discursos antielite que convierten la victoria en un pecado. Luchemos por la justicia, no contra la inteligencia y el talento. En fin, creo que la urgencia actual no está en discernir el conflicto decisivo sino en habituarnos a pensar en la complejidad, o sea, en la ocurrencia, en la pluralidad irreductible de los meollos y las oposiciones.
—En su libro “El capitalismo ¿es moral?” usted interpreta la muerte de Dios anunciada por Nietzsche como la muerte social de Dios, en el sentido de que Dios ya no fundamenta la cohesión social ni religa a los individuos. ¿Eso significa que ha muerto toda teología política? Recordemos que para Benjamin el cristianismo se convierte, en un punto, directamente en capitalismo.
—Sí, yo creo que el teólogo-político está en nosotros, sin lugar a dudas, y deseo que así sea: sólo podría volver como una regresión catastrófica, ya sea en nombre del Occidente cristiano y de las Cruzadas o en nombre del islam y de la yihad. Esto no impide que se mida el aporte histórico de esta o aquella religión (por ejemplo, cuando emerge el capitalismo: véase Max Weber o Benjamin), ni disminuye, de manera individual, la fidelidad a los valores o a la fe que se profesa. Pero, colectivamente, necesitamos otra base social que no sea la religión: algunos valores (especialmente los derechos humanos), algunas instituciones (la democracia), un poco de cultura y civilización. Ese es el objetivo de la Ilustración, del siglo XVIII, y especialmente de lo que en Francia llamamos laicismo. Uno de cada dos franceses es ateo, agnóstico o no tiene religión; uno de cada catorce es musulmán. ¿Cómo quieren que el cristianismo sea suficiente para unirnos? ¡No vamos a volver al Medievo, al Occidente cristiano ni a una Francia “hija mayor de la Iglesia”. Mejor. Si la gente es soberana, no es posible que Dios lo sea.
—¿La sociedad de consumo, que se compone de individuos masificados, ha borrado la antigua distinción entre esfera pública y privada?
—No. Pero tiende a debilitar la esfera pública o el lugar que ocupa en nuestra vida. Muchos viven como consumidores más que como ciudadanos: es el reino del consumismo, de hecho, e incluso del cocooning, es decir, replegarse en sí mismo y en su pequeña esfera privada. Es una amenaza que Tocqueville había percibido, y hay que rehabilitar la política contra este fenómeno urgentemente. El consumo nunca es suficiente para alcanzar felicidad, ¡menos aún para alcanzar libertad y justicia!
—En algunos pasajes de “El capitalismo ¿es moral?”, usted subraya que el ocaso de la religión hace más necesaria la moral.
—La pregunta moral es “¿qué debo hacer?”. Sin embargo, durante siglos era Dios quien respondía esta pregunta. No había que preguntarse para que la respuesta saliera de uno mismo. Ya no es así: Dios ya no responde, o sus respuestas se vuelven cada vez menos audibles para la sociedad. Entonces cada uno se tiene que preguntar “¿qué debo hacer?”, y esta pregunta tendrá más importancia. Esto no quiere decir que los valores morales sean completamente diferentes (en esencia, siguen siendo los mismos que antes: el amor, la justicia, la generosidad, la compasión…), pero ninguna institución puede resolver los conflictos sobre los valores o decidir por nosotros. Por ejemplo, ¿el capitalismo es moralmente aceptable? ¿Y el aborto? ¿Y la eutanasia? ¿Y el sexo prematrimonial? La Iglesia puede responder lo que quiera. Pero ya no es ella, excepto en algunos casos, quien gobierna la opinión de nuestros contemporáneos. Mejor. Los individuos son más libres que antes. Pero no olvidemos que más libertad significa también más responsabilidad.
—Si para usted el capitalismo es amoral, pero legítimo antropológicamente en la medida en que se basa en el interés egoísta, ¿eso quiere decir que usted cree en una naturaleza humana ahistórica, independiente de las relaciones de fuerza y de la producción de sujetos?
—La naturaleza humana es el cuerpo (incluido el cerebro), como resultado de la evolución. Para un materialista como yo, eso no es nada. Un bebé que nace hoy no es diferente a un bebé que nació hace diez mil años, en el momento de la revolución neolítica. Pero la sociedad no es la misma, ni la cultura, ni las instituciones, ni las relaciones de poder ni los modelos de vida. El bebé, al momento de nacer, es casi el mismo que hace diez mil años, pero diez o veinte años más tarde será muy diferente al niño o adolescente neolítico. Excepto, justamente, por un cierto egoísmo (el principio del placer, según Freud; el interés, según Marx; la voluntad del poder, según Nietzsche), que generalmente incluye también a la familia. Ese es el verdadero egoísmo y no el simple “primero yo, segundo yo”, sino más bien “primero mis hijos; después mi esposa y yo; y para los demás, lo que quede”. Por supuesto, somos capaces también de mostrar generosidad, compasión y altruismo, pero en menor medida. En esto concuerdan Kant, Marx y Nietzsche (y no es muy frecuente que pase). No hay una razón para revolcarse en el egoísmo, sino todo lo contrario: ya que somos egoístas, hemos hecho de la generosidad una virtud. Pero si se espera que la sociedad cambie al animal humano para que sea un ser altruista y dulce, se debe saber que son sólo ilusiones. Relean a Epicuro. El dice que “el hombre no tiene naturaleza sociable y no tiene costumbres tranquilas”. Relean a La Rochefoucauld, Pascal, Hobbes. Relean a Freud. Querer transformar la humanidad, forjar un “hombre nuevo”, es una ilusión totalitaria y loca, y ya hemos visto sus efectos en el siglo XX.
—Uno de los libros más leídos y más criticados es “La rebelión de Atlas”, de Ayn Rand. ¿Qué opina del egoísmo como fuerza fundamental de la sociedad?
