Tuve buenos diálogos con tres presidentes antes de que llegaran a serlo. En todos los casos percibí un cambio fundamental generado después de asumir, el amontonamiento de leales y aplaudidores nos ponía distancia a los pocos que intentábamos permanecer ocupando el lugar de apoyo crítico.

Durante el gobierno de Raúl Alfonsín y más allá de su misma voluntad, la militancia política fue suplantada por los «operadores», versión elegante de los lobbistas, que invadieron la política. La ideología que había optado por la violencia y la dictadura con su atroz represión había impuesto una cuota de pragmatismo que llevó a los intereses a ocupar el lugar de las ideas. Después, la política, los militantes y los proyectos fueron desplazados por la despiadada atracción de los negocios.

Con Alfonsín hubo un interregno donde convivieron las ideas y los operadores, al llegar Menem y la destrucción del Estado de bienestar comienzan a enriquecerse decenas de personajes menores a la par del nacimiento de la miseria en su dimensión de crecimiento constante. Con Menem todo fue girando de ideología y de relación, un oscuro personaje ocupaba el lugar del reiterado cargo del «Rasputín» de turno. Y fue claro que los de esta categoría no solo se dedican -apasionados- a la búsqueda de traidores sino además a perseguirlos y expulsarlos del poder.

La privatización de los servicios y la consiguiente concentración económica van a cambiar esencialmente el perfil de nuestra sociedad. Debatimos los 70 -a los que no llegamos siquiera a entender- sin aportar autocríticas mientras dejamos de lado los 90, el tiempo donde el capitalismo se convirtió en saqueo, donde con la promesa de la competencia se instalaron atroces monopolios.

Menem fue el nacimiento de un capitalismo explotador. Más adelante, los Kirchner poco y nada hicieron para cambiarlo: intentaron quedarse con YPF y la Casa de la Moneda. Por caso, que se autotitularan «capitalistas marxistas y justicieros» no los volvía menos dañinos. El autoritarismo no tiene ideología, siempre cae en el espacio de la corrupción.

Pude hablar con esos tres presidentes y en todos los casos observar cómo, entre sus deseos y los entornos, todos se convertían en dueños de un pensamiento único con la convicción de sentirse expresión de la verdad. Recetas distintas para errores parecidos, rumbos antagónicos pero no menos dañinos, la inflación y la miseria como síntomas permanentes y motivos de esperanzas frustradas.

En cada caso hay un grupo de leales enamorados de la absurda idea de convertirse en los «salvadores de la Patria». De paso disfrutan de las caricias del poder, viajes y choferes, secretarias y respetuosas prebendas. Todos se enamoran del poder y rápidamente inician sus esfuerzos por permanecer, los que van mucho más allá de su afán por mejorar la sociedad. El poder enamora. Claro, que hasta ahora nadie entendió la nada sutil diferencia entre durar y trascender. Y tanto fue así que nadie logró trascender en el respeto colectivo. Se sintieron satisfechos con su presencia exitosa en su grupo de beneficiados.

Está todo tan claro que demasiados ocultan sus riquezas, mientras casi ninguno logró instalarse en un lugar de prestigio. La relación entre los gobernantes de turno y los que pensamos y opinamos distinto es perseguida o soportada y hasta ahora nunca logró ocupar el lugar del respeto. Lo grave es que la democracia es ese espacio donde primero todos asumen la necesidad de carecer de certezas absolutas y luego la de respetar opiniones distintas.

Mientras gobiernen los «salvadores» rodeados de los «aplaudidores» y se sientan absolutamente convencidos de tener «la precisa» -mientras esto siga sucediendo- las ideologías y los partidos no saldrán de su rol secundario de oportunistas u odiadores, de esa grieta aburrida que en nada nos sirve para sembrar esperanza y superar esta triste sensación de frustración colectiva.

Podremos seguir debatiendo sobre quién es el culpable, pero lejos estamos de poder enfrentar primero y superar después las causas de semejante decadencia. Sucede que hay una sola manera de salir de la miseria e implica tocar desmesurados intereses. Y son ellos los que nos llevan a imaginar salvadoras inversiones extranjeras que producirán brotes verdes en este desierto de esperanzas, negando que la desmesura de las ganancias de los grupos concentrados sea la verdadera causante de esta desintegración social que no se detiene.

No se necesita ser socialista para entender que mientras las ganancias no tengan límite tampoco los tendrá la miseria. El resto son solo mecanismos de distracción. Y en eso estamos.