—Sólo he leído dos libros de Ayn Rand: su gran novela, La gréve (La rebelión de Atlas) y una antología, La vertu d’égoïsme. El primero, un poco charlatán y pesado, no me pareció una obra literaria maestra, pero sí estimulante para el intelecto tanto como el segundo, que me pareció refrescante y provocador. Cambian los buenos sentimientos, la mala conciencia y lo políticamente correcto. Pero lo que Ayn Rand no alcanza a pensar es el paso del egoísmo, como disposición natural, hacia los valores morales casi universalmente reconocidos, como lo son el amor, la generosidad, la justicia o la compasión. En este sentido, Spinoza es más claro ya que muestra cómo se pasa de “la utilidad propia” al “bien común”, y así del egoísmo al humanismo. Es que Spinoza es un pensador más profundo, más riguroso, pero también él mismo decía ser fiel al “espíritu de Cristo”, que, según él, era “de justicia y caridad”. En otras culturas se habla del espíritu de Buda, que es compasivo, o del espíritu de Confucio, que es humano (en el sentido de humanidad como virtud)… Pero el movimiento sigue siendo el mismo: pasar del egoísmo de uno mismo al egoísmo de muchos o de todos (solidaridad), luego pasar del egoísmo de todos a la justicia, e incluso al altruismo (amor o compasión). El Dalai Lama dijo lo esencial en una sola frase que bien podría estar en los Evangelios: “¡Sean egoístas: ámense los unos a los otros!”. Esto incluye lo que hay en Ayn Rand, mientras que prohíbe alegrarse.
—¿Se puede asociar el egoísmo aplicado a lo social de Ayn Rand con la voluntad de Schopenhauer como voluntad de supervivencia?
—El egoísmo, según Ayn Rand, corresponde más o menos a lo que Schopenhauer llama el “querer vivir”. La verdadera cuestión no es saber si los humanos son o no son egoístas (todos los grandes autores están de acuerdo en esto), sino saber cómo se pasa de la naturaleza a la cultura, y por lo tanto, del egoísmo individual o familiar a lo que yo llamaba hace un rato “el egoísmo de todos”, o sea, a la solidaridad, después a la justicia, a la compasión, al amor… Spinoza es más claro que Schopenhauer en este aspecto. Y los Evangelios, más profundos que Ayn Rand.
—Usted acepta la economía de mercado pero no la sociedad de mercado. Sin embargo, ¿hasta qué punto lo uno no implica lo otro?
—Una sociedad de mercado sería una sociedad donde todo se puede vender, y esto es inaceptable. Por definición, el mercado sólo vale por su mercancía, o sea, por lo que se vende y se compra. Si se piensa que todo se puede vender, que todo se puede comprar, se es ultraliberal. Excepto si el mercado, para funcionar correctamente, necesita tener un derecho económico, que no sea en sí mismo una mercancía. Ahí es donde el ultraliberalismo llega a su límite. Si, por el contrario, piensa como yo, que no todo se puede vender, que hay cosas que no se compran (la vida, la salud, la dignidad, la libertad, la justicia), no se pueden entregar al mercado porque no son mercancía. Por ejemplo, un niño enfermo al que podríamos sanar: no podríamos aceptar que muera porque sus padres no tienen los medios para pagar el médico o los medicamentos. Confiemos, entonces, al mercado todo lo que puede venderse y, muy importante, al Estado todo lo que no puede venderse; esto es, por supuesto, esencial. Que haya un mercado de medicamentos no es problemático: se tiene mejores medicamentos en una economía de mercado que en una economía estatizada; sobre este punto la historia ha sido terminante. Pero con la condición de que el Estado haga lo necesario para que los más pobres puedan sanarse también. Es necesario inventar algo entre el medicamento (que es una mercancía) y la salud (que no lo es) para evitar la sumisión, de lo contrario inevitable, de la salud al mercado. En Francia llamamos a esto seguridad social. Es pesada, compleja, necesita reformas, pero para salvarla, ya que es uno de los progresos sociales más fantásticos de toda la historia de la humanidad.
—Para usted, el Estado debe moralizar el funcionamiento de la economía capitalista. ¿Es sostenible esa posición desde una antropología negativa, que ya rechazaba Rousseau, o lo propone como una idea regulativa al modo de Kant?
—No sé qué considera usted por “antropología negativa”. Al contrario, la mía se pretende estrictamente positiva: tomo en cuenta lo que la ciencia nos enseña sobre nosotros mismos y también sobre nuestra “capacidad de existir y de hacer”, como lo llama Spinoza (el conatus), concepto profundamente positivo y afirmativo. Simplemente me niego a confundir lo real con lo ideal, lo que debería ser, como diría Maquiavelo. El capitalismo no se rige por la virtud, la generosidad o el desinterés. Al contrario, funciona bajo el interés personal o familiar. Digámoslo en una palabra: el capitalismo se rige por el egoísmo. Es por eso que funciona tan fuertemente (el egoísmo, a menudo dilatado al tamaño de la familia, es la principal fuerza motriz del ser humano), y es por eso que no es suficiente. El egoísmo es eficaz para crear riqueza, pero la riqueza nunca ha sido suficiente para hacer una civilización, ni siquiera una sociedad que fuera humanamente aceptable. Se necesita algo más. No hacer del capitalismo algo intrínsecamente moral, intrínsecamente virtuoso; eso no es más que un sueño. Pero sí podemos imponerle desde el exterior una cierta cantidad de límites no mercantiles y no comerciables. Sólo los Estados son capaces de ello. Es mucho más que una idea directriz. En la práctica, se lleva a cabo desde hace más de 150 años. Cuando abolimos la esclavitud moralizamos el capitalismo. Cuando prohibimos el trabajo infantil, cuando garantizamos las libertades sindicales, cuando creamos un impuesto a las ganancias progresivo, cuando instauramos la licencia paga, la jubilación y la seguridad social, cuando sancionamos los abusos a las posiciones dominantes moralizamos el capitalismo. Y esto se hace cada vez no por el simple juego del mercado, menos aún por la moral, sino por el derecho, y por tanto, a través de la política y el Estado. Es una gran lección que sería un error olvidar. Si usted cuenta con la moral para regular el capitalismo, está creyendo en una ficción. Contemos con el Estado, el derecho, la política y con nosotros mismos.
—¿Qué significa la derrota de Le Pen y el triunfo de Macron para Francia y para Europa?
—“Derrota” es demasiado decir: la extrema derecha no había jamás obtenido en Francia tantos votos. Pero falló fuertemente en la segunda vuelta. Esto confirma que los franceses no están dispuestos a entregarse al populismo, ya sea de derecha (Marine Le Pen) o de izquierda (Mélenchon). Mejor. El éxito de Macron se debe a sus propias cualidades: su carisma, su talento, su audacia, pero también a una profunda necesidad de renovación. Hace treinta años que en Francia los partidos políticos dicen lo mismo y fallan en la reformación del país, especialmente en bajar el desempleo.
—¿Qué significa el triunfo de Trump para el mundo y para Estados Unidos?
—Asistimos a un alza de los peligros tanto políticos como económicos, ecológicos y militares. Y a una confirmación de que la democracia es el mejor de los regímenes, pero sin haber sido nunca una garantía contra lo peor (recordemos a Hitler, quien fue nombrado canciller del Reich tras el triunfo de su partido en las elecciones) o contra la mediocridad (Berlusconi, Sarkozy, Trump).
—¿Hay una globalización económica y una provincialización política?
—Esto es claramente observable. Hoy en día, todos los problemas ecológicos y económicos tienen escala global; mientras que nuestros medios de decisión y de acción sobre esos problemas existen únicamente a escala nacional o continental (por ejemplo, la Unión Europea en construcción). Este desfasaje lleva la política a la impotencia, lo que representa un problema gravísimo. No necesitamos menos globalización económica, sino más globalización política. ¿Un Estado global? No me parece posible ni deseable. Pero sí necesitamos una política a escala mundial que pase por negociaciones entre Estados, que establezca vínculos de fuerza, compromiso y, en algunos casos, tratados. Es parcialmente lo que se hace en la ONU, la OMC, el FMI y otras instituciones mundiales. ¡Pero estamos lejos de eso!
—¿La crisis del capitalismo a qué decisión lleva?
—El capitalismo es un proceso sin objeto ni fin, como solía decir mi maestro y amigo Louis Althusser. Bajo ningún concepto puede tomar decisiones, sin importar cuáles sean. Las decisiones les pertenecen a los individuos y al pueblo. Yo, por mi parte, soy un liberal de izquierda. Deseo que nuestra gente se beneficie de la eficacia económica del capitalismo para crear riqueza (es la única forma de reducir la pobreza), pero también que le impongan, desde fuera, lo que yo llamaré, a priori, un cierto número de limitaciones, no mercantiles ni comerciables. Este es el modelo socialdemócrata, o, como se le llama actualmente, socioliberal. ¿Cuál es la diferencia entre ambos? La época. El socioliberalismo es la socialdemocracia frente a las obligaciones y oportunidades de la globalización, y el que las asume. Por supuesto, tiene mucho más valor que la negación, la evasión o la disminución. No contemos con el Estado para crear riqueza. Pero tampoco contemos con el mercado para crear justicia o para preservar el medio ambiente: sólo los Estados tienen la posibilidad de lograrlo.
—Usted distingue cuatro niveles u órdenes dentro de la sociedad. El primero es el orden económico-tecnocientífico, regido internamente por la oposición de lo posible y lo imposible. El segundo es el dominio jurídico-político, estructurado por la oposición de lo legal y lo ilegal. El tercero es el orden de la moral, organizado internamente por la oposición del bien y el mal, del deber y la prohibición. El cuarto es el nivel ético, regido por la oposición entre la alegría y la tristeza. Cada uno está controlado por el orden ubicado por encima de él, es decir, el económico-tecnocientífico por el jurídico-político, éste por el de la moral, y éste por el ético. Ahora bien, ¿cuál es el nivel que controla a este último, excluido un orden o nivel cultural o intelectual no tecnocientífico?
—Ningún orden controla a los demás, si se entiende que así se gestiona el funcionamiento. Como máximo, puede imponer una limitación a un orden inferior. Por ejemplo, la ley de la oferta y la demanda, en el orden Nº 1: el Estado, siempre y cuando estemos en una economía de mercado, no la puede abolir; pero puede limitarla puntualmente, por ejemplo, con un bloqueo de precios (si logra impedir el mercado negro); o, si se trata del mercado de trabajo, puede limitarla al fijar un salario mínimo. En cuanto al orden N° 4, que es el orden del amor, nada lo limita, y esto no es muy grave. Primero porque el amor infinito es aquello que nos podríamos desear y que es bueno, y segundo, porque el amor infinito, digamos, no es lo que nos amenaza.
—¿Hay algo que no le hayamos preguntado y desee agregar?
—No, gracias: ¡ya me cansé! Además, me gusta más el silencio que el discurso. Respondo de buena gana a las preguntas que me hacen, pero preferiría que no me preguntaran nada: la vida tiene sus derechos, pero también sus deberes… La filosofía necesita las palabras, pero la sabiduría necesita el silencio.
“Apresurémonos para que la filosofía se vuelva popular”
—¿Por qué la filosofía es hoy principalmente un asunto académico, de especialistas?
—Es más que eso. Pero es verdad que ha habido una tendencia, desde Kant y el idealismo alemán, a que se vuelva un tema de especialistas. En parte, se explica por la dificultad de la cuestión (pensar siempre es difícil), y en parte, por el esnobismo y la fascinación por lo oscuro, pero también por el peso de la universidad y las preocupaciones de la carrera. Es más fácil obtener un puesto o un ascenso cuando se es el especialista indiscutido de un campo restringido que cuando se trata de una filosofía general dirigida a un público masivo. Es más fácil escribir el milésimo libro sobre Platón, Descartes o Nietzsche que rivalizar con ellos. De ahí esta especie de encierro académico. Me parece que estamos saliendo de ello, y me alegra haber contribuido. “Apresurémonos para que la filosofía se vuelva popular”, decía Diderot. Era el ideal del Iluminismo y es el mío.
—No hay una edad determinada para filosofar. Sin embargo, ¿cuáles son las condiciones para aprender a filosofar en las sociedades contemporáneas bajo el influjo de la información, que no es en sí misma pensamiento?
—Para filosofar basta con estar dotado de la razón y de una cultura filosófica mínima, pero cuanto más rica sea nuestra cultura, mejor lo haremos. ¿Cómo aprender a filosofar? Leyendo a los grandes filósofos del pasado, meditándolos, criticándolos, admirándolos. En fin, siguiendo su ejemplo, no para repetir lo que han dicho, lo que sería en vano, sino para inventar su propio camino de pensamiento. Esto implica que no nos pasemos el día entero leyendo diarios o mirando la televisión; no impide que nos interesemos por la actualidad. La información no reemplaza al pensamiento. Pero la reciprocidad entre ambas es real: ningún pensamiento podría reemplazar el mundo y lo que nos enseña.
—¿Qué diferencia encuentra usted entre razonar y filosofar? Heidegger decía que las ciencias no piensan sino que calculan.
—Heidegger claramente se equivoca. Newton, Darwin, Einstein, Bohr o Grothendieck no se cansan de calcular. Elaboran hipótesis, crean conceptos, inventan teorías, reflexionan, imaginan, especulan, argumentan, y demuestran cuando es posible. La filosofía es un cierto uso de la razón entre otros. Se diferencia de las ciencias por sus objetos (que son más objetos de reflexión que de conocimiento) y por su incapacidad de demostrar. Filosofar es pensar más allá de lo que sabemos y de lo que podemos saber. Esta es a la vez la grandeza y el límite de la filosofía. No es un saber más; es una reflexión sobre los saberes disponibles.
—¿El acto de reflexionar es el acto propiamente filosófico o lo es la crítica de la ignorancia, de la estupidez, de los prejuicios, de los “idola tribu”?
Los dos van juntos. Una filosofía puramente crítica sería agotadora. No alcanza con combatir la idiotez y las ilusiones; es necesario encontrar un pensamiento positivo, afirmativo, que nos satisfaga al menos de manera aproximada.
—Dado que el filósofo no es un sabio sino un aspirante a la sabiduría, ¿en qué consiste la sabiduría?
—La sabiduría es el máximo de felicidad posible con el máximo de lucidez. Pero la lucidez está primero. La filosofía no es ni un analgésico ni un euforizante. Es, tal vez, lo que la diferencia de lo que hoy llamamos “desarrollo personal”.
—¿El sabio ya no precisa filosofar?
—Nadie es sabio completamente. Es por eso que siempre tenemos la necesidad de filosofar. La sabiduría, que es un arte de vivir, no responde del todo a ninguna de las preguntas de la filosofía, que es el arte de pensar, se hace y nos hace. ¿Por qué hay algo y no nada? ¿Dios existe? ¿Hay vida después de la muerte? ¿Somos libres o estamos determinados? ¿Qué es la justicia? ¿Qué podemos saber? ¿Qué debemos hacer? ¿Qué podemos esperar? La sabiduría no responde. Pese a que el hombre sea sabio, aún si lo suponemos perfectamente realizado, será llevado a filosofar, por necesidad existencial (para ser feliz), por puro interés intelectual o por el simple placer de pensar.
—¿Qué relación establece usted entre filosofía y arte de vivir? ¿Reconoce en ello la influencia del último Foucault?
—“Lo contrario a la sabiduría es exactamente la idiotez”. Esto enuncia lo esencial: se trata de vivir de la manera más inteligente posible, y la filosofía, si no es todo, contribuye enormemente. Se trata de pensar mejor para vivir mejor. Esto no me lo enseñó Foucault, sino los griegos, sobre todo Epicuro, los clásicos, sobre todo Descartes y Spinoza, y algunos modernos, sobre todo Alain, Camus y Marcel Conche. Cuando le envié al “último Foucault”, como usted lo llama, mi libro Le Mythe d’Icare, en enero de 1984, temía que mi tentativa le pareciera anacrónica, arcaica, obsoleta; y se produjo lo contrario. El 15 de abril me escribió una carta muy cálida: “He aquí un verdadero libro de filosofía, una verdadera ética”. Eso me impactó y me emocionó, más aún cuando supe de su muerte dos meses más tarde. Leyendo su Historia de la sexualidad entendí que había recorrido, sin saberlo, un camino en algún sentido paralelo al suyo o hasta convergente.
—¿La filosofía occidental comienza con la condena a muerte de Sócrates, quien era más libre que sus jueces, según ha afirmado usted?
—No, la filosofía occidental empieza con los presocráticos: Anaximandro, Heráclito, Parménides, Empédocles… Pero Sócrates retoma la cuestión del hombre mientras que los presocráticos eran más bien filósofos de la naturaleza. Su condenación es emblemática: era más libre, intelectualmente, moralmente, espiritualmente, que sus jueces y lo pagó con su vida.
—¿Es preferible padecer injusticia a cometerla, como propone Platón?
—Moralmente sí, por supuesto. Pero la moral no es todo, ni siquiera esencial. En general, lo mejor es no tener que cometer ni soportar ninguna injusticia. Esto supone una sociedad correctamente organizada, lo que implica un problema político más que moral.
—¿Qué distingue la moral del moralismo?
La moral sirve para juzgarse a sí mismo. El moralismo para juzgar a los otros. La pregunta moral es “¿Qué debo hacer?”. Mientras que el moralismo consiste en preguntarse por lo que deben hacer los otros, o cómo imponerles lo que juzgo que es su deber… Lo dije varias veces: “La moral no es legítima salvo en primera persona”, para otros, el derecho y la misericordia alcanzan.
—Usted suele citar la fórmula universal del imperativo categórico kantiano. ¿No tiene hoy más vigencia la del fin en sí mismo: “Obra de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca solamente como un medio”?
—Algunas veces utilizo una u otra fórmula, según el contexto o el problema considerado. Pero ninguna de las dos es suficiente, ni siquiera ambas sumadas son suficientes. Por ejemplo, Kant apoyaba la pena de muerte, pero estaba en contra de la libertad sexual. Hoy, la mayoría de los kantianos tiene una posición inversa. No hay un imperativo categórico para ponerlos de acuerdo.
—¿Cómo interpreta el concepto de “banalidad del mal” de Hannah Arendt?
—Como evidencia: no es necesario ser un monstruo para ser capaz de lo peor. Basta con ser un hombre y dejarse llevar por las pasiones tristes (el odio, la cólera, la envidia, el miedo…) o por la ideología (dogmatismo, fanatismo, terrorismo…). Esto no quiere decir que el nazismo sea algo banal, sólo que un hombre común (no más cobarde ni cruel que la mayoría) puede, en ciertas circunstancias, ser un nazi y comportarse como tal. Como Eichmann, funcionario aplicado, nazi convencido, sinvergüenza mediocre. Por supuesto, esto no disminuye el horror de la Shoah, pero tampoco se puede explicar por la simple monstruosidad de algunos individuos.
—En Occidente son diferentes el médico del cuerpo y del alma, en Oriente aún están integrados como en la Grecia antigua, cuando Epicuro prescribía el tetrafármaco. ¿Hay sólo avance en la medicina de Occidente o hace falta “más Platón y menos Prozac”?
—Para los antiguos, la filosofía era una medicina: era la medicina del alma. Y para nosotros también. ¿Por qué? Porque el alma, a través de los tiempos, ha sabido encontrar sus terapeutas: no son filósofos sino médicos (los psiquiatras) o psicólogos. Yo veo un progreso más que un retroceso. Usar a Platón para sanar una depresión sería una doble contradicción para la filosofía y para la depresión. Pero la reciprocidad es también real: usar un psicotrópico para filosofar, o incluso para hacer las veces de sabio, sería equivocarse sobre la vida, la filosofía, la sabiduría e incluso sobre la medicina. No hay que elegir entre la filosofía y la medicina, pero tampoco se las debe confundir. El tetrapharmakon de Epicuro sólo es un remedio en su metáfora. Esta metáfora propone cuatro cosas: “No hay nada que temer de los dioses; no hay nada que temer de la muerte; se puede alcanzar la felicidad; se puede soportar el dolor”. No lo utilicen para salir de una depresión o curar un delirio. Yo añadiría que nadie está obligado a ser médico, ni a dárselas de filósofo. Con cierta frecuencia se los comento a los médicos que me invitan a sus trabajos: yo no necesito ser médico; ¿acaso ustedes necesitan ser filósofos?
—¿La sabiduría es la salud del alma?
—No necesariamente, puesto que se puede tener una buena salud psíquica sin ser sabio, y también es posible que un sabio sufra de una u otra patología mental. La salud física es la capacidad de vivir eficazmente en la realidad. La sabiduría, si logramos alcanzarla, es la capacidad de vivir felices, o más o menos felices, en la verdad. No es lo mismo.
—Freud inventó la profesión del psicoanalista, ¿alguna rama aplicada de la filosofía podría convertirse en una profesión en el futuro?
—No lo creo. La filosofía no cura ninguna enfermedad, y la salud, incluso psíquica, nunca basta para ser feliz. Sabe lo que decía Freud: “El psicoanálisis no sirve para ser feliz: sirve para pasar del sufrimiento neurótico a la desdicha cotidiana”. Habría que ignorar el sufrimiento neurótico para no ver el progreso considerable que es pasar del sufrimiento neurótico a la desdicha cotidiana. En la neurosis, uno es prisionero de su inconsciente, de su infancia, de sus síntomas. Pero, contra la desdicha cotidiana uno se las puede arreglar. Sin embargo, cuando se está en la desdicha cotidiana, cuando uno ya se recuperó, o no está muy enfermo, la pregunta que surge es “¿Qué se debe hacer?”. Mi respuesta: se debe hacer filosofía. Por eso, siempre digo que la filosofía comienza donde la terapia termina.
—Descartes era soldado y Spinoza pulía lentes, ¿el filósofo puede ser profesional de la filosofía?
—El oficio es la forma en que nos ganamos la vida, y el pensamiento, como tal no es suficiente. Se necesita algo más. ¿Qué? Me gustaría responder “No importa”. Pero no sería del todo cierto. Ser soldado, limpiador de lentes o profesor de filosofía no cambia nada de lo esencial, pero es una trampa para el profesor: con cierta frecuencia él verá su salón de clases como el mundo, o el mundo como un salón de clases. El riesgo, cuando la mayoría de filósofos son profesores, es que la filosofía se vuelva cada vez más académica, cada vez más lejana del mundo real: filosofía de especialistas.
Religión: “Soy un ateo fiel”
—En “El alma del ateísmo”, donde propone una espiritualidad sin Dios, usted rechaza el oscurantismo y el nihilismo. ¿Qué entiende por nihilismo?
—Nihil en latín significa “nada”. El nihilista es el que no cree en nada, que no respeta ningún valor, que no tiene principios ni ideas. Y es justamente lo opuesto del fanatismo, que confunde sus creencias con certezas. Entonces hay que enfrentarlos. Lo peor que nos puede pasar es que no tengamos nada para contrastar (entre el fanatismo de los unos y el nihilismo de los otros). Entonces lo peor se haría realidad, y serían los fanáticos, sin lugar a dudas, los que lo causarán. Entre alguien que no encuentra razón para vivir (el nihilista) y aquel que está dispuesto a morir y matar por sus ideas (el fanático), no hay que ser un genio para saber quién va a ganar.
—¿Cómo evitar lo que llamó “fariseísmo” en una sociedad individualista?
—Las religiones proponen una moral: es Dios, no el individuo, quien gobierna. Pero en nuestros países, las religiones pierden fuerza. Nuestra moral, que es esencialmente humanista, es ahora más autónoma que antes. En cuanto al individualismo, creo que es el objetivo de nuestra época, pero en vano se tiene en cuenta sólo lo malo. Yo prefiero una sociedad individualista que una sociedad holística, como la del Medievo. Tampoco vamos a añorar la época donde se quemaban herejes y homosexuales porque no tenían la misma religión o sexualidad del grupo. En el fondo, ser individualista es pensar que no hay nada más precioso que un individuo humano. Este es el camino de la época. Acuérdense de la fórmula de André Gide: “Hay que seguir su propio camino, pero cuesta arriba”. Si siguen el camino individualista de la época cuesta arriba, y así, hacia lo universal, quiere decir que no hay nada más precioso que el individuo humano, sin importar cuál individuo: eso es lo que llamamos humanismo, ese horizonte moral infranqueable de nuestros tiempos. Por el contrario, si siguen el camino individualista de la época cuesta abajo, hacia el ombligo o un poco más abajo, quiere decir que no hay nada más precioso que el yo: lo llamamos egoísmo. No podemos elegir la época ni el camino. Pero podemos elegir, en cada momento, si queremos subir o bajar, si queremos lo universal o si queremos mirarnos el ombligo, si queremos el humanismo o el egoísmo.
—¿Qué piensa de la crítica que realiza Nietzsche del cristianismo?
—Nietzsche está en lo correcto cuando critica lo que llama la “castración” del cristianismo, y su culpabilización de la sexualidad; razón para criticar también el mundo aparente y su ideal ascético. Pero se equivoca sobre casi todo, y especialmente sobre el cristianismo. No, los Evangelios, a pesar de lo que Nietzsche pretende, no expresan una moral del resentimiento, ni una moral de la esclavitud. Y ni hablar de aceptar su pretendida moral de los Maestros que condenan la democracia, el socialismo, el feminismo y que hace apología de la violencia y de la “bestia rubia”.
—El economista y periodista francés Jean Boissonnat lo definió como un “ateo cristiano”. ¿No es esa definición contradictoria y paradójica?
—Un cristiano cree en Dios, un ateo no. Hablar de un “ateo cristiano” es contradictorio. Prefiero definirme como un ateo fiel: ateo porque no creo en ningún dios y fiel porque permanezco fiel con todas las fibras de mi ser a una cierta cantidad de valores llamados judeocristianos, que culminan, a mi parecer, en los Evangelios, en la Etica de Spinoza o en el inquietante Journal de Etty Hillesum.
—¿Cómo valora al papa Francisco?
—Parece simpático e inteligente. Deseo que imponga su poder a la tan conservadora curia. Pero no cuento con él para resolver los problemas del mundo.
—Aparte de que se trata de una religión sin dios, ¿qué le ha interesado del budismo zen?
—En primer lugar, lo que me interesa es el budismo en general, que es más una espiritualidad que una religión. Sin ser budista –no creo en el karma ni en la reencarnación– me siento cercano a algunos temas budistas: la falta de permanencia, la inmanencia, el determinismo: la “producción condicionada”, la identidad tan fuertemente marcada en Nagarjuna del nirvana y del samsara. Lo que me gusta del zen, y más todavía del tch’an, que es su versión original y china, es, sobre todo, la práctica de la meditación sentada, silenciosa y sin objeto, y un cierto menosprecio hacia las doctrinas.
—¿Qué es más peligroso: creer o no creer en Dios?
—Esa no es la cuestión. No se trata de elegir la posición más cómoda o la menos inquietante sino la que parezca verdadera, o la más verosímil. Vivir es peligroso. Pensar también. Pero qué bueno es. Cada posición conlleva sus propios peligros. Del lado de la religión: el fanatismo, la superstición, la ilusión. Del lado del ateísmo: el nihilismo, o una imitación de la religión a veces peor, como el estalinismo y el maoísmo.
—¿Cómo sería posible fundar una moral o una ética sobre “el misterio del ser”, como usted dice?
—No es posible. Primero porque un misterio no podría fundamentar nada. Luego porque la moral, en mi opinión, no puede ser fundada. No es preocupante: nadie ha fundado las matemáticas, la música o la política; eso no impide practicarlas. Nadie ha fundado el amor, eso no nos impide amar. La moral no puede ser sólo “sin obligación ni sanción” como ya vio Guyau, no tiene fundamento ni garantía. A veces me preguntan, “¿por qué someterse?”. Me extraña la pregunta. ¿Necesita de un fundamento para que se le prohíba violar, torturar o asesinar? Si es así, usted es un imbécil y ningún fundamento podrá mejorarlo. Si no lo necesita, eso confirma que la moral no necesita ser fundada, sino ser transmitida y vivida. No hay que ser indigno de lo que la humanidad forjó de sí misma y de nosotros. No necesitamos de un fundamento, sino coraje, fidelidad, voluntad y amor.
—Freud afirma, en “El porvenir de una ilusión”, que nadie deja de creer en Dios por un argumento racional, ya que se trata de un “sentimiento oceánico” y, por lo tanto, irracional. ¿Está de acuerdo?
—Son dos cosas diferentes. El sentimiento oceánico es una experiencia espiritual: la experiencia de ser uno con el todo, que no prueba nada ni es un argumento a favor –ni en contra– de la existencia de Dios. Un ateo puede sentirlo tanto como un creyente e incluso más. Solo la fe, para Freud y para mí, es tanto afectiva como racional, y por tanto, susceptible de ceder ante tal o cual argumento. Pero no porque se fundiría con el sentimiento oceánico sino más bien porque se enraíza en los miedos del pequeño niño humano que busca un Padre todopoderoso para tranquilizarse y consolarse. El complejo de Edipo afecta más la creencia en Dios que el sentimiento oceánico.
—¿De qué manera su espiritualidad atea, que requiere la abolición del ego, contradice la antropología negativa que legitima del capitalismo?
—No soy yo el que habla de una antropología negativa. Que los humanos sean egoístas es una información positiva o afirmativa: el conatus para Spinoza, la voluntad de vivir para Schopenhauer, el interés para Marx, la voluntad de poder para Nietzsche, o la libido para Freud. Querer existir lo más y mejor posible no es repudiable. El egoísmo es la raíz de todos los males, como dice Kant, pero también forma parte de los derechos del hombre. Moralmente, la aporía se resuelve en la fórmula del Dalai Lama antes citada: “Sean egoístas: ámense los unos a los otros”. Espiritualmente es diferente. ¿Qué es la espiritualidad? Es la vida del espíritu. Especialmente, en su relación al infinito, a la eternidad, al absoluto. Sin embargo, todo el ego se termina, es transitorio, relativo. Ahí está la vida espiritual, en sus experiencias más fuertes, y se instala debajo del ego. Esta vida espiritual no suprime el egoísmo, pero lo pone, provisionalmente, entre paréntesis. Por desgracia. El ego siempre acaba volviendo, y conviene más aceptarlo. Las experiencias de eternidad, en mi experiencia, nunca duran mucho tiempo.
—¿Cuáles son sus referentes de la espiritualidad oriental?
—Primero, me interesé en el budismo primitivo, aquel que se cree que es el más cercano al pensamiento de Buda. Me apoyaba, sobre todo, en las obras de divulgación pero de calidad, por ejemplo, los libros de André Bareau o de Walpola Rahula. Luego, me interesó el budismo más tardío, especialmente en Nagarjuna, cuyas Stances leí y medité. En fin, me enamoré del tch’an, que hace una especie de síntesis entre la gran sabiduría de Buda y lo que yo llamo la gran euforia de Lao Tsé: leí muchas veces el volumen de La Pléyade sobre el taoísmo. Finalmente, descubrí a Swami Prajnanapada, que es, a mi parecer, el más grande maestro espiritual del siglo XX: no escribió ningún libro, pero leí todos los testimonios que había en francés sobre él. Ni hablar de la práctica del zazen, que implementé hace unos diez años pero que me importa menos que los libros.
“El amor no elimina la soledad pero permite vivirla entre dos”
—El amor no es lo contrario de la soledad, sino la soledad compartida. ¿El amor en su esencia es soledad?
—La vida es soledad. En una frase de Buda: “El hombre nace solo, vive solo, muere solo”. Solo pero no aislado. Al nacer, hay una madre, y por lo general, toda una familia; al morir, están los médicos y las personas más cercanas. Pero se muere solo, así como se nace solo, porque nadie puede nacer o morir por nosotros. Es por esto que vivimos solos: porque nadie puede vivir por nosotros. Por eso amamos solos: porque nadie puede amar por nosotros. Una hermosa fórmula de Rilke: “En la medida en que estamos solos, amor y muerte se acercan”. El aislamiento es un accidente o una desgracia. La soledad, no. Ella es parte de la condición humana, y es el precio que hay que pagar por ser uno mismo. El amor no elimina la soledad, pero permite vivirla entre dos (en la pareja) o entre muchos (en la amistad).
—¿“Es feliz quien ha perdido toda esperanza; porque la esperanza es la mayor tortura que existe y la desesperanza la mayor dicha”? ¿“No hay serenidad sin desesperanza”?
—La primera fórmula fue extraída del Samkhya-sutra, que cita el Mahabharata. Sin embargo, encontramos ideas parecidas en Occidente, por ejemplo, en el estoicismo de Spinoza. Deseamos lo que no tenemos, no disfrutamos lo que tenemos. Aquel que espera ser feliz, es porque no lo es. Y aquel que es feliz, ¿qué más podría esperar? ¿Que su felicidad continúe? Pero entonces tendría miedo de que se termine, y así, su felicidad cedería paso a la angustia… Es la gran fórmula de Spinoza: “No hay esperanza sin miedo, ni miedo sin esperanza”. La serenidad, que es la ausencia de miedo, supone entonces también la ausencia de esperanza. Pero cuidado, que no se confunda la desesperanza, en el sentido filosófico que le doy a esta palabra (la ausencia de esperanza o lo que podríamos llamar “inesperanza”), con la tristeza, la depresión o la desesperación suicida. Me refiero a una alegre desesperanza, un poco en el sentido del alegre saber de Nietzsche. No se espera lo que no es ni lo que no depende de nosotros para que sea. Más valdría desear lo que es (no sería más esperanza, sino amor) y lo que depende de nosotros para que sea (no sería más esperanza, sino voluntad). Bueno, no se trata de prohibirse esperar (es imposible). Se trata de esperar un poco menos, y, sobre todo, de amar y actuar un poco más.
—No espero nada, no temo nada, ¿soy libre?
—Esta es la fórmula de Kazantzakis. Pero podemos encontrar la misma idea en la Antigüedad, en los cínicos y los estoicos, por ejemplo, en Demónax: “Pero yo considero libre al que no teme ni espera nada”. Por supuesto, es un ideal prácticamente inaccesible. Se puede intentar acercarse por lo menos un poco, a lo que sería, según Spinoza, “volverse menos dependiente de la esperanza y del miedo”…
—¿El deseo es la fuerza que mueve todo? Como sostenía Spinoza, ¿es potencia y no carencia?
—“El deseo es la esencia misma del hombre”, dijo Spinoza, y ahí radica la fuerza que mueve al individuo y a la sociedad. Pero Spinoza, al contrario de Platón, nos enseña a pensar en el deseo no como una carencia, sino como una potencia: potencia de disfrutar, alegrarse y, por lo tanto, potencia de existir y actuar. Así, la sexualidad es un buen modelo: es el impotente el que está falto de algo, no él o la que hace el amor y lo disfruta. Esto no quita que en ocasiones se esté “en falta” (es lo que llamamos frustración), pero esta falta no existiría si, en primer lugar, no existiera en nosotros la capacidad de disfrutar y de hacer. Al igual que el hambre (debido a la falta de alimento) y el apetito (la capacidad de disfrutar de lo que comemos), si nuestro cuerpo no estuviera programado para alimentarse (si no tuviéramos apetito), no pasaríamos hambre. Es, entonces, la capacidad lo principal. La falta no es la esencia del deseo, como lo creía Platón, sino su límite o accidente.
—¿El amor es el deseo libre de carencia y lo contrario de la fuerza y como Adorno decía “sólo eres amado cuando puedes mostrar tu debilidad sin que el otro la use para afianzar su fuerza”?
—El ejemplo de la sexualidad: si hay un momento en el que nada me falta es cuando hago el amor. Y, sin embargo, ¡qué deseo, qué placer, qué intensidad! Algunos me han objetado que algo más me falta: el orgasmo. Si sólo se tratase de llegar al orgasmo por el camino más corto, la masturbación sería suficiente o, más bien, valdría más la pena. Pero no: lo que busco no es en primer lugar ni sobre todo el orgasmo, sino el deseo mismo. El mío, el del otro, en acto y en potencia en el mismo momento. Sin embargo, un violador podría decir lo mismo. Es por esto que la capacidad no basta: necesitamos también de la dulzura, de aquello que los griegos llamaban agapè, que es el amor de la caridad, del que Adorno dio una bella y muy emocionante formulación. Tengo mis dudas de que seamos capaces de sentir este amor hacia el prójimo, es decir, hacia cualquiera. Pero en la pareja o la familia por supuesto que sí.
—En el posmodernismo: ¿hay más o menos gente que prefiera el éxito al amor?
—Es siempre el amor el que gobierna, incluso cuando amamos más el éxito que el amor. No creo que la posmodernidad cambie mucho. ¿Conoce muchas personas que no antepongan su éxito profesional a la salud de sus hijos? ¿Y cree que antes el éxito les era indiferente a las personas? No lo creo, e incluso Lucrecio y Séneca me dan la razón. Lo esencial fue correctamente formulado por Spinoza en su Traité de la réforme de l’entendement: “Toda nuestra felicidad y toda nuestra miseria dependen de una sola cuestión: ¿a qué tipo de objeto estamos asociados por amor?”. De ustedes depende ver si prefieren el amor o el éxito, y tal amor por sobre tal otro.
—¿El melancólico no está enfermo de la verdad mientras que el histérico esta prisionero de la mentira?
—Es una gran fórmula la que utilicé. Coincide con Nerval (aunque encontramos una idea cercana en Freud): “La melancolía sufre de una extraña enfermedad: ve las cosas tal cual son”. Sin embargo, no es una razón para hacer apología de la melancolía. El melancólico es un enfermo de la verdad, pero es él quien está enfermo y no la verdad. Desde este punto de vista, lo opuesto al melancólico no es el histérico, prisionero de la mentira, sino el sabio, quien ama la verdad y se exalta en ella, ya que, como se ve en Spinoza, “el amor es una felicidad que acompaña la idea de una causa exterior”. Es por esto que es justo y necesario “combatir la melancolía” como decía Spinoza pero a través de la verdad, si es posible, y no por la mentira, y a través de la filosofía y no por la histeria.
—¿La felicidad del sabio no es el premio a su virtud sino la virtud misma, la felicidad es el objetivo de la filosofía pero no es su norma porque la norma de la filosofía es la verdad?
—Se trata de dos ideas diferentes. Que la bienaventuranza no sea “el precio de la virtud sino la virtud en sí misma” es la última proposición de la Ethique y estoy de acuerdo. Que la felicidad sea el objetivo en vez de la norma de la filosofía es una idea más personal. El objetivo de una actividad es hacia lo que ella tiende. Su norma es a lo que se somete. Cuando digo que la felicidad es el objetivo de la filosofía pero que no es su norma significa que no es que deba pensar una idea porque me haga feliz, sino porque me parece verdadera. De lo contrario, no sería necesario filosofar. Muchas ilusiones agradables me harían feliz más fácilmente que muchas de las verdades desagradables que conozco. Es así como el filósofo busca la felicidad, como cualquier otro, pero aún más la verdad. Y si debe elegir entre una verdad y una felicidad, no sería filósofo o digno de serlo si no eligiera la verdad.
—¿Vale más una verdad triste que una falsa alegría?
—Sí, vale más una verdadera tristeza que una falsa alegría. Es una fórmula que utilicé a menudo, y que creo verdadera, o más bien, justa, al menos para aquellos que se dicen filósofos. Pero hay algo mejor que una verdad triste: una verdad llena de alegría, una verdad alegre. La verdad no es ni alegre ni triste en sí misma. Depende de nosotros establecer un vínculo alegre, y no triste, con la verdad. Es el amor por la verdad, sin el cual la filosofía no es más que una actividad sofística inútil y peligrosa.
—Como diría Platón: ¿“La búsqueda de la felicidad es lo mejor repartido del mundo”?
—Sí, no hace falta ser filósofo para amar la felicidad: cualquier imbécil puede hacerlo. No hace falta ser sabio para amar la sabiduría: cualquier filósofo puede hacerlo. La verdadera sabiduría no es el amor a la felicidad, ni el amor a la sabiduría: es el amor a
la vida, sin importar cómo sea, alegre o triste, sabia o no, y por supuesto, ninguna vida es alegre o sabia completamente. “No deseamos las cosas porque son buenas, explica Spinoza, sino que son buenas porque las deseamos”. Yo diría lo mismo: no se debe amar la vida porque es buena, sino que la vida es buena en la medida en que la amamos.
—¿Solo hay poesía para lectores poetas, amar es también querer amar?
—Pero no basta sólo con amar la poesía para ser poeta, ni querer amarla para poder amarla. Si se fantasea con la poesía, no se escribe. Si se fantasea con el amor, no se ama. San Agustín en sus Confesiones, se acuerda de su frívola juventud, amorosa y egoísta: Amare amabam, nondum amabam. “Yo amaba amar, pero todavía no amaba…”. Aprendamos a amar de verdad y no a amar el amor. Funciona tanto para la poesía como para las demás cosas.Colaboró con parte del cuestionario: Rubén Ríos
Fuente:http://www.perfil.com/politica/el-socialiberalismo-en-reemplazo-de-la-socialdemocracia-como-tercera-via.phtml
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